El matrimonio de la ira y la templanza
Luis Vicente de Aguinaga
Se ha desdoblado el paisaje
Carlos Oquendo de Amat
Curiosamente, acaso paradójicamente, el camino de las vanguardias artísticas desemboca en una visión retrospectiva. Curiosa o paradójicamente, digo, porque si hay un impulso natural de las vanguardias, dicho impulso debiera ser de tipo y movimiento prospectivo. La experiencia cultural del siglo XX indica, sin embargo —y limito al siglo XX un aprendizaje que parece afectar a la totalidad de la historia—, que sólo de la retracción puede originarse el verdadero crecimiento. La modernidad acrítica, en este sentido, es ciega —y enseguida corrijo: la modernidad acrítica es miope. Obsesionada en mirar hacia el frente, ignora que la fortaleza viene de la espalda; trabada en la decoración de lo externo, desatiende las fuentes continuas de lo interno.
No me interesa ubicar esta reflexión en los terrenos de la sociología ni en los de la religión; ambas áreas me excluyen. Prefiero llevarla de regreso al punto de partida, las vanguardias artísticas, y derivarla en consecuencia al primer libro de poemas de Ángel Ortuño, Las bodas químicas, editado en 1994 por la Secretaría de Cultura de Jalisco[1]. Decía yo que las vanguardias artísticas llegan con regularidad al punto de la visión retrospectiva; la otra opción es la muerte, la muerte por embeleso. Lo novedoso vuelve sobre sí mismo y encuentra en su aventura gestos, rasgos, lecciones de un pasado que muy pocos, en el fragor de las proclamas inaugurales, habrían asumido al vuelo. Un ejemplo altamente significativo es el de la poesía concreta brasileña, que no buscó imitar al futurismo ni al dadaísmo en lo breve de sus carreras. Para evitar una disolución temprana, el grupo encabezado por Haroldo de Campos hubo de reconocerse parte de una vasta genealogía. A diferencia de los surrealistas del primer Manifiesto, que gritaron: Hugo es surrealista, Rimbaud es surrealista, Lautréamont es surrealista, los brasileños dijeron: en esto seguimos Pound, en aquello a Perse, en esto a Paz, en aquello a Mallarmé. Entendieron que no hay presente sin pasado, que no hay actualidad sin memoria, que no hay riesgo sin cautela.
Suele creerse que las vanguardias artísticas son movimientos generacionales, en el sentido gregario de generación. Suele creerse también que la fuerza grupal de las vanguardias se particulariza, se personaliza con el paso del tiempo. De las muy obvias y programáticas onomatopeyas de Marinetti pasamos, según esto, a las concentradas, casi alquímicas anotaciones de Benjamin Péret. Yo sostengo, si no lo contrario, sí algo básicamente distinto: que la vanguardia personal es anterior a la vanguardia generacional. Ilustro mi postura, sin más, con la obra y el comportamiento estético de un poeta que cité algunas líneas arriba: Stéphane Mallarmé. “La destrucción fue mi Beatriz”, dijo Mallarmé, y resumió con esa frase lo que muchos años después, y a costa de innumerables tropiezos, atisbaron apenas Tristan Tzara y André Breton y, en México, Manuel Maples Arce y Germán List Arzubide. Los proyectos de todos estos capitanes coinciden en un punto: la fe absoluta en las posibilidades creativas del artista. Si bien algunos de ellos, con los dadaístas en primera fila, se valieron de ciertos dispositivos elementales de bombardeo y descomposición lingüística, no debemos olvidar que a todos los llamaba una tentativa creadora —y, más todavía, una tentativa revolucionaria, transformadora, renovadora. La destrucción total, la destrucción final, es decir: la meta y la enseñanza de Mallarmé, fue recuperada por el arte moderno sólo cuando esa Gran Alternativa, la creación, decayó irremediablemente.
Debo anotar que, aunque no lo parezca, he hablado todo este tiempo sobre Ángel Ortuño y sobre Las bodas químicas. He hablado elíptica, indirectamente de uno y de otro, del autor y del libro. Mis consideraciones del arte moderno y de la modernidad artística, más bien apresuradas, tienen su estímulo y su interlocutor inmediato en Las bodas químicas y en el joven autor de sus pulidas, sustanciosas, desconcertantes páginas. Ángel Ortuño nació en Guadalajara en 1969 y comenzó a publicar poemas, relatos y manifiestos a la edad de veinte años. Sus “compañeros de viaje” —y hago aquí una historia más que arbitraria— fueron Alberto Rodríguez, mejor conocido como “Esesoio”, y Armando Ochoa, “Ek Chak”. Juntos editaron las revistas Águila lunar y Le Güevoné, divertidas e irregulares, crípticas y agresivas, necesarias y efímeras; juntos conocieron la poesía estridentista, la narrativa experimental, el comic subterráneo, elthrash metal. Poco a poco, de un modo natural y comprensible, Ortuño fue apartándose de la carrera generacional y concentrándose en sus propios hallazgos, en su privado y muy personal juego de triunfos y recapitulaciones. En 1992, durante una accidentada conferencia, Ortuño propuso que todos los talleres literarios de Guadalajara fueran convertidos en estaciones del tren ligero. Su idea del trabajo en equipo ya era otra.
En las páginas iniciales de su Obra poética, Jorge Luis Borges apunta: “Este prólogo podría denominarse la estética de Berkeley, no porque la haya profesado el metafísico irlandés […] sino porque aplica a las letras el argumento que éste aplicó a la realidad. El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro”. Otro escritor leído y releído por Ángel Ortuño, Salvador Elizondo, se vale de categorías semejantes a las razonadas por el binomio Berkeley-Borges para desarrollar, más que una fenomenología de lo estético, una fenomenología de lo violento: “la violencia no sucede en uno o en otro [agente y paciente, verdugo y víctima], sino allí donde uno y otro se encuentran, en el punto en el que los cuerpos actúan dentro de una correlación discordante”.
La poesía tiene, pues, hondas afinidades con la violencia; ambas nacen del contacto, de la participación, de la correlación entre dos entidades (poema y lector) o dos cuerpos (torturador y torturado). Me gusta pensar que Ángel Ortuño celebraría este parentesco; sus poemas proponen, más que un diálogo, una lucha directa —y, más que una lucha directa, una persecución y un asedio infinitos, que son formas sutiles del acercamiento. A primera vista, los poemas de Ortuño parecen venir de un maléfico renunciar a la cordura, de una improvisada negación de la sintaxis y (por ello) del orden “conveniente” del mundo y su discurso. Pero no hay, en el fondo, nada de improvisado ni de gratuito en Las bodas químicas. Ortuño no reclama, pongo por caso, ni el abaratado apoyo del neologismo ni el complaciente retintín de la onomatopeya. El lector distingue en los poemas de Ortuño una vocación destructiva, es cierto, pero se trata de una vocación trabajada, de una vocación que en lo arduo encuentra el fundamento de su lógica. Cito, a un tiempo intencionada y azarosamente, un poema deLas bodas químicas:
La cicatriz levanta sus tambores
Se anuda,
baila en trama de centro
Cae y queda
y baila
y es el centro
Levanta sus tambores en el aire sin prisa
Escurre
Sudor de clavos entre nariz y oído
Con la repentina movilidad de un objeto en principio inanimado, la cicatriz que “levanta sus tambores”, arranca el poema. Ello nos deja suponer una clave de inicio: que el texto (texto es tejido, trama) comienza en donde acaban las reglas comunes de la materia. Terminado el último verso, quedan como palpitando cuatro palabras: los verbos conjugados “levanta” y “baila” y los sustantivos “tambores” y “centro”. No extenderé fatigosamente mi lectura de este pasaje de Las bodas químicas. Sólo apuntaré lo evidente: que el poema establece una realidad y un ritmo para sí mismo.
Una realidad y un ritmo. Con su marcada preferencia, en las conjugaciones verbales, por el tiempo presente de indicativo; con sus rápidas pero importantes reiteraciones léxicas y morfológicas; con su gusto por animar lo inanimado; con su tendencia a introducir en el poema, de modo súbito y muchas veces brutal, indicadores de color, de sabor, de sonido, de olor y de textura; con todo esto, Ángel Ortuño rinde homenaje a sus maestros y se aleja simultáneamente de ellos. Admite al Huidobro paisajista y elude al metafísico; admite al Pound imagenista y fragmentario y elude al del ímpetu generalizador; admite al Vallejo de Trilce y elude al de los Poemas humanos; admite al Maples Arce de las maquinarias y las turbinas y elude al de las congregaciones obreras; admite, en fin, al Paul Celan del enigma y elude al de la revisión histórica. Como en el verso de Carlos Oquendo de Amat que transcribí al comienzo de esta nota, en Las bodas químicas “se ha desdoblado el paisaje”: el mundo, a través de la ironía y la destrucción, ha pasado a ser él mismo y su reverso. Él mismo y sus despojos.
(Hace la friolera de veintidós años escribí este artículo a propósito del primer libro de poemas de Ángel Ortuño. El texto reapareció después, con ligeras correcciones, en mi libro Lámpara de mano: sobre poemas y poetas.)
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[1] Ángel Ortuño, Las bodas químicas, Guadalajara: Secretaría de Cultura de Jalisco, col. Orígenes, 1994, 43 pp.