Ernst Bellmer
C. D. Rose (Traducción de José Luis Justes Amador)
Se dice con frecuencia que “todo el mundo tiene un libro dentro de él” y aunque esto puede ser o no cierto, para Ernst Bellmer ese lugar común tiene una validez inusual.
Nacido en Viena en 1875, Bellmer creció como el hijo autodidacta de un hostelero, leyendo incansable todo lo que se dejaban en la hostería de su padre. Folletones y novelas en tres tomos, novelas baratas y la prensa amarillista, folletos, almanaques, enciclopedias y hojas volanderas: todo caía devorado por su mirada. A los dieciocho años ya había ingerido lo suficiente como para empezar a producir. En el transcurso de los años siguientes, Bellmer escribió al menos cincuenta cuentos (la mayoría, viñetas cuidadosamente recreadas de la vida de la clase media-baja vienesa), además de una bildungs-roman épica, Der mann mit den blühenden händen, que trataba de la vida del hijo de un hotelero de clase media-baja en Viena y de su desesperada lucha por convertirse en un artista.
Pero Bellmer estaba maldito, y no era el triste fracaso de encontrar un editor para sus múltiples escritos lo que lo convirtió en tal. Bellmer sufría, no de esa tendencia grafómana que necesita traducir a palabras cada pensamiento, cada sentimiento, cada acontecimiento, ese deseo desbordado de registrar y memorizar todo poniéndolo en una narrativa más o menos probable. No, Bellmer tenía un problema menos común: era un bibliófago. Para Bellmer, el acto estético no estaba completo a menos que sus palabras, una vez puestas en papel, fueran devoradas.
La bibliofagia es una enfermedad rara de la que muchos doctores dudan que incluso exista, y se utiliza más a menudo como metáfora que en su sentido patológico estricto. Y aún así Bellmer sufría no sólo de esta extraña compulsión psicosocial, sino también de la irritante indigestión que le causaba, y que era muy cierta.
Uno de los clientes habituales de su padre le consiguió una cita con Wilhelm Fliess, pero el doctor encontró la enfermedad de Bellmer poco interesante (o poco lucrativa) y se la pasó a su colega y amigo Sigmund Freud (que incluyó un estudio del caso, titulado “El come-libros”, en un primer borrador de los Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, sólo para que sus editores le sugirieran quitarla dudando de su veracidad). Freud a su vez se lo pasó a Friedich Loeb (abuelo de Maxwell), con quien sostuvo un largo aunque infructuosos análisis.
Bellmer murió a la edad de setenta y cinco años por envenenamiento con tinta.
Es triste que las –sin lugar a dudas- fascinantes excavaciones de Bellmer en las facetas más desprotegidas de la vida vienesa de fin de siglo nunca serán leídas, y los investigadores más intrépidos se hayan sumergido en las cloacas de la capital austriaca para encontrar lo que queda de sus manuscritos, pero hasta allá no llegaremos, dejando que el trabajo de Bellmer se corrompa (como todos los libros algún día han de hacerlo).
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