¿Tachas?
Señores, ¿os gustaría oír un bello cuento de amor y de muerte..?
Nada en el mundo podría gustarnos más.
Hasta tal punto que este comienzo del Tristán de Bédier debe considerarse el tipo ideal de primera frase de una novela. Es el rasgo de un arte infalible que nos lanza desde el umbral del cuento al apasionado estado de espera del cual nace la ilusión novelesca. ¿De dónde viene ese encanto? Y ¿qué complicidades son la que este artificio de “retórica profunda” sabe conseguir de nuestros corazones?
El prodigioso éxito de la novela establece de buenas a primeras como un hecho que la concordancia entre amor y muerte despierta en nosotros las más profundas resonancias. Hay otras razones más secretas, para ver en ello algo así como una definición de la conciencia occidental.
Amor y muerte, amor mortal; si no es toda la poesía, es al menos lo que hay de popular, todo lo que hay de universalmente emotivo en nuestras literaturas: tanto en nuestras más bellas leyendas, como en nuestras más bellas canciones. El amor feliz no tiene historia. Sólo el amor mortal es novelesco; es decir, el amor amenazado y condenado por la propia vida. Lo que exalta el lirismo occidental no es el placer de los sentidos ni la paz fecunda de la pareja. Es menos el amor colmado que la pasión de amor. Y pasión significa sufrimiento. Tal es el hecho fundamental.
El entusiasmo que mostramos por la novela y por el cine nacido de la novela; el erotismo idealizado difundido en toda nuestra cultura, en nuestra educación, en las imágenes que forman en entorno de nuestras vidas; en fin, la necesidad de evasión exasperada por el fastidio de lo mecánico, todo en nosotros y alrededor de nosotros glorifica hasta tal punto la pasión que hemos llegado a ver en ella una promesa de vida más viva, un poder que transfigura, algo que estaría más allá de la felicidad y del sufrimiento, una beatitud ardiente.
En “pasión” ya no vemos “lo que sufre”, sino “lo que es apasionante”. Y sin embargo, la pasión de amor significa de hecho una desgracia. La sociedad en que vivimos, cuyas costumbres no han cambiado mucho, a este respecto, desde hace siglos, hace a la pasión nueve de cada diez veces revestir la forma de adulterio. Bien sé que los amantes invocarán todos casos de excepción, pero la estadística es cruel: refuta nuestra poesía.
¿Vivimos en una ilusión tal, en una “mistificación” tal que hemos olvidado verdaderamente esa desgracia? ¿O hay que creer que, en secreto, preferimos lo que nos hiere y nos exalta a lo que parecería colmar nuestro ideal de vida armoniosa?
Ciñamos de más cerca esta contradicción, con un esfuerzo que debe parecer poco grato, pues tiende a destruir una ilusión. Afirmar que el amor-pasión significa, de hecho, el adulterio, es insistir en la realidad que nuestro culto del amor enmascara y transfigura a la vez; es sacar a la luz lo que ese culto disimula, no reconoce y rehusa nombrar, para permitirnos un abandono ardiente a lo que no nos atreveríamos a reivindicar. La propia resistencia que experimentará el lector a reconocer que pasión y adulterio se confunden las más de las veces en nuestra sociedad, ¿no es una primera prueba de este hecho paradójico: que queremos la pasión y la desgracia a condición de no reconocer jamás que las queremos en cuanto tales?
Denis de Rougemont