Que los sueños, sueños son
Blanca Parra
Anuncié mis planes para el día, como siempre, a través de Facebook. Se trataba de una salida a comer acompañada de mi madre, mi hijo y mi sobrina. Nada extraordinario, pero compartir la comida es uno de los placeres de toda mi vida, aprendido en mi familia.
Cuando era muy pequeña mi tía, hermana de mi madre, aparecía en nuestra casa trayendo la comida preparada por ella que tenía una sazón mágica, independientemente de lo que mi madre o mi abuela hubieran preparado. Años más tarde vivimos todos en casas separadas por pequeños patios y compartiendo un enorme patio/jardín/corral. Ir de una casa a otra para comer lo que más se nos antojara o degustar todos juntos los antojos preparados por mi abuela o la comunidad era lo más natural. Algunas veces se unían al clan los amigos de mis hermanos y algunas de mis compañeras de clase y de vez en cuando otros parientes. Incluso tuvimos a la mesa migrantes que bajaban en la Estación del Ferrocarril, a 650 metros de nuestra casa, en busca de comida a cambio de trabajo.
La ocasión para compartir, más frecuentemente, era la hora del café. O. mejor dicho, las múltiples ocasiones en que se tomaba café en casa. Alguien podía entrar preguntando si ya estaba el café y ese era el momento de prepararlo para acompañarlo, siempre, del buen pan de alguno de los tíos Aldaco, especialmente mi padrino Carlos.
Así que mi familia y yo nos hicimos presentes en el restaurante seleccionado y anunciado, que parecía bien ambientado. Al entrar noté su presencia, acompañado de un par de amigos que yo no conocía. Me sorprendió darme cuenta de que parecía menos avejentado de lo que yo hubiera supuesto después de tantos años sin vernos. Sonreí para mí misma reconociendo que no era casual, porque vivimos en ciudades muy distantes. Me esperaba, seguramente, y me di cuenta de que me miraba buscando que lo reconociera y lo saludara. Lo bueno es que mi cara de despiste total es permanente y no me cuesta mucho trabajo hacerme pasar por distraída.
El servicio tardaba, de modo que me levanté a buscar a quien fuera necesario para que nos atendiera. Me enviaron a la entrada a buscar a quien nos había conducido a nuestra mesa para que nos dijera quién era el mesero a cargo de nuestra mesa y lo enviara inmediatamente. En ese momento me alcanzaron mi madre y mi sobrina; mi hijo se había ido, me informaron, con el hijo del dueño de una escudería a ver los carros y las instalaciones de prueba. Lo conoció, mientras yo deambulaba en busca de atención, a través de uno de mis primos con quien el joven se encontraba comiendo en otra mesa cercana. Seguramente lo disfrutará, pensé, y me alegré por la oportunidad que se le presentaba.
Ya no volvimos a la mesa, y desperté sin saber qué había motivado a mi viejo amigo a buscarme.
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