Un kaddish más por Imre Kertész

Rafael Cisneros

 

Hace un par de semanas falleció una de las figuras literarias capitales de mi vida, un autor al que le debo mis mejores ratos de lectura, conciencia crítica en materia de barbarismos históricos y de la constante revisión de los atentados humanos, para explorar a partir de ahí (sin intentar hallar respuestas seguras, ni siquiera con la intención de plantearme alguna ingenua certeza) la dicha de la indiferencia y la costumbre.

Imre Kertész desarrolló una obra que, en lo personal, demuestra la cúspide más precisa de la labor literaria. Su bibliografía es pequeña, suficiente. Sus libros son breves, entre lo mediano y lo corto, ahondando con el uso más impresionante de las palabras el contenido ideal para escarbar cuanto deseemos de… lo que se guste, ya sea un solo párrafo o una oración. Pero no sólo se trata de «profundidad gratuita».

Kertész fue trasladado a distintos campos de concentración durante la Shoá, pero esto no le transformó en un sobreviviente compadecido de sí mismo, transcriptor de meras imágenes de cuerpos y balas. De hecho, es raro toparse con un cuerpo muerto en cualquiera de sus libros, incluso en su más famoso, Sin destino (cuyo título original en húngaro se vierte como un bellísimo azote: Sorstalanság). Más que imágenes bélicas, Kertész nos entregó una visión que, a mi parecer, podría considerarse como un parteaguas en el entendimiento del Holocausto. Al haber formado parte de la cotidianidad de la guerra, donde cuerpos iban y venían como saquillos de grava, y el espíritu derrocado se transformaba en una costumbre, planteó a través de sus personajes las aptitudes de los desposeídos, no porque estuviesen faltos de hogar después de salir libres de los campos, sino por el trato social, entre la indiferencia y los estereotipos de víctima que encararon por parte de quienes vivieron la guerra de lejos, o al menos desde escalones más altos.

En Sin destino, por ejemplo, el pequeño protagonista György es cuestionado al volver a casa sobre la «horrenda pesadilla» que significaron los campos de concentración, mientras que él no puede sino extrañarse de tales afirmaciones y concluir que él había hallado cierta felicidad en lo que había considerado su único hogar durante largo tiempo. Dentro de los alambrados de Auschwitz, György tuvo que entregar sus sentimientos a la vida diaria de la muerte, donde todo lucía como un gigantesco azar al que debió adaptarse. La esperanza no existía, quizá nunca la conoció, sólo la verdad de la muerte, la banalidad de cada individuo dentro de algo con fines mayores. György sabe que es judío, y por ende, significa algo malo para su entorno. Una vez que conoce en carne propia las consecuencias de haber nacido como tal, no halla más que aceptación en el hecho de ser algo irrelevante, ni siquiera resignación, ya que desde un principio no había elegido su propia vida.

Imre Kertész, al igual que Elías Canetti (otra de mis figuras capitales, a quien Kertész tuvo el placer de traducir), busca en los apuntes y diarios la esencia más directa de un individuo determinado a buscarse algún sentido, o por lo menos, inventarse uno. En obras como Dossier K., Diario de la galera y Yo, Otro. Crónica del cambio, así como en sus novelas Fiasco y Liquidación, se hace autopsia de la denigración y el vacío de una profesión de escritorio, a modo de aforismos narrativos luciendo como relatos de la mente. Kertész cuestiona la necesidad de escribir sin restregarnos autocompasión, que proviene más de los oportunistas de la tristeza (a conveniencia de un relato importante) que de aquellos que no tuvieron elección y padecieron la imposición de un destino ausente. Las circunstancias nos superan en número, el destino es apenas una idea del futuro, y el futuro es siempre incierto para el desposeído.

No sé si un par de semanas son suficientes para dejar atrás la muerte de Imre Kertész. Tengo entendido que un par de semanas en la Internet equivalen a algo así como dos años o más. Esta rapidez podría tornar a Kertész en un tema irrelevante, sobre todo porque no entraría en la categoría de esos autores cuya partida nos es recordada año con año, casi como una exasperante asignatura, autores cuyos rostros conocidísimos aún colocan en las ferias de libro ocupando una considerable cantidad de estantes, como estos señores del Boom. Pero así es la historia, y esto es apenas un hálito de agradecimiento a un autor que, a mi parecer, todos deberíamos leer. Ya ni siquiera como una referencia a la Shoá, mucho menos como parte de una especie de cultura general (sólo por haber ganado el Nobel en 2002), sino como un retrato de la inquietud literaria y la barbarie social, una meditación sobre el quehacer del autor testimonial, crítico del yo y sus absolutos (entre una simple duda existencial a la intrigante banalidad de haber nacido), y por supuesto, una claridad de lenguaje que resulta en fascinación, del cómo cada página de esta obra fue delineada con el cuidado y cariño de quien no tiene más para ofrecerle al mundo que su propia historia.

Acá andamos, recordando con —diría Ruvalcaba— fuertérrimo entusiasmo, mis primeras lecturas de Kertész, uno de los más importantes descubrimientos en mi ir y venir en busca de los libros de mi vida. Ya tengo a un autor bien resguardado en mi alma y mis estantes, cuyos libros jamás se empolvarán, porque yo estaré consultándolos de aquí hasta que el mundo no pueda girar más.

 

 

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Rafael Cisneros (León, Guanajuato, 1988) es escritor y cinéfilo. Ha producido, dirigido y editado numerosos videos para publicidad, grupos pop y cortometrajes artísticos. Ha publicado, bajo varios seudónimos, numerosos cuentos.

 

 

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