¿Tachas?
Fantasmas de carreteras
Dos muchachos y dos muchachas que viajaban en un Renault 5 recogieron a una mujer vestida de blanco que les hizo señas en un cruce de caminos poco después de la medianoche. El tiempo era claro, y los cuatro muchachos —como se comprobó después hasta la saciedad— estaban en su sano juicio. La dama viajó en silencio varios kilómetros, sentada en el centro del asiento posterior, hasta un poco antes del puente de Quatre Canaux. Entonces señaló hacia adelante con un índice aterrorizado, y gritó: "Cuidado, esa curva es peligrosa", y desapareció en el acto. Esto ocurrió el pasado 20 de mayo en la carretera de París a Montpellier. El comisario de esa ciudad, a quienes los cuatro muchachos despertaron para contarle el acontecimiento espantoso, llegó hasta admitir que no se trataba de una broma ni una alucinación, pero archivó el caso porque no supo qué hacer con él. Casi toda la prensa de Francia lo comentó en los días siguientes, y numerosos parapsicólogos, ocultistas y reporteros metafísicos concurrieron al lugar de la aparición para estudiar sus circunstancias, y fatigaron con interrogatorios racionalistas a los cuatro elegidos por la dama de blanco. Pero al cabo de pocos días, todo se echó al olvido, y tanto la prensa como los científicos se refugiaron en el análisis de una realidad más fácil; los más comprensivos admitieron que la aparición pudo ser cierta, pero aún ellos prefirieron olvidarla ante la imposibilidad de entenderla.
A mí —que soy un materialista convencido— no me cabe ninguna duda de que aquel fue un episodio más, y de los más hermosos, en la muy rica historia de la materialización de la poesía. La única falla que le encuentro es que ocurrió de noche, y peor aún, al filo de la medianoche, como en las peores películas de terror. Salvo por eso, no hay un solo elemento que no corresponda a esa metafísica de las carreteras que todos hemos sentido pasar tan cerca en el curso de un viaje, pero ante cuya verdad estremecedora nos negamos a rendirnos. Hemos terminado por aceptar la maravilla de los barcos fantasmas que deambulan por todos los mares buscando su identidad perdida, pero les negamos ese derecho a las tantas y pobres ánimas en pena que se quedaron regadas y sin rumbo a la orilla de las carreteras. Sólo en Francia se registraban hasta hace pocos años unos doscientos muertos semanales en los meses más frenéticos del verano, de modo que no hay por qué sorprenderse de un episodio tan comprensible como el de la dama de blanco, que sin duda se seguirá repitiendo hasta el fin de los siglos, en circunstancias que sólo los racionalistas sin corazón son incapaces de entender.
Siempre he pensado, en mis largos viajes por tantas carreteras del mundo, que la mayoría de los seres humanos de estos tiempos somos sobrevivientes de una curva. Cada una es un desafío al azar. Bastaría con que el vehículo que nos precede sufriera un percance después de la curva para que se nos frustrara para siempre la oportunidad de contarlo. En los primeros años del automóvil, los ingleses promulgaron una ley —The Locomotive Act— que obligaba a todo conductor a hacerse preceder de otra persona de a pie, llevando una bandera roja y haciendo sonar una campana, para que los transeúntes tuvieran tiempo de apartarse. Muchas veces, en el momento de acelerar para sumergirme en el misterio insondable de una curva, he lamentado en el fondo de mi alma que aquella disposición sabia de los ingleses haya sido abolida, sobre todo una vez, hace quince años, en que viajaba de Barcelona a Perpiñán con Mercedes y los niños a cien kilómetros por hora, y tuve de pronto la inspiración incomprensible de disminuir la velocidad antes de tomar la curva. Los coches que me seguían, como ocurre siempre en esos casos, nos rebasaron. No lo olvidaremos nunca: eran una camioneta blanca, un Volkswagen rojo y un Fiat azul. Recuerdo hasta el cabello rizado y luminoso de la holandesa rozagante que conducía la camioneta. Después de rebasarnos en un orden perfecto, los tres coches se perdieron en la curva, pero volvimos a encontrarlos un instante después, los unos encima de los otros, en un montón de chatarra humeante, e incrustados en un camión sin control que encontraron en sentido contrario. El único sobreviviente fue el niño de seis meses del matrimonio holandés.
He vuelto a pasar muchas veces por ese lugar, y siempre he vuelto a pensar en aquella mujer hermosa que quedó reducida a un montículo de carne rosada en mitad de la carretera, desnuda por completo a causa del impacto, y con su bella cabeza de emperador romano dignificada por la muerte. No sería sorprendente que alguien la encontrara un día de estos en el lugar de su desgracia, viva y entera, haciendo las señales convencionales de la dama de blanco de Montpellier, para que la sacaran por un instante de su estupor y le dieran la oportunidad de advertir con el grito que nadie lanzó por ella: "Cuidado, esa curva es peligrosa".
Los misterios de las carreteras no son más populares que los del mar, porque no hay nadie más distraído que los conductores aficionados. En cambio, los profesionales —como los antiguos arrieros de mulas— son fuentes infinitas de relatos fantásticos. En las fondas de carreteras, como en las ventas antiguas de los caminos de herradura, los camioneros curtidos, que no parecen creer en nada, relatan sin descanso los episodios sobrenaturales de su oficio, sobre todo los que ocurren a pleno sol, y aún en los tramos más concurridos. En el verano de 1974, viajando con el poeta Álvaro Mutis y su esposa por la misma carretera donde ahora apareció la dama de blanco, vimos un pequeño automóvil que se desprendió de la larga fila embotellada en sentido contrario, y se vino de frente a nosotros a una velocidad desatinada. Apenas si tuve tiempo de esquivarlo, pero nuestro automóvil saltó en el vacío, quedó incrustado en el fondo de una cuneta. Varios testigos alcanzaron a fijar la imagen del automóvil fugitivo: era un Skoda blanco, cuyo número de placas fue anotado por tres personas distintas. Hicimos la denuncia correspondiente en la inspección de policía de Aix-en-Provence, y al cabo de unos meses la policía francesa había comprobado sin ninguna duda que el Skoda blanco con las placas indicadas existía en realidad. Sin embargo, había comprobado también que a la hora de nuestro accidente estaba en el otro extremo de Francia, guardado en su garaje, mientras su dueño y conductor único agonizaba en el hospital cercano.
De estas, y de otras muchas experiencias, he aprendido a tener un respeto casi reverencial por las carreteras. Con todo, el episodio más inquietante que recuerdo me ocurrió en pleno centro de la ciudad de México, hace muchos años. Había esperado un taxi durante casi media hora, a las dos de la tarde, y ya estaba a punto de renunciar cuando vi acercarse uno que a primera vista me pareció vacío y que además llevaba la bandera levantada. Pero ya un poco más cerca vi sin ninguna duda que había una persona junto al conductor. Sólo cuando se detuvo, sin que yo se lo indicara, caí en la cuenta de mi error: no había ningún pasajero junto al chófer. En el trayecto le conté a éste mi ilusión óptica, y él me escuchó con toda naturalidad. "Siempre sucede", me dijo. "A veces me paso el día entero dando vueltas, sin que nadie me pare, porque casi todos ven a ese pasajero fantasma en el asiento de al lado". Cuando le conté esta historia a don Luis Buñuel, le pareció tan natural como al chofer. "Es un buen principio para una película", me dijo.
19 de agosto de 1981
Gabriel García Márquez
Viajando
Viajando, uno se topa sobre todo con los vivos. A veces también con los moribundos. Y también con auténticos muertos, depende de los lugares. Hoy, en determinados países, por ejemplo, pueden hallarse en cantidades respetables. Pero también con nuestros muertos, o los muertos que hemos conocido cuando estaban vivos. Puede ocurrir. Puede ocurrir, por ejemplo, que en una modesta pensión de Lisboa, en un domingo de agosto, cuando la ciudad está desierta, uno reciba la visita de su propio padre que lleva tiempo muerto. ¿Por qué no se presentó en casa? ¿Será cierta forma de timidez que tienen los difuntos? ¿Cierta dificultad en volver a un lugar demasiado familiar para él? Puede ocurrir que en una anónima habitación de hotel en Singapur, en lo más alto, en la última planta de un rascacielos, te llegué de pronto la voz de tu tío de Lucca. Menuda potencia de voz, si llega desde Lucca, y resulta de lo más extraño, pues viviendo a escasos kilómetros de distancia nunca te había llegado; uno está durmiendo en un hotel de Singapur y lo despierta la voz de su tío de Lucca. ¿Será posible que al tío de Lucca le hiciera falta que su sobrino se hallara en Singapur para decirle una cosa al oído? ¿De qué dependerá? ¿Será porque esa noche ha visto los telediarios italianos, algo por demás imposible en Singapur? ¿Será porque no te has enterado de que el papa se ha asomado a la plaza con un nuevo sombrero, de que el diputado del partido de la mano dura hoy no ha animado a disparar contra nadie, de que ese periodista televisivo que de humano no tiene casi nada considera sagrado el embrión? ¿Será porque has hecho limpieza de las escorias que contamina la vida cotidiana? ¿Será porque los muertos, al igual que los cetáceos que se comunican con una especie de sonar natural para no ser molestados por todos los sonidos artificiales que contaminan los océanos, sienten la necesidad de aguas acústicamente limpias al objeto de que su voz no se pierda entre el ruido de fondo que nos envuelve?
Antonio Tabucchi