lunes. 20.01.2025
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De los personajes terciarios

Andrés Baldíos

De los personajes terciarios

La gran mayoría de los empleos son males necesarios. Sabido de sobra. Los empleos hacen un cualquiera de ti. Los empleos son sobras para hacerte pasar como migaja desechable. Migaja recluta de una causa tan rebuscada que es rotundamente conveniente: la causa que es para otros, para pocos. Pero en ocasiones no hay más por hacer que el hecho de resignarse a las órdenes de algún sabelotodo con presupuesto ilimitado, presupuesto que te mantendrá a ti y los tuyos a salvo de la miseria.

Siempre me ha parecido intolerable la idea de dar un servicio a flote de las circunstancias; un empleo es una ayudadita más a ese indirecto bien común de respaldarnos unos a otros socialmente hablando (o balbuceando.) Ganarse la vida: siempre me ha aterrado el término. Debo merecerme lo que tengo: la vida. Debo ser capaz de arreglármelas con el resto.

Hay empleos que no producen más que un tedio medianamente asalariado, sin pólizas de regalías y seguros que transforman a uno en los resignados más valiosos de los grandes; después de todo, hace falta un público o algún daño colateral.

Hay veces donde las oportunidades presentan vacíos por necesidad y las opciones se reducen a una vía indeseable.

Mis jodidos jefes son fieros enemigos del Estado. Terroristas alistados y armados hasta la punta del pito cuyo objetivo es un clásico del género de La Maldad: crear paranoia a las grandes naciones y oficializar eventos bélicos, ya sean públicos o de absoluta secrecía.

Podría gastar energías y todo el vocabulario pobretón del que soy apenas capaz de emplear en engrandecer la maestría de mis jodidos jefes en su trabajo de exterminadores, de terroristas sin la más remota pizca de empatía y con las rebuscadas ansias de poder que, para sujetos como yo (secuaces de primera, segunda, tercera, cuarta e innumerable cantidad de grados de devaluación), nos parece ya bastante agotador.

Uno como secuaz sólo desea tener un empleo, sólo desea trabajar. Ganarse las sobras de los poderosos y llegar al respectivo hogar, hacia una fría normalidad que, para terror de los “especiales”, nos resulta hermosa, magnífica y acogedora; sólo lo justo, lo necesario y requerido para subsistir.

Hay veces que el ser secuaz (empleo aún más peligroso que el de un común guardia de seguridad) es la única vía posible hacia la paga considerablemente buena (una cantidad apenas decente para uno y los suyos), hacia las emociones fuertes (siempre expectantes al primer y último ataque a nuestra descuidada retaguardia) y al simple hecho de pertenecer a una comunidad: los incógnitos que el sistema excluyó como errores humanos, daños colaterales, accidentes de borracheras, parásitos sociales o sujetos indiferentes ante lo que sea que ofrezca la sociedad.

El ser secuaz es no tener, en realidad, una familia verdadera de la cual depender o a la cual acudir para sentirse amado. Y de ser así, el ser secuaz es mantener a los allegados a quienes se deben (y quieren) mantener sin poder prometerles que uno regresará a casa sano y salvo.

El ser secuaz significa, para mis jodidos jefes, un «primero tú que yo», un obstáculo para el “héroe” que se desliza asesinándonos uno por uno hasta llegar al asesinato importante: el de mis jodidos jefes.

El ser secuaz significa ser una distracción para darle tiempo al verdadero ser maligno de planificar y practicar su huída.

El ser secuaz es ser un bulto más para la colección de muertos.

Cuando uno es secuaz, un esbirro codificado y alentado a mezclarse con un montón de individuos que, una vez uniformados, lucimos como un comodín desechable en los árboles genealógicos de la vida, cualquier día puede ser el último; cualquier momento, en realidad, es el último. Todo instante está contado. Ni un solo segundo está absuelto de la muerte súbita por parte de quien quiera que intente cruzar los perímetros que vigilamos día y noche, posando como estatuas idénticas, expectantes a la acción, resignados en la espera por la muerte infligida por detractores vistos desde el bando de “los buenos”, asesinos que van y vienen, liquidándonos de uno en uno con rapidez y tino indiferentes: el objetivo es que caigan, dicen, son sus órdenes, todo es un gran “nada personal” y no se den cuenta de ello.

Pero, ¡ah!, en dado caso en que nos demos cuenta de que el “héroe” ronda la base, el “héroe” ha de encargarse de nosotros antes de que logremos hacer siquiera dos movimientos (el primero de estos siempre será la terrible sensación de sorpresa, la lenta digestión del hecho de que nos queda menos de un segundo de vida; apenas medio segundo para reaccionar correctamente). Pero el “héroe” fue entrenado para serlo; nosotros sólo fuimos contratados para permanecer quietos y alertas “en caso de emergencia”. Somos requeridos únicamente en ese temido “caso de emergencia”. En cualquier momento puede llegar algún héroe decidido a terminar con las maldades del gran enemigo (mis jodidos jefes) y destruir todo lo que se interponga en su camino. Nosotros sólo reaccionamos con el instinto de vigilancia intensiva porque nos pagan para mantener los alrededores despejados de intrusos y libres de espías. Nosotros sólo reaccionamos cuando el peligro viene a nosotros. A menos que queramos ir en busca de ése dichoso peligro, debemos ser del más alto rango en cualquiera de los extremos: o el superhombre mata-malos y salva-vidas o el maníaco quien, diría Alfred Pennyworth, sólo quiere ver al mundo arder.

Mientras seamos secuaces, seremos un objeto más en los dominios terrenales de nuestros jodidos jefes… o hasta un material extra en la frivolidad “monumentalista” de sus oficinas. Somos un decorado despampanante para acrecentar su poderosa facha, para verlos vivir mientras nosotros nos aseguramos que basuras como mis jodidos jefes sigan viviendo. ¡Total! ¡Sólo somos secuaces! Nos hallamos en todas partes, desperdigados entre ustedes, ustedes a punto de ser nosotros, nosotros en ustedes.

Los intelectuales y los supervillanos siempre han tenido la razón: nos gusta ser gobernados, de alguna forma u otra, la subyugación es una necesidad latente en nuestras vidas. El “héroe” siempre será un ser patológico y deficiente precisamente porque busca pertenecer a la línea de los “especiales”, y al final, el único éxito plausible para su gloria es el sacrificio. Igual que nosotros. Nosotros somos los “héroes” de nada en particular. Nosotros los secuaces. Anhelamos siempre a alguien delante nuestro, a la vez que deseamos que nos pisen los talones en una competencia eterna. Quien lo niegue es meramente un utopista ilusionado con la reivindicación del espíritu para alentar sus principios reales: el odio y el poder, el poder y la rabia. Quien niegue la subyugación es, en efecto, un secuaz más de la ilusión; la esperanza es también un mal para quienes sólo creen en ella.

¡Soy sólo un secuaz! ¡Hecho y derecho! Somos ese daño colateral en la misión del “héroe”. Eso que va y viene para lucir como una incómoda multitud insistente en bloquear al “héroe” a quien jamás podremos ganarle.  ¡Seamos honestos, puta madre! ¡Si uno como secuaz observa que a su alrededor hay demasiados como él, sólo puede significar una maldita cosa: que el “héroe”, en efecto, es demasiado bueno como para contratar sólo a unos cuantos guardaespaldas que puedan derrocarlo, al menos, hasta un tercer golpe! ¡Lógica detectivesca! ¡Ridículo y terrible! Al tiempo que nos contratan, nos transforman en una maldita plaga gratuita. ¡Gracias, gracias!

No estudié una carrera de la que me sienta orgulloso. No estudié, de hecho, ninguna carrera. Heme aquí perdiendo el tiempo, ocupándome de vigilar los portones y aberturas secretas de las que siempre, por pura y estúpida y ridícula casualidad, sólo conocemos nosotros, mis jodidos jefes y el jodido “héroe”. Encargándome de que ningún héroe en la contraparte de nuestro empleo ose entrar y llegar al meollo de estos enredos terroristas de mis jodidos jefes.

Mis jodidos jefes son una bandada de sociópatas masivos con suficientes recursos monetarios para darse la satisfacción de poseer secuaces al por mayor y dispersarlos por una base secreta que bien podría servir como un buen refugio para incidentes atómicos, para proteger a la gente, para contemplar a grandes rasgos las posibilidades de una seguridad civil como nunca antes se ha contemplado. Pero no, mis jodidos jefes se adoran a sí mismos y al poder, aman cada milímetro de su persona demasiado como para no verse lo suficientemente satisfechos con una mansión dentro de otra gran mansión. Necesitan una base de proporciones inhóspitas y reforzadas con el mejor concreto del mundo, todo para proteger sus cuerpos que, en cualquier enfermedad terminal (como lo es la vida misma), podría destruirse en cuestión de tiempo. Tarde o temprano morirán (todos moriremos de alguna forma u otra), y eso es algo que mis jodidos jefes o no entienden o entienden a sobremanera (creen que, de vivir sólo una vez, es mejor no caminar jodido por este valle de lágrimas).

Dependo de ellos, de mis jodidos jefes, y mi trabajo está basado en esta “fidelidad condicionada” por la asistencia monetaria. Todos necesitamos dinero. Así nos creó la civilización, así nos demandan los seres humanos que la organizan y así es la cosa y no hay más por qué lamentarse.

Pero siempre existirán los peros… aún en los casos sin salida…

¿Y qué pasaría si…?

¡Claro! ¿Y si hago valer mi vida? ¡Mejor aún! ¿Y si hago valer mi muerte? ¡Puedo hacer valer el sacrificio que deberé hacer algún día, con la certeza de que será aplaudida por el mundo entero, muy a pesar de que nadie sepa que fui yo el que la llevó a cabo!

¿Y qué acción? ¿Un atrevimiento? Sí, el más grande de ellos.

Aquí, ahora, en la gran oficina en la que mis jodidos jefes han decidido llevar a cabo su reunión. Yo soy el único vigilando la puerta. Soy el único capaz de…

¡El “sacrificio” ni siquiera será del todo un “sacrificio” como tal! ¡Sólo soy un secuaz! ¡No valgo ni la mala palabra de uno de mis jodidos jefes dirigida al “héroe” enemigo! ¡Puedo hacerme valer! ¡Guardo conmigo un par de granadas, una Ingram MAC M10 calibre 11,43 mm y una Heckler & Koch de considerables 700 disparos por minuto! ¡Nada mal! ¡Además de la paga me proveen un armamento decente! La paranoia de mis jodidos jefes, en realidad, siempre es conveniente para nosotros: los secuaces, los indiferentes, los que viven única y exclusivamente para morir.

¡De aquí soy! ¡Ésta es mi razón para morir! ¡Por esto sigo vivo! ¡Acabaré con esos jodidos hijoputas malparidos y libraré al mundo de ellos de una buena vez por todas! Si me descubren y soy asesinado, ¡no importará un carajo!, yo habré cumplido mi misión y habré hecho un bien tan… tan… tan magníficamente bueno que no requerirá de presentación alguna. Simplemente sucederá y el mundo estará a salvo… ¡simplemente será y será! ¡Ésta es mi misión! ¡Aho---El héroe salió de los conductos de ventilación sobre el único guardia que se hallaba en la puerta y rompió su cuello en un instante. Le quitó su armamento, reforzando su equipo con municiones de sobra para la carnicería que estaba por comenzar. El héroe asomó la mirada por el resquicio de la puerta entreabierta y contempló matemáticamente las posibilidades de largo y corto alcance entre él y los grandes jefes terroristas que ahí negociaban. El héroe observó la tranquilidad con la que bebían sus gratificantes alcoholes y sus balsámicos puros. Recargó la ametralladora de su elección y alistó un par de granadas que le había quitado al guardia. Estaba listo para entrar en acción, para salvar el día…

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Andrés Baldíos es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.