Es lo Cotidiano

Camina, no corras

Esteban Cisneros

Camina, no corras

La primera canción que pude tocar completa en una guitarra era Walk Don’t Run, versión de The Ventures. Mi rendición de la canción surf en cadencia andaluza original de Johnny Smith era incompetente, pero fogosa y persistente; creo que eso puede decirse aún hoy, muchísimo tiempo después, de la manera en que toco. No puedo abandonar el párrafo sin anotar que la versión de Smith data de 1954; cuatro años después Chet Atkins la versionó, convirtiendo un jazz instrumental (basado en un estándar jazz, Softly As In A Morning Sunrise de Oscar Hammerstein II, cuya única versión que me viene a la menta ahora es una de Bobby Darin) en un fingerpicking rural bastante bonito.

La versión de los Ventures llegó en 1960 y fue regrabada cuatro años más tarde (y diez después de la grabación de Johnny Smith) por el mismo combo pero con un beat más persistente y una guitarra descaradamente surf, imitando el sonido de Dick Dale, más un órgano, un montón de reverberación y una producción a lo Joe Meek que funciona bastante bien. Me quedo, eso sí, con la versión ’60, que es la que escuchaba cuando era un mozalbete. Conocí la canción, por cierto, por culpa de mi madre.

Ella creció en los tardíos 70 en Querétaro como una precoz Stephanie Mangano que pedía cocteles dulces que sorbía en pequeños descansos entre baile y baile. Sus compañeros inseparables y escoltas eran sus hermanos mayores; uno se hizo futbolista (aunque ya hace mucho que no juega) y pasa su crisis de mediana edad recorriendo su ciudad en scooter y cuidando sus obsesiones: estadísticas de deportes, películas bélicas, canciones con guitarras acústicas y ropa Adidas (a veces veo en él a Chas Tenembaum y hasta se parece un poco a Ben Stiller). El otro se volvió a una oficina porque no quedó más salida, pero quien lo vio en aquellas épocas habla de él en los siguientes términos: el mejor bailarín del condado, el jipi más elegante jamás visto, una mente brillante, un tipo tímido pero con gran personalidad. Era uno de los cabecillas de un grupo de teatro independiente y callejero –cosa que, entonces, era bastante transgresora; hoy no significa gran cosa– de nombre enigmático y dadá: Zamarosa Zeri. Espero estar escribiéndolo bien.

Ahí estaba, entonces, esa moza, rodeada de variadas músicas: los hermanos mayores, que eran muy mayores, escuchaban la música de sus padres. Luego llegó la pariente rock: chaquetas de cuero, motocicletas y tupés. Elvis esto y Elvis aquello. Escándalo. Los que siguieron inevitablemente se debatieron entre los Bitles y los Cridens, ganando siempre los primeros. Siempre fui un niño curioso e invariablemente recuerdo que los discos que había en casa de la abuela tenían una manzana verde en la etiqueta de un lado y una manzana partida a la mitad (pero aún no en fase de oxidación) del otro. Lado 1 y 2, cara A y B.

Y los herederos de la pelea Bitles versus Cridens llegaron en la época del progresivo y la música disco. El primero era bonito y servía para poner de fondo mientras los Zamarosa Zeri representaban bajo el sol Juicio a un paraguas de Eduardo Quiles. El segundo era emocionante, se podía bailar y era lo mejor para un sábado noche lleno de energía y juventud. Era lo que había y además era bueno. Así que allí estaban, mi madre y sus dos escoltas, un deportista impecable y un actor de teatro callejero, bailando como alucinados, uno dos tres.

Pero ella nunca tuvo suficiente. Esas músicas estaban muy bien, pero había muchos discos en casa que no podía abandonar, pobrecillos. No era una colección impresionante, pero sí hablaba muy bien de lo que había pasado con esa familia: Javier Solís y la Sonora Santanera, el himno de las Chivas en 7”, un 45 de canciones sobre los Atletas Campesinos, Elvis, Bitles y Cridens, Paul Anka y Deep Purple, Iron Butterfly y Dvořák, ABBA y Pedro Infante, corridos pelados y monólogos de actores del método, bandas sonoras y discursos papales. Y esa joven, acostumbrada a leer los libros que papá y los hermanos mayores traían a casa (porque mi abuelo trabajaba con las manos y se ensuciaba el overol, pero no podía pensar en una vida sin libros), veía en los discos otra manera de contar historias. Y sabía bien que con una canción sólo bastan tres minutos para que la mente se sature de imágenes y el corazón de conmociones, así que la aguja se murió en cumplimiento de su deber porque a diario debía pasar por surcos y surcos de vinilo polvoroso.

La acción se adelanta algunos años y ya existen los cedés y también existen seres humanos pequeños que concibió y crió esta chica que bailaba y leía y escuchaba discos. Yo soy el mayor y me da por curiosear en los discos viejos de la familia. Todo coincide con la compra nostálgica que hace ella de una caja de discos compactos a una editorial muy famosa: los maravillosos 60 o algo así. No recuerdo. Lo que sí recuerdo es el folletín y la horrenda portada, las canciones, la emoción. El reto de 12 horas continuas encerrado en el cuarto escuchando música, que gané a mis compañeros del sexto y que incluso superé por una hora o más, ya no sé. Y escuchar Walk Don’t Run de The Ventures por primera vez. Había una guitarra en casa. La afinaba un viejo, amigo de mi padre y compañero de sus domingos de béisbol, cada fin de semana. La afinaba para mí, porque debía aprenderme Walk Don’t Run.

La secuencia es simple: vi-V-IV-III. Y me encanta. Y eso que el flamenco nunca me ha gustado – no le entiendo, es mi culpa, soy un pelma. Es invariable: me gustan casi siempre las canciones con esa secuencia. Happy Together. Hit the Road Jack. Good Vibrations. Moonage Daydream. Jazz à gogo. This Time Tomorrow. Nights in White Satin. Don’t Let Me Be Misunderstood.

Y me gusta más por toda la historia que tuvo que ocurrir entre personas a las que amo para que pudiera yo escuchar Walk Don’t Run de The Ventures. Y para encontrar mi propia obsesión. Y compartirla. Así es la sangre. Y llama. Y no se detiene.

C/S.

***

Esteban Cisneros (León, Guanajuato) Panza verde, músico de tres acordes, lector, escritor, dandi entre basura. Cuanto sabe lo aprendió entre surcos de vinilo y vermú. Cree con fervor que la felicidad son los 37 minutos que dura el primer disco de Dexys Midnight Runners. Procura llevar una toalla a todos lados por si hay que hacer autoestop intergaláctico.

[Ir a la portada de Tachas 156]​