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Museo de Geología de la UNAM

Gabriela Mosqueda

 

En México, el primer espacio que se construyó para que fuera un museo fue éste. Por supuesto existieron otros antes (el primero en México se inauguró en 1790, un Museo de Historia Natural que no sobreviviría los saqueos de la Guerra de Independencia), pero en edificios que se habían construido con otra intención.

Porfirio Díaz quiso que se construyera un edificio con la sola intención de que funcionase como museo, contrario a muchos de los otros de la ciudad de México (Bellas Artes sólo iba a estar dedicado al teatro, el Munal antes era un edificio de oficinas de gobierno) que ocupan espacios originalmente destinados a otras funciones. Este museo, que ahora podría parecer modesto, sigue en pie y, un poco como todo lo que ha sobrevivido desde el porfiriato a más de 100 años de distancia, se ve nostálgico y preciosista, gastado y viejuno. El estuco centenario del techo, con diseños botánicos, está agrietado y da un poco de miedo que se caiga a trozos; hay una escalera preciosa en la entrada, pero no te dejan subir por ella para poder conservarla mejor, bemoles de las construcciones que se convirtieron en patrimonio catalogado.

La sensación al entrar recinto es fantástica. Es lo que imaginabas que había en un museo cuando eras niño: un esqueleto gigante de mamut te recibe, hay fósiles de ciempiés y trilobites, reproducciones de cabezas de tricératops y cráneos de tigres dientes de sable. También aprendes que la mayoría de estos animales vivieron en lo que hoy es México. Hay mapas y diagramas evolutivos y todo, aunque viejo, logra captar la atención y comunicar su mensaje.

Seguramente durante los años 90 recibió una inyección de modernización, y en una parte hay interactivos dedicados a explicar la interacción de las placas tectónicas, las formaciones rocosas, la evolución de las capas de la tierra, los sismos y gran cantidad de cosas que serían interesantes, si los interactivos funcionaran y si los acrílicos que en algún momento se creyeron futurísticos e inmunes al envejecimiento no se hubieran vuelto amarillos. Ahora sólo entretiene porque la tecnología del pasado nos parece graciosa.

Pese a las evidentes dificultades de un museo al que seguramente se le dedica muy poco presupuesto, sorprendentemente cumple a cabalidad su misión pues tiene muchos visitantes, especialmente estudiantes, un programa educativo y actividades complementarias.

Prendada de nostalgia, diré que es triste ver la falta de interés o franco olvido de este tipo de museos, pero vale la pena visitarlo, si acaso sólo por el flashazo de infancia.

 

MUSEO DE GEOLOGÍA

Jaime Torres Bodet 176,

Santa Maria la Ribera, Ciudad de México

 

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Gabriela Mosqueda (León, Guanajuato, 1986) es licenciada en Comunicación por la Universidad Iberoamericana León con Maestría en Museografía y Gestión de Exposiciones por el Instituto Superior de Arte de Madrid, España. Ha colaborado en museos estatales y federales, galerías y colecciones privadas en Guanajuato y la Ciudad de México, donde actualmente vive y trabaja.

 

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