MICHAEL JACKSON COMO SÍNTOMA: MEDIOLOGÍA Y ECONOMÍA POLÍTICA DE LA MÚSICA POP A FINALES DEL SIGLO XX (1)
Un ruido secreto
Héctor Gómez Vargas
Todavía no se ha comprendido que el mundo no se mira, se oye. No se lee: se escucha.
Jaques Attali. Ruidos
A finales de la década de los ochenta, Greil Marcus publicó su libro, Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX, y el punto de partida es aquel momento en que Johnny Rotten, de los Sex Pistols, interpreta “Anarchy in the UK”. Al principio del prólogo, Marcus (2011: 12) cita a Elvis Costello –antes de ser Elvis Costello– y de su experiencia al ver en la televisión inglesa a los Sex Pistols el 2 de diciembre del 1976:
Dios, ¿viste a los Sex Pistols por la tele ayer por la noche? De camino al trabajo, estaba en el andén, era por la mañana, y todos los viajeros leían periódicos, en cuyos titulares aparecían los Sex Pistols… y habían dicho A TOMAR POR CULO en televisión. Era como si hubiera ocurrido la cosa más terrible del mundo. Sin duda es un error confundirlo con un importante acontecimiento en la historia, pero fue una mañana gloriosa, sólo de oír como la presión arterial de la gente subía y bajaba a causa de eso.
A lo largo del libro, Marcus expone que la experiencia de Costello no fue la única, sino que fue similar a un incendio que aconteció de un día para otro ante la emergencia de una nueva manifestación de la música como sería el punk a mediados de los setenta. La experiencia, y el mismo recuerdo de Costello, llevan a considerar dos elementos desde los cuales Greil Marcus reflexiona ampliamente en su libro.
Primero, se refiere a la experiencia de las personas cuando viven un acontecimiento que tendrá un impacto ampliado para llegar a ser algo que transforme a la historia, las formas sociales y simbólicas, la manera como las personas experimentan a partir de entonces su vida personal, la vida social y el mundo en general. Es un tanto el saber diferenciar la forma como los tejidos de lo ordinario, es decir, de lo que está sucediendo en la vida ordinaria y conforme discurre, se tejen de una manera por la cual las cosas no vuelven a ser iguales para un determinado grupo de personas, primero, y, después, para la sociedad en general. Es un tanto lo que expresa el mismo Marcus (2011: 13):
Pero ¿qué es la historia a fin de cuentas? ¿Es simplemente una cuestión de acontecimientos que dejan tras de sí esas cosas que pueden ser pesadas y calibradas –nuevas instituciones, nuevos mapas, nuevos dirigentes, nuevos ganadores y perdedores-, o es también el resultado de algunos momentos que parecen no dejar nada detrás, nada excepto el misterio de espectrales relaciones entre personas separadas por una gran distancia espacial y temporal, pero que de algún modo hablan el mismo lenguaje?
Segundo, un tanto la observación de una serie de momentos en la historia de la música pop, por el cual, se gesta un vínculo con ciertos hechos sociales, con ciertos sonidos, que “crea símbolos irresistibles de la transformación de la realidad social” (Marcus, 2011: 10) y, como en el caso de la emergencia de los Sex Pistols, las cosas no son tan simples ya que “eran una propuesta comercial y una conspiración cultural; habían sido lanzados para transformar el negocio musical y sacar dinero de esa transformación, pero Johnny Rotten cantaba para cambiar el mundo. Al igual que todos aquellos que durante un tiempo encontraron sus propias voces en la suya” (2011: 11).
El primer apunte nos lleva a considerar las transformaciones de la economía política que se genera y se disemina en la vida de las personas se torna un orden social y colectivo, pero el segundo nos lleva a considerar la transformación de la dimensión simbólica que se gesta a partir de transformaciones en la semiósfera que provienen por la mediología predominante, y en ambos casos se puede observar el papel que ha tenido la cultura mediática y masiva desde la década de los cincuentas por lo menos.
Lo expresado por Marcus sobre los Sex Pistols es un tanto lo que han expresado muchas personas de otros momentos de la historia de la música pop cuando la gente experimentó algo que se tejía con la música y con ello el mundo parecía otro, o las ganas de hacer que el mundo fuera otro. Un tanto como la experiencia que cuenta Hanif Kureishi (2004: 125) cuando él y parte de su generación descubren a los Beatles, quienes “hacían cultura una y otra vez, sin ningún esfuerzo, incluso mientras gesticulaban y hacían guiños ante las cámaras como si fueran escolares”, y se entiende como un momento dentro de la economía y la política simbólica de una generación de jóvenes que están creciendo y que, a diferencia de sus padres, encuentran en los músicos y en los deportistas un modelo y una guía que no encontraban en las figuras políticas, militares, religiosas. Dice Kureishi:
Después no sabíamos que hacer con nosotros mismos, a dónde ir, cómo exorcizar la pasión que habían despertado los Beatles. Lo habitual ya no era suficiente; ¡ahora ya no podíamos aceptar lo común de cada día! Deseábamos el éxtasis, la magnificencia, lo extraordinario: ¡hoy!
Para la mayoría, este placer sólo duró unas pocas horas y entonces se esfumó. Pero para otros abrió una puerta al tipo de vida que quizá, algún día, se pudiese alcanzar. Y así los Beatles pasaron a representar las posibilidades y las oportunidades. Eran oficiales de carrera, un mito para guiarnos, una luz qué seguir.
Para Marcus su libro comenzó como una forma de comprender la fecundidad de la música como cultura, esto es, la manera como ciertos sonidos se materializaban y organizaban la materia simbólica para generaciones enteras de personas, y que estos momentos eran experimentados como una auténtica invención en la cultura. Esos momentos se vinculaban de manera secreta con diálogos entre la cultura de distintos momentos de la historia. Es por ello que Marcus se mueve por distintos hilos temporales para exponer la manera como Johnny Rotten abre la música a una nueva sensibilidad que será parte importante y fundamental de la cultura hasta mediados de los ochenta, un momento donde la segunda oleada punk decrece (Reynolds, 2013), y asciende una nueva etapa del pop y cuya manifestación más emblemática fue Michael Jackson, quien representa una nueva etapa en la economía política de la música y de la cultura, aquella que emergió antes de cruzar los múltiples umbrales entre el siglo XX y el XXI. Por ello Marcus visita la época de Michel Jackson y acuña un término: jacksonismo.
El 6 de julio de 1984, cuando los Jackson dieron en Kansas City, Missouri, el primer concierto de su gira “Victory”–treinta años y un día después de que Elvis Presley grabara su primer disco en Memphis, Tennessee-, el jacksonismo había producido un sistema de mercantilización tan completo, que todo objeto o persona que fuese admitido se convertía instantáneamente en una nueva mercancía. La gente consumía mercancías en el sentido convencional del término (discos, videos, pósters, libros, revistas, llaveros, pendientes collares imperdibles botones pelucas aparatos para alterar la voz camisetas ropa interior sombreros bufandas guantes chaquetas… ¿y por qué no había unos jeans llamados Billie Jeans?), sino que consumía sus propios gestos de consumo. Es decir, no consumían a un Michael Jackson taylorista o cualquier facsímil autorizado, sino a ellos mismos. Montar en una cinta de Moebius de puro capitalismo, eso era la transubstanciación.
El jacksonismo produjo la imagen de una explosión pop, un acontecimiento en el que la música atravesaba las barreras políticas, económicas, geográficas y sociales, en el que se insinuaba un nuevo mundo, en el que nuevos conciertos podían reemplazar momentáneamente las divisiones hegemónicas de la vida social. Parte sustancial de este acontecimiento fue una avalancha de publicidad organizada, pero también una epidemia de tráfico de rumores vulgares, una sensación de novedad diaria tan fuerte que el pasado parecía irrelevante y el futuro, presente. De todas estas maneras el jacksonismo tenía su peso. Michael Jackson ocupaba el centro de la vida cultural norteamericana: ningún otro artista negro, en el pasado ni en el presente, se le podía comparar (Marcus, 2011: 120-121).
La visión del jacksonismo por parte de Marcus es como aquella propuesta de Jaques Attali (2011: 12) en el sentido de que es una forma de imaginar otras formas de reflexionar y teorizar sobre las nuevas realidades sociales y culturales que provienen a partir de la música porque, por un lado, la música es una forma de organizar el ruido, el caos y, en segundo lugar, al organizar el ruido se fabrica a la sociedad. La música es un instrumento de conocimiento por el cual se pretende descifrar una forma sonora por la cual algo sucede en la sociedad.
Pero igualmente el jacksonismo remite a aquello que señala Attali (2011: 11) de que nada importante sucede en donde el ruido no esté presente, ello por dos argumentos. Primero, que al escuchar los ruidos de una época o de una sociedad “podremos comprender mejor a dónde nos arrastra la locura de los hombres y de las cuentas, y qué esperanzas son todavía posibles”. El ruido que se torna sonido es el mundo de la cultura que organiza la vida social: es la organización de la vida simbólica y afectiva de los colectivos. Segundo, es el mundo de las cuentas, de las estadísticas, porque “donde quiera que la música esté presente, también está ahí el dinero”, y la música transformada en mercancía anuncia “una sociedad del signo, de lo inmaterial vendido, de la relación social unificada en el dinero”. Por ello la música habla, más que lo visual y lo impreso, del mundo del mañana, del mundo que está por llegar, porque mientras “está ocurriendo” se están formando los signos de las experiencias que serán las relaciones sociales del futuro[1] (Attali, 2011: 12).
Para el caso del jacksonismo, esto quiere decir que fue un periodo donde, por los ruidos que estaba escuchando la gente, algo se estaba moviendo, era algo excitante y anunciaba un mundo del mañana, y que sus sonidos se podrían rastrear de los ruidos que comenzaron a darle forma a la experiencia con la irrupción de la música punk, y ésta estaba presente en los sonidos de la música progresiva y del glam rock de principios de la década de los setenta; que de manera intempestiva aparecía un ruido que se estaba formando años antes. Pero igualmente el jacksonismo habla de la música que hoy se está forjando para ser escuchada en el futuro, porque representó una fractura de época y de producción y consumo de signos dentro de una economía y una mediología que se transformó a partir de mediados de los ochenta, y que hoy está presente dentro de los entornos de una cultura global, el ciberespacio y la comunicación digital.
Para Greil Marcus el último concierto de los Sex Pistols es un acontecimiento que tiene estatura de historia porque anuncia los sonidos, las formas simbólicas de la música que vendrán a continuación, al igual que señala los hilos del pasado que regresaron a la escena punk y que abrieron los Sex Pistols, todo ello como parte de un síntoma que, retomando a Attali (2011: 12), no significa teorizar sobre la música o la cultura, sino por la música y la cultura que abrió Michael Jackson, quien se convirtió en un síntoma, algo más que una anécdota o un nombre: una época.
Es entonces cuando podemos entender la propuesta del libro editado por Mark Fisher, Jacksonismo. Michael Jackson como síntoma, cuando el mismo Fisher (2014: 9) declara que el libro nació de la idea de que la muerte de Michael Jackson debía ser tratada de una manera distinta a los tributos que se le han hecho, ya que todos los autores que contribuyeron en el libro “coinciden en que fue un síntoma que requiere ser considerado y analizado”. Dice Fisher (2014: 9-10):
Está claro que su muerte, que ocurrió justo después de la desintegración de la economía y de la elección de Barack Obama como presidente de los Estados Unidos, tuvo lugar en el final de una era que él mismo, más que nadie, había ayudado a definir.
El libro se aparece, entonces, como una serie de reflexiones sobre aquel ruido secreto que se forjó a partir del jacksonismo: la cultura colectiva de su época que emanó a partir de la economía política de la música apareció con la música de Michael Jackson, la forma como desplazó otras formas de organizar la música pop, y las avenidas que abrió para la era digital.
Continuará.
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BIBLIOGRAFÍA
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Héctor Gómez Vargas (León, Guanajuato, 1959) es autor de libros sobre cultura popular y subculturas, la radio, la música y los fans en el siglo XXI. Es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Colima, investigador del SNI y académico en la Universidad Iberoamericana León.
[1] Al respecto dice Attali (2011: 14): “En los códigos que estructuran los ruidos y sus mutaciones, se anuncian una práctica y una lectura teórica nuevas: establecer relaciones entre la historia de los hombres, la dinámica de la economía y la historia del ordenamiento de los ruidos dentro de códigos: predecir la evolución de la una por las formas de la otra; interpenetrar lo económico y lo estético; mostrar que la música es profética y que la organización social es su eco”.