miércoles. 24.04.2024
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Μελαγχολια

Leonardo Biente

Μελαγχολια

No es que esté ausente. Sigo aquí, al lado tuyo; lo que pasa es que estoy callado.

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Te levantaste de la cama: un cuadro muy común. Viste tu rostro en el espejo. Hiciste una mueca de desagrado: no te gusta tu cabello. Cuántas veces te he dicho que me gusta tu cabello. ¿Por qué a ti no? De fondo, una suave música de Rachmaninoff marca el ritmo de tus movimientos. No te has dado cuenta de que te observo.

Pasas tus dedos por tu cabello y tomas agua entre tus manos. La dejas caer por entre tus dedos, y sientes que así se va tu tiempo. Es normal que lo dejes ir así como dejaste ir al agua. “No pensaré más, es malo para mí”. Leo tu mente. La leo a través de tus ojos. No necesitas decirme nada. Tú lees en mí como un libro abierto; yo leo lo que piensas aunque tú no lo sepas.

Sales a la calle; te pones tu gorro y dejas que el aire toque tu rostro, que lo acaricie como te acarició su mano alguna vez. Lo recuerdas, pero lo sientes tan lejano. Recuerdas su olor, por sobre todas las cosas. Tratas de olvidarlo, porque las lágrimas amenazan con salir. Siempre lo haces. Siempre te guardas las lágrimas para ti. Sigues adelante, caminando hacia ninguna parte, mientras dejas que se vaya él de tu mente: ya no lo necesitas, sólo te trajo dolor. “Tal vez es que extraño ese dolor”.

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Subiste al auto. Saliste de tu casa apresurado, con un impulsivo deseo de salir, de que el viento te acariciara el rostro como ella lo hacía tiempo atrás. La recuerdas, pero la sientes tan lejana. Recuerdas su calidez, por sobre todas las cosas. Te viene a la memoria aquella tarde, y una lágrima corre por tu mejilla. Te miras en el retrovisor: hoy sí que te ves mal. Te ríes, tratando de espantar el llanto, y prendes la radio. Enciendes el motor y sales a la calle, conduciendo tranquilo por las calles, que hoy se encuentran extrañamente solas. Te detienes en el semáforo. Bajas la cabeza un momento y cierras los ojos. En la radio Robert Smith canta: However far away I will always love you. Con la mano temblorosa, aprietas el botón y la música calla. La luz se pone en verde; apenas pisas el acelerador y el auto se queja, tan acostumbrado a siempre correr.

Miras por el retrovisor, pero no hay nadie detrás de ti. Por un momento, la sensación se hace casi insoportable. Sientes que te siguen. Pero no te pongas nervioso. Soy yo, que puedo verte desde acá. No puedo leer tus ojos como leo los de ella, pero puedo saber qué harás. Eres tan predecible.

Otra luz roja. Sientes la tentación de avanzar, pues las calles están vacías, pero algo te hace esperar. Miras alrededor: todo es tan gris. El cielo, las calles, los edificios, todo es gris. Incluso tu piel se vuelve gris al mirarla. Juntas tus manos como si fueras a rezar y las recargas en tu barbilla. La luz se pone verde, pero no avanzas. Te quedas mirando al frente, como perdido. En tus ojos no leo nada, pero tiemblas. Sé qué piensas. Pero ya no es posible. Perdiste tu partida por apostar tan confiado y ahora nada será igual. Ya no puedes recuperar lo que has perdido. Una lágrima quiere escapar, pero la contienes. La luz se pone en rojo y avanzas a toda velocidad.

+

Estabas esa tarde consciente de lo que pasaba alrededor. Apagaste las luces y avanzaste hacia donde estaba sentado él. Aunque estaba oscuro, supiste que estaba allí porque lo olías. Lo besaste y él te besó. Lo tocaste y él te tocó. No necesitaban decirse nada. Tus ojos se acostumbraron rápido a la oscuridad, y acariciaste su cabello. “Nunca lo dejaré ir”. Él tocó tu rostro, pasó su dedo índice por tu nariz y se detuvo en la punta de ésta. No había música de fondo: no la necesitaban.

Afuera un perro aullaba de frío; adentro nada importaba. Te sumergiste en la realidad que vivías. “Ojalá el tiempo se congelara en este instante”. La desnudez total, dijiste después.

Hoy cantas el blues recordando aquel momento. Nadie lo sabe, sólo yo. Pero cuando tu voz se quiebra dramáticamente, es ese el momento en que su olor invade el aire. Es cuando empiezas a gritar -yo lo sé- porque quieres que el olor se vaya. Pero mientras más gritas, el olor se vuelve insoportable. Entonces bajas la voz, casi susurras. Una gota de sudor cae de tu nariz y se estrella en el suelo. La sigues con la vista. Te agachas y besas el piso, justo el lugar donde murió tu sudor. Es ahora una lágrima la que cae. Tratas de recogerla, pero es inútil. Dejas que la guitarra siga tocando: los acordes te hipnotizan y cada rasgueo es una aguja que se clava en tu piel. Duele. Cierras los ojos, temiendo encontrarte con su imagen, pero él ya no está. Apoyas tus manos en el piso, y te concentras en el sonido del tambor. Te quedas largo rato ahí, escuchando la música. No sabes cuánto tiempo pasa, pero la música sigue sin detenerse. “Ojalá el tiempo se congelara en este instante”. Tus manos tiemblan, tu corazón late con fuerza y en tus ojos leo amor. Te incorporas bruscamente, y me das la espalda: te olvidas que aquí estoy, pero no importa.

Tomas aire y vuelves a gritar. Tu grito es tan estremecedor que el mundo entero calla. Todos escuchan tu canto. Y en las mentes y en las almas de toda esa gente que se detuvo a escuchar (muchos pasaron de largo, pero murieron segundos después) ese blues quedó sonando hasta el día de sus muertes.

*

Detuviste el auto al llegar al muelle. Sólo había una embarcación, y el sol comenzaba a ocultarse. Saliste del auto y, con las manos en los bolsillos, empezaste a silbar una tonada cualquiera. Era una canción vagamente conocida, pero no recordabas dónde la habías escuchado. Repasaste mentalmente las canciones que te gustaban. Pero no era ninguna de ellas.

Recordaste aquella tarde, en que ella apagó las luces. Tardaste mucho tiempo en acostumbrarte a la oscuridad, pero no importaba. Querías verla, pero podías sentirla. Deslizaste tu dedo índice por su nariz, desde las cejas y hasta llegar a la punta, como acostumbrabas hacerlo. Ella parecía tan frágil; no querías lastimarla. Besaste sus manos y sus pies. Te olvidaste de todo: aquel cuarto era un paraíso con las luces apagadas y las cortinas corridas. Era un paraíso sin música de fondo, que prometía nunca terminar. Sin embargo, estabas consciente de que todo tiene un final, y no disfrutaste el momento pensando en aquel final. Cuando sus labios se separaron sentiste que caías.

Esa misma sensación te invadió el cuerpo al mirar el horizonte. El sol se reflejaba en el mar; nunca te pareció más deprimente una puesta de sol. Le diste la espalda al mar. Esa melodía seguía en tu mente, pero no podías recordar. Pero era tan cálida, tan llena de... ¿de qué? No lo sabes. En realidad, no sabes nada; pero tampoco lo sabes. Besaste las palmas de tus manos y de repente sentiste náuseas. Te pusiste en cuclillas, pero la náusea se escapó corriendo, no así la melodía. Comenzaste a desesperar. Volviste tu cabeza hacia el mar, pero sentiste que te reclamaba, así que te levantaste y te subiste al auto. Lo encendiste y volviste a aquel lugar de donde habías salido. Querías regresar a casa.

Te detuviste en tu caminar para contemplar, desde aquel lugar cercano al mar, la puesta de sol. Te preguntaste si habría alguien en el mundo quien le diera la espalda a tanta belleza. Por un momento olvidaste que existías y te perdiste en el horizonte. “Ojalá el tiempo se congelara en este instante”. Te dejaste llevar por el sonido del silencio, mientras todo comenzaba a oscurecer. A tus espaldas, la ciudad moría, pero tú estabas a salvo.

Y con la mirada perdida en el horizonte, te sentaste sobre una roca. Te quitaste el gorro y posaste suavemente tus manos sobre tus piernas. Cerraste los ojos. Me acerqué caminando a ti, pero no me escuchaste. Estabas sumergida en tus pensamientos. No te quise interrumpir, porque yo podía leer lo que pensabas. Me senté junto a ti, pero tú no abriste los ojos. Ni siquiera sentiste mi presencia. Quería tocar tu rostro, pero no me atreví. Esperé a que abrieras los ojos.

Cuando lo hiciste no te sobresaltaste. Me miraste y sonreíste solamente. Tus ojos me dijeron que me estabas esperando, y traté de decir algo. Pusiste tu mano sobre mi boca. No era necesario decir nada. Tomaste mi mano y bajaste la vista. Me incliné para ver qué tenías pero levantaste la cabeza de manera brusca. Me miraste de nuevo, de pies a cabeza, y reíste. Reí contigo.

Miramos el horizonte. El sol se puso y la luna no quiso salir. Estaban las estrellas para iluminar la noche. Recargué mi cabeza sobre tu hombro. Acariciaste mi cabello, dejando caer tu gorro sobre la arena. Hice un movimiento para recogerlo pero me detuviste. Toqué tu rostro. Aquel que escuchaba esa tonada en su cabeza, que era en realidad tu blues, realmente fue afortunado. Te tuvo en sus brazos un momento, pero nunca se dio cuenta, sino hasta que te fuiste.

La noche cayó, pero nosotros no.

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No es que esté ausente. Sigo aquí, al lado tuyo; lo que pasa es que estoy callado.

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Leonardo Biente
es escritor y poeta. También es empleado de día.

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