sábado. 20.04.2024
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La La Land: Canto a lo que pudo ser

Fernando Cuevas de la Garza

La La Land: Canto a lo que pudo ser

En cuanto género clásico, el musical se inscribe en una lógica que permite ponerle un alto al flujo de los acontecimientos y sublimarlos para crear una realidad paralela: los problemas se cantan, los romances se proclaman y los conflictos se coreografían. El mundo de tonos grisáceos se pinta de colores. Pero también el dolor se acentúa, la melancolía se potencia y la tristeza termina por profundizarse, como sucede en Bailando en la oscuridad (Von Trier, 2000). En términos narrativos, los musicales apuestan a la ruptura de la lógica y solicitan del espectador su complicidad para entender que el relato, a fin de cuentas, se desliza más por el pentagrama que por la página en blanco.

Escrita y dirigida por el oriundo de Rhode Island Damien Chazelle, volviendo al eje musical y en particular del jazz, explorado en Guy y Madeline en un banco del parque (2009) y en Whiplash: Amor y obsesión (2014), sus dos películas anteriores, La La Land: Una historia de amor (EU, 2016) es un homenaje entre celebratorio y nostálgico de tiempos en apariencia idos pero que permanecen mirando hacia el futuro y tratando de convertirse en él, como lo plantea el músico John Legend en una de sus líneas de diálogo: rememorar una forma musical tan vital como el jazz; un género colorido como el musical; una ciudad que en sus contrastes encuentra su fuerza como Los Ángeles; unos jóvenes con aspiraciones y, por supuesto, un enamoramiento sin dobleces.

Mia (Emma Stone, entusiasta) es una joven que intenta ser actriz y escritora de teatro, dividiendo su tiempo en atender una cafetería y participando en audiciones, esas experiencias que ponen a prueba la tolerancia a la frustración; por su parte, Sebastian (Ryan Gosling, polifuncional) es un pianista que busca mantener la integridad de sus convicciones con respecto a la pureza del jazz, en cierto sentido similar al estudiante de batería de Whiplash, con todo y su actitud desdeñosa. Ambos están en ese estado en el que se encuentran millones de jóvenes en labores transicionales, esperando la oportunidad para dedicarse a lo que siempre han deseado.

Se puede vivir con optimismo aunque los sueños sigan sin cumplirse o incluso si los caminos que se presentan apuntan a otros destinos; claro que si la oportunidad se vuelve presentar, por más que uno diga haber renunciado a ellos, habrá que volverlo a intentar aunque el temor al fracaso incremente la desconfianza. Y si no se alcanzan, las expectativas se van ajustando a las condiciones de la realidad, por mero instinto de sobrevivencia emocional y para no padecer la eterna frustración del hubiera sido, hubiera podido, hubiera hecho… sin dejar, por supuesto, de seguir imaginando nuevas posibilidades. Pero si las penas con pan son menos, los fracasos con amor, como quiera. La duda es si los logros sin amor se saborean igual.

Un insufrible atolladero en un puente vehicular puede atemperarse si salimos del coche, soltamos el cuerpo y celebramos a todo pulmón que tenemos otro día soleado, aunque después tengamos que regresar a los autos y desquitarnos con el claxon o con el de adelante que no avanza. Eso sí: queda la alternativa de saberse uno más en la multitud, disfrutar una noche encantadora sin la compañía esperada, visitar el planetario para alcanzar la ciudad de las estrellas, y seguir siendo un tonto repleto de sueños que se reconvierten al paso de las estaciones.

Un romance coreografiado

Ella vive con unas jóvenes parecidas a Las señoritas de Rochefort (Demy, 1967), con vestidos y de colores primarios y actitud festiva; cuando conoce a esta especie de hosco Vendedor de ilusiones (DaCosta, 1962), primero se comporta como La inconquistable Molly Brown (Walters, 1964), pero a fin de cuentas sabe que es una encantadora Funny Girl (Wyler, 1968), buscando convertirse en La estrella (Wise, 1968) o en La cenicienta en París (Donen, 1957) y manteniendo el optimismo de Dulce caridad (Fosse, 1969), a pesar de las caídas y, como que no quiere la cosa, para entender por qué Todos dicen que te amo (Allen, 1996).

Por su parte, el admirador de los clásicos, la historia y los significados del jazz como manifestación cultural, de pronto se da cuenta, al llegar La noche de un día difícil (Lester, 1964), que está en posición de decir que ella es Mi bella dama (Cukor, 1964), aunque duda si pudiera sumarse a una Sinfonía en París (Minnelli, 1951), quizá en alguna vida paralela que incluya una visita al Molin Rouge (Luhrmann, 2001), manteniendo la esperanza de poner un club que sea All That Jazz (Fosse, 1979), cual refugio para la tradición, como si se tratara de un Cabaret (Fosse, 1972), búnker para la libertad y diversidad en plena represión nazi.

Entonces, ambos se encuentran ante la gran oportunidad de hacer, vía pura imaginación, Un brindis al amor (Minnelli, 1953) mientras están Cantando bajo la lluvia (Donen y Kelly, 1952), con la protección de Los paraguas de Cherburgo (Demy, 1964), pero terminan por preferir el cielo despejado lleno de estrellas con la ciudad a sus pies y el infaltable farol de la calle para iluminar hasta la oscuridad de la casa, justo para que, a pesar de sus diferencias, tengan la gran oportunidad de edificar un Amor sin barreras (Robbins y Wise, 1961) que se expanda A través del universo (Taymor, 2007).

La vuelta a la normalidad de los personajes, después de participar en alguna de las secuencias de ese mundo paralelo donde la cotidianidad se vuelve coreografía, pone una vez más las cosas en su sitio, más en la medianía rutinaria que en los extremos. En este caso, atender la cafetería del estudio cinematográfico con clientes reacios al gluten, ir a audiciones interrumpidas por naderías, convertirse en el Piano Man de la clásica de Billy Joel (en lugar del nuevo Bill Evans), hacer covers de A-ha y A Flock of Seagulls disfrazado de falso bombero en alguna fiesta insulsa, o entrar a una banda con la que no se comparte del todo la estética sonora.

A partir de coreografías sencillas y lucidoras para la pareja principal, sin pretender alcanzar los niveles de baile de Fred Astaire y Ginger Rogers sobre todo en Swingtime (Stevens, 1936), y de canciones de reconocimiento inmediato, cortesía de Justin Hurwitz, que abren la puerta para momentos de humor, festejo y añoranza, la puesta en escena apuesta por el clasicismo y una intencional disposición de elementos y colores, bien capturados por una cámara que sabe cuándo elevarse, acercarse o desplazarse para provocar el efecto deseado, en todo momento reforzado por el preciso uso de la iluminación.

La edición contribuye al desarrollo ágil de este romance aspiracional, siempre creíble por el indudable carisma de los intérpretes, de química probada desde anteriores filmes, y de las breves apariciones de los secundarios, en tanto las transformaciones de escenas y la magia de las secuencias en las que nos extraviamos en épocas pasadas y presentes, donde la gravedad deja de ser ley, se integran al tono retro de un relato que encuentra su punto culminante en el notable desenlace, cual emotivo canto de lo que pudo ser.

La La Land se convierte en un clásico instantáneo del género.

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