Una muerte muy necesaria

Sergio Inestrosa

LA MAÑANA de aquel domingo empezó para Eudocia Vidal con una llamada por cobrar. Un telefonema urgente la sacó de la cama antes de que el sol mismo se atreviera a salir. Al otro lado de la línea la voz pedregosa de su prima Inés la ponía al tanto de la más reciente crisis de su mamá y la urgía a regresar a San Juan el Alto lo más pronto posible pues, "la tía Carmen acaba de despedir a la Noemí, la hija de la Zoila" y se había quedado, una vez más, sola.

Noemí era la última criatura en todo el pueblo que había aceptado cuidar a la anciana más por el peso de la obligación familiar que por el mísero salario de ciento veinte dólares al mes que a través de la tía Inés, Eudocia le hacía llegar a la chiquilla.

Cuando recibió la llamada apenas si se sorprendió, pues desde hacía meses esperaba la llegada de esta nueva crisis. A decir verdad, hasta se había tardado en suceder, pues el rompimiento de la abuela con su sobrina-nieta tarde o temprano tenía que ocurrir. Lo que en el fondo molestaba a Eudocia era que siempre sucedía lo mismo con las empleadas que se hacían cargo de batallar con su madre. El pretexto de la anciana había sido el mismo de siempre: que las muchachas no eran honradas de sus manos, que le robaban lo poco que ella le mandaba; todas eran unas desconsideradas que lo único que buscaban era su dinero.

Desde el momento en que la operadora le preguntó si aceptaba la llamada, ella supo que había llegado el momento de ir personalmente a hacerse cargo de la situación. Desde hacía unos años había estado intentando salidas intermedias que se habían ido agotando una a una. Conocedora de la situación, hacía unos meses había comenzado a preparar a su pareja para cuando llegara el  momento definitivo de partir, de dejar Los Angeles para irse a cuidar de su madre hasta que Dios se apiadara de ella, de todos.

Su marido era partidario de traérsela a los Estados Unidos y ponerla bajo el cuidado de una institución seria y segura en que estuviera bien atendida, lo mismo le había recomendado el doctor Zimmerman, a quien Eudocia le limpiaba la casa de descanso en la exclusiva playa de Malibú. Sin embargo, ella tenía sus dudas respecto a los asilos de ancianos, y además costaban un ojo de la cara; jamás podría ella solventar esos gastos tan altos.

Cuatro días después, el sábado16 de diciembre, Eudocia salió junto con su marido rumbo a San Juan el Alto, para hacerse cargo del cuidado de su anciana madre. El camino sería largo, pero ni modo la mejor manera de hacerlo era por tierra, pues ello le permitía llevar algunas de sus pertenencias para soportar el tiempo que durara viva su madre.

Eudocia le insinuó a su marido que se quedara a su lado, que se aventurara a acompañarla en su cárcel moral. Pero al igual que otras tantas veces, recibió de este la negativa basada en la necesidad de conservar su trabajo y sus ingresos. "Tú misma vas a necesitar más dinero ahora", dijo mirándola de frente.

Tienes razón, es sólo que es tan difícil, dijo y guardó un prolongado silencio que hacía juego con el paisaje desértico de Arizona.

Su marido comprendía perfectamente la obligación moral que tenía su mujer por ser hija única. Condición que Eudocia había llegado a maldecir una y mil veces y más en los últimos días. En el fondo de su corazón nunca antes deseó, con tanto fervor, tener una hermana que se hiciera cargo de su madre, aunque ella se responsabilizara de los gastos.

En este momento, lo único que le quedaba era confiar que después de todo la vida de la anciana no se prolongara tanto.  Su marido no compartía su esperanza y pensaba que la abuela estaba más fuerte que los dos juntos y veía difícil que se pudiera morir en los próximos días, e incluso años. No es que lo deseara, o tal vez sí, pero tampoco le parecía que la anciana estuviera para morirse.

Cuando aparecieron las primeras luces del pueblo trepadas en lo alto del cerro, Eudocia sintió una enorme angustia como si todo el universo se le viniera encima. Después de cruzar la plaza central tomaron la calle que da al río y Jorge aparcó la troca frente a la casa.  Era bien entrada la noche.

Eudocia le agradeció con una suave caricia en la mejilla, la compañía de todos estos años.

—Pero si todavía falta lo mejor— bromeó éste acariciándole el ensortijado cabello— Te ves cansada, añadió mientras se disponía a bajar dos de las maletas.

—Más bien estoy tensa.

—Cómo que estás mensa —volvió a bromear. Pero a cambio obtuvo un puchero.

—Bueno, pues, sólo era una broma. Además se trata de que te relajes y tomes las cosas con calma sino va a ser mucho peor.

—No sabes lo bien que me hace que estés aquí.

—Te equivocas, lo sé muy bien.

—Presumido —dijo— Ojalá y te pudieras quedar...

Nerón fue el primero en advertir la llegada de los visitantes. Sus ladridos despertaron a medio vecindario. Algunos se asomaron por las rendijas de sus ventanas. Era todavía la noche del martes diecinueve de diciembre. Eudocia pensó antes de traspasar el umbral de su casa que "dentro de cinco días su anciana madre cumpliría 84 años".

Al entrar a la casa lo primero que hizo Eudocia fue ir al cuarto de la madre. La encontró despierta. Le asustó la determinación y la sensación de triunfo que leyó en sus ojos azules, un poco deslavados por el paso de los años y las cataratas.

—Hola mamá —dijo en voz alta para que la anciana la escuchara— Soy la Docha y Jorge vino conmigo.

—Te trajiste a tu pedo atorado —fue lo único que dijo, con sorna, antes de darles las buenas noches.

Jorge despertó con el alboroto de los pájaros y se sintió extraño, pues ya había olvidado que, algún lugar del mundo, existía esta belleza tan exuberante. La mañana amaneció fría y despejada, no había ninguna nube que tapara al sol. El cielo estaba alto y de un azul intenso. Esto es México, pensó alegre de estar en su propia tierra.

La anciana amaneció de mejor talante y durante el desayuno hasta bromeó con su yerno. Algo dijo de sus encantos juveniles; Jorge complacido se las llevó a comer birria al mercado. En algún momento la viejita externó que estaba muy contenta de que se hubieran dignado, por fin, a visitarla. Era claro sin embargo que el "por fin" tenía un dejo de reproche dirigido a su hija.

—¿Y vienen para quedarse largo rato? —preguntó.

—Después hablaremos de eso Carmela.

—Depende de usted —dijo Jorge amistoso.

Mientras comían, Eudocia examinó detenidamente a su madre y la encontró muy bien y casi hasta se diría que hasta estaba alegre. "Será porque se ha salido con la suya", pensó.

—Estoy muy contenta de que hayan venido.

—Nosotros también Carmela —dijo su hija.

 —Ya era tiempo —dijo después la anciana, pero lo dijo sin referirse a nadie en particular. Era como si hablara con alguien que llegara desde lejos, a través del recuerdo.

—Que bueno que hayan venido para verme morir —dijo la anciana como si regresara de un fatigoso viaje por el tiempo.

—No diga eso mamá.

—Es la verdad mujer. Si vieras cómo le he pedido a Dios que me permitiera volverte a ver antes de que me prive de este sufrimiento que es la vida.

—Mamá eso es una blasfemia.

—No hija, si Dios y yo somos bien llevados. Me da gusto que hayas venido, pues ya me podré morir en paz. Lo único que quería era verte por última vez, se lo pedí tanto a Dios y a San Juanita. Ahora que ya me lo concedió ya me puedo morir a gusto —insistió mientras se dejaba abrazar por su hija.

—Cómo puede decir eso mamá.

Jorge se sentía un poco incómodo por el rumbo de la plática y para salir del apuro propuso llevarlas al día siguiente a Lagos de Moreno.

—Al regresar le daré una revisada al coche y mañana muy temprano nos vamos a dar la vuelta —dijo.

—Para que vamos a ir a un lugar tan feo, mejor llévenme a Guadalajara —dijo la anciana— Allí si que es bien bonito y de paso me despido de mi comadre Mercedes —añadió.

—Mamá ya no insista en semejante disparate. Y lo mejor sería irnos ya porque no tardan en llegar las Flores y se van a resentir si no estamos en casa para recibirlas.

—Qué se resientan —dijo la abuela poniéndose de pie con ayuda de la andadera.

Eudocia y Jorge decidieron festejar el cumpleaños de la anciana un día antes de la noche buena, pues de otro modo vendría poca gente y aunque no se trataba de echar la casa por la ventana sería bonito festejarle su cumpleaños en familia. La misma Eudocia se encargó de avisarles a sus primas, a los vecinos y amigos. Hasta el padre Toño Alfaro celebró el adelanto pues, así podría ir a saludar a su tía Carmen, como él le decía.

Jorge salió antes de que cayera la tarde y no regresó sino hasta pasadas las siete. Había ido por el grupo de don Cirilo Pérez, que solía tocar en la plaza central los fines de semana. Llegaron tocando las mañanitas y después de siguieron con pura música ranchera que tanto le gustaba a la anciana. Para alegrar el ambiente Jorge comenzó a repartir tequila Jimador antes de que se sirvieran los tamales y la anciana apagara las velas del pastel. Para eso de las nueve de la noche ya varios estaban pasados de copas. En la temprana borrachera, alguno llegó a preguntar, en voz alta, por qué no se le caía el agua al mar, pero nadie supo contestar.

La casa se había ido llenando de vecinos, familiares y conocidos. Al poco rato fue necesario ir por más tequila a la casa de la Muñeca, la única que se atrevía a vender bebidas a esas horas de la noche. Más de algún mal pensado que pasó por la calle y vio el jolgorio, llegó a pensar que estaban velando a la anciana cascarrabias.

Los tequilas también alcanzaron a los músicos que cada vez tocaban más desafinados, ejecutando en un sentido literal, las canciones más populares de Juan Gabriel y de José Alfredo Jiménez. Entusiasmada por las copas Eudocia se lanzó a cantar la "Malagueña" y la gente le celebró con aplausos los falsetes. "Esa es mija", gritó la anciana que estaba a punto de coger una borrachera finisecular junto con su yerno.

—Cómo alegra la vida el trago Carmela —dijo Carlitos Hernández con voz llorosa. Pero la anciana lo ignoró por completo.

—Cómo me cae de bien usted don Jorge. No sabe como me cae usted de bien —decía la anciana desde su poltrona ya sin poderse levantar.

—Eso mismo digo yo —le contestó Jorge.

—Usted sabe que el antiguo marido de mija no me caía nada bien. Era un milico arrogante y torpe y por su porte hacía pensar que el mundo no lo merecía.

—Ah qué señora —se rió Jorge y pidió a los músicos que tocaran Querida. Y al instante el cuarteto se arrancó con la canción que pedía el patrón, pero cada vez tocaban peor.

—¿No le parece que estos muchachos andan un poco o un mucho desafinados, don Jorge?

—A lo mejor sí, pero de lo que se trata es de que metan ruido Carmela.

—No don Jorge, no estoy de acuerdo. Cómo es eso de que se trata de que metan ruido. Se ve que me lo están arruinando los gringos pues, ya con cualquier cosa se me conforma —refunfuñó la anciana intentando hacerse oír por los músicos.

—A tu mamá no hay quien le de gusto —comentó Jorge al irse acostar.

—¿Por qué?

—No le gustó la música, pues dijo que los músicos estaban muy desafinados.

—No le hagas caso, son cosas de la edad. Lo importante es que tú lo hiciste de buen corazón y con eso basta. Además tu mujercita te agradece el gesto —dijo antes de entregarse a su hombre para después perderse en un sueño reparador.

El viernes cinco de enero Jorge regresó a Los Angeles. Antes de irse, vendió la troca y le dejó todo el dinero a su mujer y le prometió que si las cosas se alargaban él podría regresar en el verano.

Durante los primeros meses Eudocia estuvo cumpliendo con su papel de hija abnegada, pese a que algunas veces lo hacía con franco desgano y renegando internamente de su situación. Sólo ahora se daba plena cuenta de lo difícil que resultaba cuidar a una persona mayor y, secretamente, le pidió a Dios que no la dejara llegar a tan avanzada edad.

Ahora comprendía el consejo del doctor Zimmerman, en sus palabras se manifestaba el sentido pragmático de los gringos que metían a sus viejos en los asilos, sin demasiada alharaca y sin ningún remordimiento de conciencia. Cada cual debe vivir su vida y punto, parecía ser la filosofía de los güeros y por ello eran tan exitosos en sus empresas.

El inexorable transcurrir de los días le fue mostrando que aquella tarea de lidiar con su anciana madre exigía muchas más fuerzas de las que en realidad tenía y no supo cuándo ni cómo le comenzó a germinar aquella idea macabra de deshacerse de su madre por el bien de todos. El proceso fue muy confuso. Al principio la cola serpentina comenzó mezclándose con las rectas intenciones de sus rezos. Hasta que una noche se encontró pidiéndole a San Judas Tadeo, patrono de las causas imposibles, que se apiadara de ella y la librara de aquel peso con el que en verdad no quería ni podía cargar por más tiempo.

Ante la fina imagen del santo se sinceró y a él le confesó toda la verdad que le ahogaba el alma; a él le confesó que no se sentía capaz de soportar. Le dijo entre lágrimas que estaba llegando al límite de sus posibilidades y que lo único que quería era volver a ser feliz al lado de su hombre. El era su felicidad plena.

Cuando cayó en la cuenta de lo que estaba pidiendo en sus oraciones, se asustó mucho y tuvo un ataque de culpa y de remordimientos que la llevaron, no sólo a pedir perdón a Dios y a san Judas Tadeo sino, a ir a la mañana siguiente a confesarse y a prometerle al cura que sería de lo más solícita con su anciana madre y que en adelante procuraría cumplirle todos los caprichos, por más disparatados que fueran. Esos meses al lado de su madre le habían permitido comprobar una verdad científica: que los ancianos son muy parecidos a los niños con la desventaja de que han perdido la alegría de vivir y la ingenuidad irónica y fresca de los chamacos.

Sin embargo, y por más que hacía por apartar aquel aterrador pensamiento ella sabía que la tentación de librarse del peso de cuidar a su madre seguía creciendo en su interior sin prisas pero sin pausas. En los momentos en que se descubría pensando en deshacerse de ella, Eudocia salía disparada a la iglesia en busca del cura y de las imágenes celestiales para arrodillarse ante ellas y pedirles perdón. Tal era la confusión de su espíritu que una noche soñó que San Judas Tadeo tenía la cara de Jorge Negrete. "Me estoy volviendo loca", pensó y no estaba tan alejada de la verdad.

Ante cada recaída trataba de cuidar con más esmero a su madre. Desde que soñó a su santo predilecto con cara la cara del artista, dejó de encomendarse a él y por las noches, antes de irse a la cama se encomendaba a la protección divina de la Virgen de Guadalupe y de San Juanita. A ambas les pedía que la ayudaran alejando esos malos pensamientos y prometía esforzarse por ser una mejor hija y una mejor cristiana. Sin embargo, la tentación seguía creciendo y creciendo e iba anegándolo todo como las lluvias en el sureste del país.

En un momento de plena lucidez, Eudocia se dio cuenta que aquello se le había vuelto una fuerza inmanejable, capaz de hacerla actuar en cualquier momento. Ante tal situación la hija se preguntaba ¿Cómo era posible que hubiera entrado en su alma semejante bajeza? ¿Qué clase de hija era ella que se le ocurrían tales ideas para con su madre?

Los primeros días del mes de julio Jorge la llamó para decirle que le sería imposible ir a pasar el verano con ella, pues las cosas se le habían complicado en el trabajo. Esta mala noticia terminó de exacerbar el espíritu de Eudocia, quien todavía sobrevivió un par de meses más en medio de la zozobra que se le acumulaba con el paso de los días.

Ahora estaba más angustiada que nunca. Por una parte, veía peligrar el amor de su marido quien dos semanas después le había vuelto a llamar ahogado en alcohol y llanto. Entre lágrimas le había pedido que reconsiderara su decisión y volviera a su lado. Le dijo que si quería que se llevara a su madre a vivir con ellos, pero que regresara ya, antes de que fuera demasiado tarde...

La frase se quedó colgando del teléfono y Eudocia se quedó colgada de la frase pues, se cortó la comunicación.

A partir de este momento la sensación de estar atrapada sin salida fue total. Por un lado estaba el amor de su marido y por otro su deber de hija única, su calvario como lo había comenzado a nombrar en sus oraciones. Pensando en su madre se dio cuenta que le preocupaba su férrea salud a prueba de todo; su despotismo, sus fobias y caprichos de niña malcriada.

Ella tenía la certeza que su madre la hacía sufrir conscientemente atenida a que como hija única estaba obligada a cuidarla. Cada vez que la anciana podía la humillaba y le reprochaba su cara de pambazo y esa tristeza y esas ansias, que no podía ocultar, de regresar al lado de su hombre. "Te pesa estar conmigo, confiésalo", le gritaba histérica. "Estás que se te queman las habas de ganas de revolcarte con tu hombre, puta".

Desesperada Eudocia se desahogó con su prima Inés. La única explicación de esta fue que a lo mejor su tía le quería hacer pagar todos los años que no estuvo a su lado.

—Debo confesarte que entre más días pasan yo veo más fuerte a mi madre. esa fortaleza a toda prueba me asusta y me hace pensar en las palabras de Jorge que dice que es más fácil que nos muramos nosotros a que se muera mi mamá.

—Tienes razón, la tía Carmen se empeña en superar en edad al mismísimo Matusalén —dijo.

Para aquellos días Eudocia estaba absolutamente segura de que su madre la chantajeaba con falsos achaques y molestias. Todo el tiempo que había pasado a su lado le había enseñado que las acusaciones que su madre hacía de las empleadas eran, la más de las veces, infundadas e injustas ya que ella misma padecía ese acoso y la desconfianza de la anciana. En los peores momentos la anciana llegó a acusarla de estarle robando el dinero y entonces le dijo que lo mejor sería que regresara junto a su hombre, "que se largara a darle rinda suelta a su lujuria”. Otro día le gritó que ella era una mala mujer que prefería revolcarse como una perra a tener que cumplir con su deber de hija única y cuidar a su madre como lo establecía la santa ley de Dios.

Una noche de septiembre, justo antes de la celebración del día de la patria, cansada ya de todo su absurdo sacrificio, el cual había acabado por juzgar inútil, Eudocia previó el final de aquella pesadilla y decidió poner manos a la obra y acabar con el martirio de una vez por todas.

Esa noche, la lluvia torrencial caía sorda sobre los techos de teja. "Debe haber norte en Veracruz", pensó la anciana y se durmió tranquila. Hacía ya rato que no había luz en todo el pueblo y la oscuridad era completa salvo cuando un relámpago lejano rasgaba la faz del cielo durante un breve instante. Los constantes truenos y la fuerza de la tormenta hacían que toda la tierra se estremeciera.

Eudocia se levantó lentamente de la cama y sus pies se arrastraron cuidadosos hasta el cuarto en que dormía su madre. No se puso las chanclas para evitar hacer ruido, cuidado por lo demás innecesario, pues la anciana se iba volviendo cada vez más sorda.

Entró despacio extremando los cuidados para no despertarla. No quería ser sorprendida en medio de la oscuridad por aquellos ojos azules que parecían espiarlo todo, aun cuando dormían.

Eudocia sabía muy bien, que no tendría valor suficiente para mentirle si al encontrarla despierta le preguntaba qué hacía en su cuarto a esas horas de la noche. Entonces tendría que decirle la verdad. Que estaba allí para ayudarla a cumplir su voluntad y tendría que convencerla de que la muerte que le iba a dar era una acto de amor profundo, que le sentaría bien.

Caminando despacio, como si sus pies desconfiaran de todo a su alrededor, llegó por fin hasta la cama donde la anciana soñaba que le llegaba, por fin, su hora. Hasta ella veía llegar a su propia muerte que tenía el rostro moreno y el pelo ensortijado de su propia hija, quizá por ello no le tuvo miedo y la dejó acercarse con toda tranquilidad aunque le sorprendió que la muerte no se atreviera a mirarla a los ojos. 

Eudocia tomó una de las almohadas que servían para acojinar la mecedora en la que a veces la anciana pernoctaba cuando la tos, alimentada por sesenta y dos años de cigarrillos, no la dejaba dormir acostada. Después todo sucedió tan rápido que el cuerpo de la anciana apenas y se movió favoreciendo la llegada de su muerte.

A la mañana siguiente las campanas doblaron. La borrasca había pasado y un ánimo diferente habitaba en el corazón de Eudocia que ya hacía planes para regresar al lado de su marido. Sin embargo, decidió no avisarle nada; quería que verla de vuelta en casa fuera una sorpresa.

Durante las primeras horas de la mañana Eudocia buscó en aquel cuerpo macilento cualquier indicio de resentimiento, de rabia o de reproche. Pero no encontró signo alguno. Indagó en el interior de su propio corazón y tampoco encontró ningún malestar que enturbiara la paz y la sensación de libertad que la animaba. Antes de cerrar para siempre el ataúd, volvió a espiar el rictus de su madre y le pareció ver en aquel rostro ajado y pálido una tranquilidad serena y profunda. Parecía que, por fin, su madre descansaba de sus muchos años y de sus penas. Esto la tranquilizó y le hizo pensar que también para su madre la muerte había sido una ganancia.

Mientras el féretro era devuelto a la tierra con la ayuda de dos cuerdas Eudocia experimentaba una sensación de profundo alivio y, por más que le daba vueltas al asunto, no lograba sentirse culpable. Conforme el ataúd era cubierto por las paladas de tierra la iba invadiendo un profunda paz y una serenidad, que en el fondo no dejaban de asustarla. Jamás habría imaginado que fuera posible alcanzar tal estado de placidez después de cometer un... un... y dudó por un momento antes de pronunciar mentalmente la palabra justa: crimen.

No. Ella sabía que su acto, si se consideraba con mayor serenidad, había sido un movimiento profundo de la bondad humana. Era un acto de amor; un acto liberador y reparador del equilibrio de la vida. Exactamente eso era lo que había hecho y por ello no lograba sentirse culpable y no había remordimiento alguno en el fondo de su corazón. 

Ahora estaba segura: lo que ella había hecho aquella noche era ayudar a bien morir a su madre, por eso la anciana se empeñaba en mandarle mensajes contundentes para que regresara, para que se apiadara de ella y viniera a ayudarla a cruzar el río. En el fondo su madre también estaba cansada de la vida, cansada de tanto sufrir y de tanta soledad acumulada. 

"Esta experiencia me ha revelado lo que es la bondad”, pensó Eudocia mientras tomaba el vuelo de Guadalajara a Los Angeles en busca del amor de su vida…

Feliz y distraída Eudocia no se dio cuenta que su avión había entrado a una dimensión del tiempo distinta a la de cuando lo abordó y en esta dimensión Jorge no existía, nunca había existido pero sí su primer marido que la esperaba como quien espera la llegada de una buena noticia.

 

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