Es lo Cotidiano

Historia del que se le hizo fácil

Andrés Baldíos

Historia del que se le hizo fácil

Se supone que le decían “Pelón” por lo más evidente. Pero se dice que a falta de cabello, se amerita una inteligencia notable; o al menos la astucia suficiente como para ejercerla plenamente y salirse con la suya.

Se supone que estudiaba una ingeniería en la afamada universidad esa de las escalerotas de esa angosta ciudad colonial.

Se supone que se había hecho de amigos bastante rápido, mostrándose siempre con el simple y sencillo carisma de ser y sólo ser, alguien que en su total normalidad vivía para no molestar a nadie; eso cae bien al instante, y se agradece con pedas, como suele ser en el país de los taquitous.

Se supone que sus padres le mandaban dinero cada semana para colegiaturas, gastos alimenticios y para la renta de un departamentillo. En esa ciudad, plagada hasta sus mugres de estudiantes, las vidas insomnes de la juventud estaban más que asentadas, pero no era una real preocupación para los padres del Pelón, ya que siempre los mantenía al tanto de su progreso, sus experiencias con amigos y sus pagos puntuales de la renta, siempre dando la impresión de ser ese excelente muchacho que todo padre a la antigüita desea en su currículum familiar.

Se supone que así la llevaba el Pelón, tranquiiila tranquiiila. Era callado, hasta eso. Bien metido en lo suyo. Tanto así que había veces donde todos llegaban a clase y notaban que el mesabanco del Pelón tardaba en ocuparse. Ya casi a media clase o poco antes de concluir, alguno que otro compañero volvía la mirada al mesabanco y el Pelón ya se hallaba bien instalado, como si llevara toda la clase, con pose de interesado. El colmo era que realmente ponía la suficiente atención como para ayudar a sus demás compañeros.

Se supone que el Pelón se armó de su propio negocio. Varios le pagaban una cantidad considerable por hacerles la tarea, sin prometerles el mejor de los trabajos pero sí el pase seguro; la pichurrienta palomita roja en el papel.

Se supone que así se la vivía el Pelón. Hasta que en una ocasión, varios compañeros se preguntaban el por qué el mentado Pelón se la pelaba tan bien en las calis sin haber llegado nunca a tiempo. Ni siquiera lo veían salir de clases. Se preguntaron qué rechinacos era lo que hacía el resto del día.

Se supone que un día se las arreglaron para ver qué se traía. Una bola de compas (unos cuatro, cinco serán) esperaron hasta el término de una clase para seguirlo. Salió de la universidad, por las escalerotas esas, tranquiiilo tranquiiilo, tan en lo suyo que ni siquiera notó los pasos de cuatro, cinco batos intentando ser discretos. Cada vez que el Pelón daba la impresión de volver su mirada atrás, la bola de batos se dispersaba haciéndose pendejos para retornar a la formación segundos después. Luego de varias calles ondulantes como serpientes desérticas, dieron con un lugar que no esperaban, ya que era tan lógico que, dado el supuesto misterio del Pelón, lo habían descartado de las posibilidades: un cine. El Pelón entró como si del dueño se tratara, y ahí estuvo hasta casi medianoche. Todo el santo día y media maldita noche la pasó entre el cine y un café de veinticuatro horas. Hasta eso el Pelón no era vicioso: nada de bares, nada de discotecas, nada de callejoneadas, nada parecido al placer juvenil que tanto temen pero asumen los padres. Fue aquí donde los compas se atrevieron a desenmascarar la vida secreta del Pelón.

Se supone que al día siguiente fueron y lo encararon tan desprevenidamente que el Pelón apenas y tuvo tiempo de armarse cualquier tipo de historia. «¡Nunca vas a clases, Pelón! ¿Qué pex? ¿Cómo rechinacos le haces?» Y así fue como el rompecabezas (sea el que se hayan armado los jijos de su rejija en torno a sus versiones del Pelón) se unió en un chusco estallido: el Pelón nunca se había inscrito a la universidad, no era alumno oficial, todo el dinero que recibía de sus padres lo utilizaba para subsistir con tal modestia que, en efecto, parecía un auténtico alumno; su modestia era tan grande y sus vicios tan nulos que sólo se dedicaba a vagar, vivir y vacilar. Entraba a clases libremente, los profesores daban por hecho que era alumno inscrito y, quienes sabían de esta estúpida verdad, probablemente les venía valiendo queso. Cosa de suerte extrema, quién sabe, tal vez las circunstancias se alinearon de tal manera que todo le fue relativamente fácil al Pelón. ¿Pero cómo era que sus padres no se enteraron jamás? ¡Pos aaaaah!, eran viejos tiempos, más pa’llá que pa’cá, por ahí de los sesentas, todavía se hacían recibos a máquina y con pegamento y uno debía hacerse espacio para escribir cartas, por lo cual el Pelón mantenía al tanto a sus padres sin los debidos comprobantes; o en dado caso de necesitarlos, se fabricaba los suyos. Con esta plena y ciega confianza, el Pelón iba y venía a su propia merced. Incluso llegó a terminar con esa generación el jijo de su rejija, fabricándose un diploma con sus letritas cursivas que esplendía la bendita palabra: «Ingeniero». Y así firmaba su correspondencia: «Ingeniero», una palabrita que llenaba de total orgullo a sus padres.

Se supone que pasaron los años. Un viejo compañero de carrera lo llamó para invitarlo a una pequeña reunión de ex-alumnos. Luego de más de treinta y pico años de haber terminado la universidad, no esperaba que lo reconociera al instante, pero al menos trataría de hacerle recordar, y con todo el gustazo disponible; después de todo, el Pelón era de las más memorables circunstancias de aquellos años.

La esposa del Pelón contestó el teléfono. El compañero explicó, sin muchos rodeos, el motivo de su llamada. La esposa llamó a su marido por su nombre y dijo que llevaba más de diez años muerto. El compañero trepidó como si de un pariente cercano se tratara. ¡Más de diez años muerto! Tanto tiempo desde aquel azaroso día en que el Pelón había dejado de existir, y el resto de quienes le conocieron vagaban, vivían y vacilaban con la despreocupación de quien no le falta un solo dedo de las manos y los pies. Luego de darle el debido pésame a la esposa, ella le constestó: «No, pos… Gracias. Ahora sí que qué le digo».

Hay historias que surgen nomás porque se les hizo fácil, se supone.

***
Andrés Baldíos
es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

[Ir a la potada de Tachas 217]