La permanencia

Omar Tiscareño

¿Recuerdas, Ernesto, que ya había servido la sopa para nosotros y nos disponíamos a comer, que mirabas por la ventana y te maravillabas viendo eso que estaba oculto para mí? ¿De alguna manera, Ernesto, recuerdas que te hablaba y hablaba para platicarte de cosas mías y que parecías no entenderme del todo?:

—Ernesto. ¡Ernesto! Otra vez me dejaste…

—¿Disculpa?

—¡Que me dejaste! Tú mente se va a otra parte y me ignoras. Te hablaba de las últimas charlas que tuve con Herminia antes de que se fuera…

—¿Qué decía ella?

—Yo le decía a ella, de la soledad, que es buena amiga cuando la aceptamos. Te dije otras cosas de ella y Aurelio, pero ya no quiero repetirlas.

—De verdad discúlpame…

—No te preocupes, vida. Sabes, no me disgusta en lo absoluto que te distraigas y no me hagas caso. Me molesta que te vayas sólo allá a quién sabe dónde, pero qué puedo hacer.

—¿Irme, yo?

—Sí. Me dejas y piensas y piensas en muchas cosas y te adentras ahí en tu cabeza. Te vas, amor, muy lejos como persiguiendo una idea o un recuerdo que cabalga rápido. Parece que, si no estuvieras atento a eso, se te iría sin haberlo hecho palabra o haberlo escrito. A veces me miras muy profundamente, pero sé que no es a mí a quién miras, que tus ojos están inservibles o que ahondan dentro de las cosas hasta lo más profundo; luego balbuceas y le recitas al vacío tus palabras que entre nacen y no.

—No me voy a ninguna parte, siempre permanezco aquí.

—¡Ay, Ernesto, es sólo un decir! Bueno, no importa.

“¿Te acuerdas de Hermina, de lo bella que era de joven? ¿Recuerdas cómo era su voz? Una vez escribiste sobre ella, dijiste que su voz era como el crujido de la arena cuando el viento la arrastra por una duna callada. ¿Recuerdas, Ernesto? ¡Ernesto!

—Pero, amor ¡Hermina ya murió!

—Sí, Ernesto, hace mucho que murió. Fuimos a su entierro y casi no lloramos porque se veía muy linda. Tú dijiste que se fue contenta porque murió dormida y que no hay cosa más bella que morir soñando bonito.

“Tú también morirás bonito, Ernesto. La muerte te va a ayudar a perseguir tus versos.

“Sabes, a veces te veo y te imagino como cuando eras joven y nadabas en el río. ¿Recuerdas? Flotabas mirando al cielo; nosotros te gritábamos que no te alejaras mucho porque nos preocupabas, pero tú no nos oías porque estabas ahí reflejado y a la vez dividido entre el cielo y el agua. Siento que a veces estás más o menos así, como nadando entre los espejismos que dibuja tu mente cansada.

—Pero yo ya no sé nadar, amor, ya estoy viejo para nadar. No, nadar no, yo nadar ya no…

—Tranquilo. Yo sé que ya no: el tiempo nos cansa. Sólo te hablaba de lo que hacías antes y de cómo pienso en ti ahora. Pero come, amor, come que se enfría la sopa.

—¿Qué me decías de Herminia?

—Le decía mentiras, yo nunca he estado sola porque estoy contigo. Ella me dijo con un llanto tristísimo que extrañaba a Aurelio e intenté consolarla.

 

Ernesto, a veces guardo silencio para escuchar tu voz produciendo versos descabalados; a veces miro por la ventana y trato de imaginar cómo serían los esplendores que te atraían; te recaliento la sopa y la dejo enfriar; te abrazo en el viento y te dejo ir. Y me quedo sola, Ernesto, tragando la agria saliva que ya no se hace palabra para ti.

 

 

 

***
Omar Tiscareño (Aguascalientes, 1990). Egresado de la carrera de Letras Hispánicas en la UAA. Ha participado en las revistas literarias Penumbria, Pirocromo, Revarena, entre otros, así como publicado en editoriales como Río Arriba, Letra versal y la Décima Letra. Actualmente se dedica a la enseñanza del español como segunda lengua.

 

[Ir a la portada de Tachas 225]