Charros con cachucha y bicicleta
Ralf Ortiz
La heredé de mi hermano mayor. Mi padre se la había traído de San Diego, California. Era una Schwinn Stingray. Azul. Asiento banana blanco. Cinco velocidades. Llanta lisa atrás. Llanta pequeña adelante. La envidia de todos los chamacos de la cuadra, de la colonia, del colegio, de los Scouts, de los del Pentatlón, de los de bici-cross, de quienes tenían una Vagabundo.
En esa bicicleta andaba de vago por todas partes. Era mi vehículo para ir a trabajar a la tienda de pinturas de mi padre o a la sastrería de mi abuelo. No sé cuántas caídas y raspones tuve, pero cada uno valió la pena.
El colegio donde estudiaba estaba muy lejos de mi casa. Aun así muchas veces me fui en bicicleta porque Don Marcos, el conductor del transporte escolar, me bajaba del autobús con cierta frecuencia lejos de la casa. Era medio gacho, y yo era un chamaco irreverente; una combinación tan tóxica como cloro y amoniaco.
Cuando me iba en bicicleta siempre le hablaba al Charro Elizondo para que se fuera conmigo. Él tenía una BMX naranja con un amortiguador en el marco. Muy moderno él.
El Charro y yo éramos saldos sociales; outsiders, dicen aquellos a quienes les incomoda el otro término. Él usaba botín charro con shorts, yo tenía unos Converse verde perico que le causaban problemas emocionales y/o psicológicos al maestro de educación física, el Cartero Esparza. La gente lo señalaba a él por tener bigote a los 12 años y a mí por medir medio metro. Cuando no llevábamos las bicicletas siempre terminábamos regresando a pie a casa. Pedíamos aventón porque en ese tiempo nadie por aquí era psicótico descuartizador de niños (o porque esa idea nunca entró en nuestra cabeza ni en la de nuestros padres). Dábamos un par de golpes en el panel lateral de las camionetas en las que viajábamos para que se detuvieran. Atravesábamos un baldío y, al llegar cubiertos de tierra al cortijo, su mamá nos daba un refresco. De ahí ya me iba solo a mi casa y llegaba más cubierto de tierra.
El Charro tenía un montón de hermanos, todos charros. Su apodo no era ni poco original. Vivían en una casa que era parte del cortijo. La casa era muy grande y lujosa al estilo Los Tres García, o sea, como tradicional mexicana de la vieja escuela. Estaba muy padre. Siempre imaginé que si pasaba suficiente tiempo ahí, aparecería El Piporro, o mínimo El Chicote. Ser amigo del Charro Elizondo, además, me garantizaba entrada gratis a las charreadas cada domingo.
Aunque era un chamaco de 12 años, él siempre llevaba un revólver enorme. Me dijo que sí tenía balas y que era parte del traje charro. Montaba a caballo de lo más natural. Era tan intrépido como lo era en esa bicicleta. Yo admiraba ese talento: la bicicleta como quiera que sea la controlas, una bestia es otra cosa. Lo que siempre noté fue que vestido de charro era mucho más retraído, como si no le gustara. Sus hermanos eran unos tipejos, creo que eran medios hermanos. Yo le decía que eran unos envidiosos porque ninguno de ellos montaba de manera tan natural.
Uno de los días que más recuerdo del colegio fue cuando El Charro y yo andábamos haciendo piruetas en las bicicletas. Nos subimos al segundo piso a correr por el pasillo. Accidentalmente rompimos un vidrio, pero nadie nos escuchó. Mejor nos fuimos a las canchas viejas de basquetbol. Eran tres. Terminaban en unas gradas de concreto que daban a las canchas nuevas en el patio bajo. Esas eran de cemento rasposo y estaban elevadas como 15 centímetros. Al Charro se le ocurrió que si tomábamos suficiente vuelo podríamos volar sobre las gradas y aterrizar en las canchas nuevas. Reto aceptado.
Calculamos que tendríamos que pedalear a gran velocidad por dos canchas para volar desde lo alto de las gradas de cemento. Nos lanzamos a toda velocidad. Fue demasiado. Aún no llegábamos y ya habíamos perdido velocidad. Apliqué los frenos y grité: “¡Charro! ¡No!” Pero su determinación era absoluta. Él no se frenó. Voló por arriba de las gradas. Su llanta delantera pegó justo en el desnivel de las canchas y El Charro se fue de bruces contra la cancha áspera. No pudo meter las manos. Se raspó todo el lado derecho de la cara, el brazo, el pecho. Nadie nos ayudó. Le ayudé a sacarse las piedritas de entre las heridas. Alineé la llanta frontal de su bicicleta y le compré un Pop de limón.
Nos fuimos a su casa sin prisa. Nos deteníamos donde podíamos para poner agua en las heridas. Cuando llegamos a su casa, su mamá casi se desmaya del susto. Le puso de ese merthiolate naranja que ardía horrores. Ese no lo usaban ni para torturar prisioneros de guerra, pero a uno se lo aplicaban madres y enfermeras sin piedad alguna. Quizá era para que aprendiéramos nuestra lección y fuéramos más cuidadosos.
El domingo de esa semana, El Charro Elizondo salió a hacer sus suertes con la cara raspada. Se lució, y dejó claro quién era el mejor charro de la familia.
Al poco tiempo, mi familia me informó que nos iríamos a vivir a Los Ángeles, California, permanentemente. Recuerdo que fui a despedirme, quedamos de vernos pronto.
Me fui y no supe qué fue de mi bicicleta hermosa. Al Charro le escribí, pero nunca me contestó. Escribir no era su onda. Años después, tras haber regresado, alguien me dijo que El Charro se había pegado un tiro en la cabeza, vestido de charro. No me sorprendió, pero me entristeció profundamente.
Hoy recordé a mi amigo de la infancia porque alguien a quien aprecio intentó algo similar, pero menos violento. Afortunadamente no tuvo éxito. Jamás he juzgado esa decisión. Me queda claro que la depresión no es cosa fácil, ni es predecible, ni tiene rostro.
Charrito, donde estés, espero que tengas un caballo. O que seas un centauro. Porque aquí casi lo eras.
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Rafael Ortiz Aguirre (San Luis Potosí, 1963) es doctor en cool, punk añejo, musicómano sin cura, entusiasta de la lucha libre y el futbol americano y escritor pop. Ha trabajado en la radio, es profesor de inglés, escritor de cuentos cortos y chef amateur.