miércoles. 25.06.2025
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Laclos contra Valmont. Para la burguesía contemporánea, que ya no sabe valorar la nobleza, la partícula es el todo. A causa de un desdichado de, la mayor parte de los comentaristas suponen a priori que Pierre Ambroise-François Choderlos de Laclos se dibujó a sí mismo bajo los rasgos del vizconde Valmont, protagonista de Las amistades peligrosas. Y de allí que traten la primera de las grandes novelas realistas francesas con igual desenvoltura que las memorias de un  libertino cualquiera.

Nada más falso. Laclos nos dice del libertino vizconde de Valmont: “Un hombre ilustre, una gran riqueza y muchas cualidades amables” (carta XXXIII), y durante toda la novela no deja mostrarnos a Valmont recibido por la mejor sociedad, pese a sus extravagancias y gracias a su nombre, gentilhombre de placer en el más completo sentido de la palabra, y disponiendo siempre del dinero necesario para las más costosas empresas. Muy al contrario, Laclos era un militar necesitado, cuyos oscuros apellidos y ausencia de fortuna obligaron a hacer carrera en las guarniciones de provincia. 

Roger Vailland

 

  

En el verano de 1959 llegué a París con poco dinero y la promesa de una beca. Una de las primeras cosas que hice fue comprar en una librería del barrio latino, un ejemplar de Madame Bovary en la edición de Clásicos Garnier. Comencé a leerlo esa misma tarde en un cuartito del hotel Wetter (…) Desde las primeras líneas el poder de persuasión del libro operó sobre mí de manera fulminante, como un hechizo poderosísimo (…) A medida que avanzaba la tarde, caía la noche, apuntaba el alba, era más efectivo el trasvasamiento mágico, la sustitución del mundo real por el ficticio (…) Cuando desperté para retomar la lectura, es imposible que no haya tenido dos certidumbres como dos relámpagos: que ya sabía yo qué escritor me hubiera gustado ser, y que desde entonces y hasta la muerte viviría enamorado de Emma Bovary.

Mario Vargas Llosa

 

 

La relación con Rimbaud, dejando de lado a los doctos, se desarrolla de dos maneras distintas: la identificación o la revelación. El primer caso está representado por Henry Miller, que dice: en el fondo Rimbaud soy yo. Al lado de una muchedumbre de sub-Rimbauds —no todos los escritores son Rimbaud—, es el único que aguanta frente a su modelo. Paul Claudel iría a la cabeza del segundo grupo; leyendo a Rimbaud se convirtió en Claudel. Esto importa más que lo que nos dice del “místico en estado salvaje”. Rimbaud, la más pura figura del poeta, el que alcanza inmediatamente la perfección, actúa de manera desesperada —en su mayor parte a la edad en que no se es serio…—, como revelador del deseo. Su abandono de la poesía que simboliza el Harar, aparece más vertiginoso aún a medida que se acerca uno a él.

Alain Borer