martes. 23.04.2024
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Locos de la música

Esteban Cisneros

Locos de la música

Conozco a un par de sujetos que pasan sus días buscando nuevos sonidos no en el infierno de la Manzana Virtual, sino en las calles de la ciudad: son una especie de arqueólogos con dedos sucios. Van por allí escaneando cada bazar, cada tianguis, cada librería de viejo y cada basurero en busca de discos. No siempre tienen éxito, pero tampoco Indiana Jones; eso sí, en estos casos sí que cada disco tiene una historia, una pequeña travesía urbana que vale la pena si la canción es buena. Sus estantes se están llenando lentamente de discos de doce pulgadas, de siete, incluso de diez; sus vidas se están llenando de canciones de esas que no dan en la radio y que sorprenden a quien tenga oídos para sorprenderse. Ganan su tiempo, vaya que lo hacen. Se han hecho mucho mejores: no sólo saben mucho más de música que casi nadie, también generan y viven sus propias historias. La otra vez airearon su colección en un bar añejo y oscuro, haciendo girar sus discos para los poquísimos afortunados que allí estuvimos. Fue un placer.

Conozco a un tipo que es una especie de Schroeder, el de Peanuts, aunque sin una Lucy que le moleste (de hecho eso es precisamente lo que le molesta.) Se sienta al piano por horas y así lo ha hecho desde que le conozco. Es un obseso que hace años que no tiene discos nuevos, pero sí canciones: escucha una en la calle o en la tele y si le gusta, ya es de él. Va al piano y la descifra. Nunca se fija en las palabras, sólo en los cambios de acordes. No sabe quién compuso esa canción o quién la canta, sólo sabe que le ha gustado y que es suya. Una vez salió del país a seguir tocando y escuchando música. Desapareció por años. Le creímos un caso como el de Jim Sullivan, pero regresó hace poco y sigue haciendo lo mismo: apropiarse de canciones, de secuencias de notas, darles sentido (un verdadero sentido) y buscar la Siguiente Cosa Grande, que seguro vendrá en forma de otra excelente canción.

Conozco a una chica que sigue, y seguirá, esperando la Canción Perfecta. No la busca porque sabe que llegará un día, tocará la puerta, entrará y ni siquiera tendrá que ofrecerle café o té. Se quedará y ni siquiera tendrá que hacerle un espacio en la cama o esperarle a que termine de ducharse. Vivirá para siempre con ella y será lo único que se lleve cuando se vaya de aquí (eso y, seguramente, una toalla, porque creo que está tomándole mucho aprecio a Douglas Adams y, sobre todo, a las geniales tonterías que escribe, pero esa es otra historia.) Pero esa canción aún no llega. Algunas casi se quedaron. A veces piensa que ahí está, que por fin llegó en un envío en sobre desde Madrid, o en un LP que compró de segunda mano, o en ese CD-R que le hice para el trayecto en auto hasta el trabajo. A veces el corazón salta tanto de emoción que parecería que se sale del cuerpo, creo que por eso los cardiólogos no son músicos, ya no se diga buenos músicos. De cualquier modo, mientras sigue esperando esa canción, va descubriendo otras que son como un peldaño más hacia el cielo donde el aburrimiento del mundo (que, dice ella, sólo salva el pop) ya no existe. Algún día llegará su canción perfecta, que salve al mundo y dé sentido a todo. Ella lo sabe. Ella la espera.

Conozco a un chaval que aún está lejos de la edad de beber y reventar. Vive en las afueras de la ciudad, en una casa demasiado tradicional, aunque libre. Durante el día va a la escuela y se adapta a la situación, como una línea de Tetris forzada pero que da para al menos unos puntos en el marcador. Durante la tarde, se conecta a una PC a intentar escuchar la mayor cantidad de canciones furiosas que encuentre. Sabe que si llega con sus compañeros y les habla acerca de los Trashmen o The Music Machine o Blues Magoos o los Staggers o los Beatpack van a entenderle muy poco, por evitar usar el cliché ese de ‘nada de nada’. Qué importa. Su acumulación de conocimiento es como la del atleta que entrena por convicción, para poder correr un maratón y terminarlo, no para ganar la Copa y anunciar loción y hacer emparedados en la tele. Quiere música y como ha descubierto que la ama, quiere más y más cada vez. En un teclado que tiene en casa, se pone a tocar riffs hasta que sale algo que le guste y luego escribe unas letras geniales sobre vampiras y monstruos y ectoplasma y chupas de cuero y botines y sobre lo mucho que le pesa esperar unos años más para estar en edad de salir de casa y beber y reventar.

Conozco a un bibliotecario de día que de noche es el mejor DJ de toda la ciudad. Por la mañana te indica en qué librero (CA-CI) se encuentra ese manifiesto de Chomsky que necesitas para graduarte en la escuela y por la noche qué discos negros son los obligatorios para graduarte en underground. Los lunes por la mañana es el que acomoda en los estantes los libros que se fueron de tertulia durante jueves, viernes y sábado; los viernes por la noche es el sujeto que te pone a bailar, que hace tu noche y al que le agradecerás haberte salvado la vida. Es una enciclopedia él mismo de ritmos negros y de funk y de soul y de todas esas cosas que realmente importan porque nunca te darán un empleo. Esas cosas lo valen.

Conozco a una banda que no quiere ser ni Radiohead ni los Strokes. Conozco a dos o tres así, de hecho, que ensayan los domingos en el garaje o en la habitación abandonada, perturbando la paz de unas cajas de Coca-Cola vacías y unas botellas rotas de cerveza. Conozco a varios tipos a los que les gritan cosas en la calle por llevar tatuajes o raros peinados o por ir vestidos de maneras poco ortodoxas para una ciudad que no, no es la mejor para vivir como dicen los anuncios del N. H. Ayuntamiento. Y, por supuesto, a estos tipos les importa eso absolutamente nada. Saben que lo tienen, que el mojo es suyo y sólo suyo. We are ugly but we have the music. Hay por ahí, también, individuos que saben lo que quieren y que no se creen lo que Los Otros les dicen. Que aman la música, no sólo lo bien que les hace quedar. Son pocos, pero ahí están.

No todo en esta ciudad está perdido.

C/S.

 

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Esteban Cisneros
(León, Guanajuato) es panza verde, músico de tres acordes, lector, escritor, dandi entre basura. Cuanto sabe lo aprendió entre surcos de vinilo y vermú y los Beatles. Está convencido de que la felicidad son los 37 minutos que dura el primer disco de Dexys Midnight Runners. Procura llevar una toalla a todos lados por si hay que hacer autoestop intergaláctico.

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