Geschmack
Mariana Ríos Maldonado
Hay días en los cuales me pregunto si el idioma es capaz de cambiar la percepción sensorial de las cosas, como si dependiendo de los sonidos y la sintaxis que a uno lo rodea, el mundo se sintiese diferente. Hay otros días en los cuales creo saber con certeza, que por mucho que una palabra o un concepto tenga aparentemente una correspondencia de un idioma a otro y que su significado sea el mismo, siguen sintiéndose distintos. Y todo esto tras casi un año de experiencia en un país cuya lengua, por cierto, no es romance.
Si del sentido del Geschmack (el gusto) se habla, Alemania sigue siendo considerada como hogar de carnes frías, queso y cerveza, y cuya idea de México (aún no del todo clara para mí) es chili con carne –algo que presume ser un guisado picoso de carne molida con frijoles y verduras– y tequila reposado con una rebanada de naranja. Pero así como México es algo tan cercano y tan lejano de lo anteriormente descrito, es también la Bundesrepublik algo más que papas y milanesa de puerco. El verbo saber (de sabor) se construye en alemán como “etwas schmeckt nach etwas”; es decir, “algo sabe a algo”, pero este nach no es sólo un simple “a” sino que es también una preposición que indica un objetivo, una dirección: es en realidad un “hacia”. Quizás hacia un pequeño bar amueblado con madera oscura y extraños, con sabor a humo de cigarro –ya que ahí SÍ se puede fumar– y a Glühwein, vinto tinto especiado que hace de la noche oscura un susurro reconfortante.
Podría ser también que el sabor apunta hacia el cielo, origen de la primera nevada en noviembre, o los últimos cristales a finales de marzo, a quienes por cierto les vale madre si las instancias oficiales y el calendario declaran que es tiempo de primavera. ¿Y Berlín? Este rincón del mundo es algo más que las salchichas fritas de Alexanderplatz o los Döner Kebap –una especie torta de pan árabe con verdura, aderezo y carne de cordero proveniente de un trompo al estilo tacos al pastor– de cualquier rincón de la ciudad a las 3am. Sabe en realidad a Berliner Luft, licor con traducción sensorial al anís, pero que permanece mucho más fiel a la traducción literal de su nombre: aire al principio frío, que cala, pero que poco a poco hace inteligible sus míticos veranos, los bosques de cuento que lo rodean, su Muro, su industria y su orgullo.
Estos tragos despiertan una melancolía atípica llamada Weltschmerz. Concepto fascinante, predilecto personal: compuesto por las palabras “mundo” y “dolor”, pudiera decirse que se trata del dolor del mundo, o incluso que es el mundo lo que a uno le duele. Duele decirlo por primera vez, porque destroza la lengua y la boca, sin que resulte una sorpresa que esta palabra sepa un poco a sangre. O será que así lo siento no porque la fonética me confunda y me rete, sino porque lo que rompe por dentro es esa nostalgia a tunas y torrejas con miel de maguey. Nostalgia y deseo de poder ir al supermercado, comprar chile poblano, guajillo seco, güero, que enchilan el cuerpo hasta producir el llanto. Pero no, aquí pasa ese sabor sin pena ni gloria o como una llaga en la lengua cuyo único objetivo es hacer sufrir sin placer de por medio. Scharf: ésa es la advertencia que siempre hacen cuando de chili se trata, pero un cuchillo también es scharf, y ambos tienen su filo, ambos cortan. Y lo moderadamente especiado es pikant, adjetivo que además califica en este idioma las relaciones, las confesiones, porque por supuesto, el amor y los cuerpos también saben, aunque aquí los grados bajo cero mintieron e parecían indicar lo contrario.
Será que todos los días busco entre las palabras, los nombres de los sabores y los sabores mismos ese vínculo que vaya más allá del idioma y la voz; esa sensación que si cierro los ojos, me diga que allá todo sigue igual, como cuando estaba yo. Porque si muevo los dientes, si muevo los labios y la lengua, hablo: puedo dar algo de mí al proferir. Pero también conozco al exterior cuando saboreo, dado que la boca es, en todo caso, ese puente de en lo que mí habita nach esa fuente donde está todo lo otro que me rodea.
Y tanto al mundo como al lenguaje se le puede morder.
Berlín, a 22 de noviembre de 2013