miércoles. 25.06.2025
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¿Tachas?

 

Trimalcio dio por concluido el juego y se hizo servir de todos los manjares que comimos nosotros, advirtiéndonos en alta voz que si alguno deseaba variar de vino o seguir con el mismo, que lo dijese con entera franqueza. A continuación, y a una nueva señal se reanudó la música. En el ajetreo del servicio se cayó al suelo una bandeja de plata y un esclavo muy joven, deseando hacer méritos, fue a recogerla. Al darse cuenta Trimlacio, hizo que le dieran al chiquillo un fuerte bofetón por su exceso de celo, ordenando que dejase la bandeja donde había caído para que los sirvientes la barriesen con los otros desperdicios. Seguidamente, entraron dos etíopes de largas cabelleras, cargados con dos pequeños cubos, parecidos a los que se emplean en el circo para regar la arena, y, en vez de agua, nos echaron vino en las manos. Como todos elogiábamos con entusiasmo este lujo exagerado dijo nuestro anfitrión:

—Marte ama la igualdad. —En consecuencia, pidió que cada invitado se sirviese por sí mismo, añadiendo—: De este modo, los esclavos, que no deben quedarse aquí, nos molestarán menos.

Seguidamente, trajeron unos frascos de cristal cuidadosamente lacrados del cuello; de cada uno pendía una etiqueta con la siguiente inscripción:

OPTIMO SALERNO DE CIEN AÑOS

Mientras los leíamos, Trimalcio, muy satisfecho, batió palmas, exclamando:

—¡Ay de nosotros míseros! ¡Qué corta,

Frágil y deleznable es la existencia!...

Un paso de la tumba nos separa…

¡Vivamos pues con el placer por lema!

Interrumpió esta especie de alegría la llegada del segundo servicio, al que todos volvimos los ojos y que no correspondía la magnificencia que esperábamos. Pronto, sin embargo, nos llamó la atención una especie de globo, en torno al que estaban representados los doce signos del zodíaco, ordenados en círculo. Encima de cada uno, se habían colocado manjares que, por su forma, o por su naturaleza, estaban de algún modo relacionados con estas constelaciones, sobre Aries, hígado de carnero; sobre Tauro, una loncha de buey; sobre Géminis, riñones y testículos; sobre Cáncer, una corona; sobre Leo, higos de África; sobre Virgo, una matriz de cerda; encima del signo de Libra, unas balanzas que en un platillo tenían una torta y en el otro una galleta; sobre Escorpión, un pescado; sobre Sagitario, una liebre; sobre Capricornio. En el centro de este globo, un artístico prado de mullido césped sostenía un rayo de miel.

Un esclavo egipcio, dando vueltas a la mesa, nos ofrecía pan caliente, recién sacado de un horno de plata, al tiempo que de su ronca garganta brotaba un extraño himno a no sé qué divinidad. Nos disponíamos, con harta tristeza, a atacar esos groseros manjares, cuando nos advirtió Trimalcio:

—Creedme y comed, pues tenéis ante vosotros lo mejor de la cena.

Apenas hubo pronunciado esas palabras, cuando, al son de la música, cuatro esclavos se abalanzaron sobre la mesa y, bailando, quitaron la parte superior del globo. Quedó ante nosotros un nuevo y espléndido servicio: aves asadas, una teta de cerda, una liebre con alas en el lomo, remedando a Pegaso, etc. Cuatro sátiros en las esquinas del arcón sostenían unos odres, de los que salía el agua que iba engrosando el estanque y formando olas por las que nadaban auténticos peces. A la vista de tanta maravilla, aplaudieron los esclavos y nosotros les imitamos, atacando con júbilo manjares tan exquisitos. Trimalcio, tan encantado como nosotros de la sorpresa que había preparado su cocinero, exclamó:

—¡Trincha!

El mayordomo le obedeció al punto, cortando todas las viandas al compás de la música, con tal precisión que se le hubiese tomado por un auriga que recorría la arena del circo a los sones de un órgano. Trimalcio no cesaba de decir, con las más dulces inflexiones de voz:

—¡Trincha! ¡Trincha!

Sospeché que había alguna broma en aquella palabra que tanto repetía y le pregunté a mi vecino, que frecuentaba mucho la casa.

—¿Ves —repuso— al encargado de trinchar? Pues se llama Trincha y cada vez que Trimalcio dice: “Trincha”, al mismo tiempo le llama y le da órdenes.

Incapaz ya de probar bocado, me volví al mismo comensal, para distraerme hablando con él y, tras unas cuantas preguntas, sin más objeto que iniciar la conversación, le pregunté quién era una mujer que durante toda la noche no dejó de ir de un lado para otro.

—Es la esposa de Trimalcio —me dijo— que se llama Fortunata y mejor nombre no podía tener, pues ha sido muy afortunada.

—¿Cómo es eso?

—Lo ignoro. Sólo puedo decirte que antes no hubiese recibido de ella ni el pan. Ahora no sé cómo ni por qué razón, es la mujer de Trimalcio, quien no ve más que por sus ojos, hasta tal punto que si a mediodía le dijese que era de noche, lo creería sin dudarlo. Trimalcio no sabe cuánto tiene, pero ella cuida y administra con celo toda su fortuna y se encuentra siempre donde no la esperan. Sobria, prudente, de gran inteligencia, tiene, sin embargo, una lengua viperina, que corta como una espada. Cuando ama, ama, pero cuando odia odia de verdad. Trimalcio posee vastísimos dominios, que cansarían las alas de un milano que quisiera recorrerlos. Amontona el oro de tal manera, que hay más dinero en su portería del que cualquier otro reúne con todo su patrimonio. De los esclavos, ¡por Hércules!, no creo que conozca ni la décima parte, pero todos le temen hasta el punto de que, a una señal suya, se meterían en una ratonera.

“No tiene necesidad, en contra de lo que podías haber supuesto, de comprar nada, pues nada le falta en sus dominios: lana, cera, mostaza e incluso leche de gallinas podría servirte, de antojársele. Sus ovejas le daban una lana bastante mala e hizo traer carneros de Tarento, para mejorar sus rebaños. Para tener miel ática, hizo traer abejas de Atenas, confiando en que al mezclarlas con las suyas mejorarían sus enjambres. Hace poco, hizo escribir a la India pidiendo semillas de setas y las mulas de su establo son todas hijas del onagro. ¿Ves esos hechos? Pues ni uno solo encontrarás cuya lana no esté teñida de púrpura o de escarlata. ¡Tal es la dicha de ese hombre!

“Además, no vayas a despreciar a sus libertos. Todos nadan en la opulencia. Fíjate en el del extremo de la mesa. Hoy posee unos ochocientos sestercios dobles. Salió de la nada y cargaba leña para poder vivir. Dicen, aunque yo no lo sé, que tuvo la suerte de apoderarse del gorro de un íncubo y allí encontró el tesoro. Si algún dios le ha hecho ese regalo, yo no lo envidio. No deja de ser, a pesar de todo, un liberto muy reciente, pero le aprecio. Hace poco, hizo grabar esta inscripción en la puerta de su casa.

CAYO POMPEYO DIÓGENES ALQUILA LA CASA DESDE LAS CALENDAS DE JULIO PORQUE QUIERE COMPRARSE OTRA.

—¿Quién ocupa la otra plaza destinada a los libertos? ¡Sabe cuidarse bien!

—No se lo reprocho. Había doblado ya su patrimonio, cuando le fueron los negocios por mal camino y en la actualidad no le pertenece ni uno de los cabellos de la cabeza. Pero, aclaremos que no es culpa suya, pues no hay hombre más honrado. La culpa es de algunos bribones que le despojaron de todo. Por desgracia, cuando se vuelca la marmita y se pierde la fortuna, desaparecen todos los amigos.

—¿Cuál era su ocupación antes de la desgracia?

—Empresario de pompas fúnebres. Solía comer mejor que un rey. En su mesa se servían jabalíes enteros, pasteles, aves, ciervos, pescados y liebres. Derramaba más vino en su mesa que el que hay en muchas bodegas.

—Resulta fantástico.

Cuando se torcieron sus negocios, temiendo que los acreedores le censurasen por sus hijos, hizo fijar este cartel en la puerta:

CAYO PRÓCULO VENDERÁ AL MEJOR POSTOR CUANTO SUPERFLUO HAYA EN SU CASA.

Una vez retirado el segundo servicio Trimalcio interrumpió la agradable conversación que, al estar excitados todos por el vino, se había generalizado.

—¡Bebed!—dijo para cobrar nuevas fuerzas— hasta que los pescados que hemos comido puedan nadar en nuestros estómagos. Os pido, no obstante, que no creáis que me contento con los manjares que nos han servido. ¿No conocéis a Ulises? ¿Cómo es posible? Me parece muy oportuno que mezclemos los placeres de la mesa con las disertaciones más profundas. ¡Que las cenizas de mi protector reposen en paz! A él le debo poder representar el papel de hombre entre los hombres. Por tanto, no debe sorprendernos como novedad cuanto se sirva. Así, queridos amigos, os debo explicar la alegoría que encierra ese globo que acaban de llevarse. El cielo es la morada de esas doce divinidades, de las que sucesivamente toma forma. Tan pronto se halla bajo la influencia de Aries, cuantos nacen al amparo de tal constelación poseen numerosos rebaños, lana en abundancia, siendo testarudos, descarados y farsantes. Es un signo que precede con frecuencia el nacimiento de estudiantes y oradores (aquí aplaudimos con entusiasmo la ingeniosa sutileza de nuestro anfitrión y astrólogo). Tan pronto, bajo la de Tauro, que viene inmediatamente a gobernar el cielo, nacen los libertinos, los glotones y los borrachos, todos cuanto sólo buscan satisfacer sus apetitos más brutales. Los que nacen en la época en que impera Géminis, buscan emparejarse como los caballos del carro, como los bueyes de la carreta, los dos órganos generadores, que por igual enardecen a ambos sexos. Como yo nací bajo la adoración de Cáncer y, lo mismo que ese anfibio, marcho con varios pies, extendiendo mis propiedades por los dos elementos, he colocado una corona sobre ese signo, para no desfigurar mi horóscopo. Los grandes comedores y los ambiciosos de dominio nacen bajo Leo; bajo Virgo, las mujeres, los afeminados y los gandules destinados a la esclavitud; son de Libra los carniceros, los perfumistas y cuantos venden mercancías al peso; los envenenadores y asesinos bajo Escorpión; de Sagitario, los bisojos que parecen mirar las legumbres y se llevan el tocino; de Capricornio, los farderos cuya piel se endurece con el trabajo; Acuario vela por los tenderos y por todos aquellos a quienes se les han vuelto los sesos agua; y Piscis preside a los cocineros y oradores. Así, el mundo va dando vueltas como una muela y siempre hace daño a los hombres que nacen y mueren. Tampoco el césped que se ve en medio del globo ni el rayo de miel se han hecho sin una razón. La Madre Tierra, redonda como un huevo, situada en el centro del universo, tiene en sí misma cuanto bueno existe, como la miel. 

Petronio