Kit de asalto urbano

Sastrería Falabella en Santiago, Chile, 1926 , Biblioteca Nacional de Chile

Ralf Ortiz


 

 

But don't forget the songs 
That made you cry 
And the songs that saved your life 
Yes, you're older now 
And you're a clever swine 
But they were the only ones who ever stood by you

-Morrissey

 

 

A mí me gustaba más trabajar en la sastrería de mi abuelo paterno que en la tienda de pinturas de mi padre. La sastrería estaba en la esquina de la Damián Carmona (donde sucedió todo, ¡TODO!) y la calle San Luis. Siempre había algún radio encendido con boleros de Javier Solís, canciones de Bienvenido Granda, danzones y cosas así. Siempre había algo que hacer.

Los casimires tenían un aroma único. No hay lugar en este mundo que huela como la sastrería. Aparte del aroma, ahí aprendí a planchar. A planchar a la antigua, con una plancha pesada, un trapo húmedo que se pasaba ligeramente sobre el casimir y una tenue manta que se ponía sobre el pantalón, para que no quedara lustroso. La verdad es que desde chamaco plancho bien. Aún plancho con un toque artesanal.

Mi abuelo se llamaba Santos. Él ha sido la única persona que he conocido a quien el nombre le iba perfecto, lo digo aunque tenga tantos años siendo un hereje. El pantalonero se llamaba Guadalupe, pero le decíamos Juan porque Lupe no es nombre de vato. Ahí, en la sastrería, nadie gritaba. Nadie le decía ruido infernal a mi música. Todos los visitantes que no iban como clientes le tenían tal respeto, cariño y admiración a Don Santos, que era refrescante. Me acuerdo que nos visitaba un tránsito en su Harley-Davidson, con un uniforme impecable, como el de Luis Aguilar en A toda máquina. Murió en un accidente cumpliendo su deber, y quizá sea el único policía a quien nunca vi con desconfianza o aversión.

 

Los primeros discos que tuviste, te los regalaron. Después compraste lo que te iba interesando. Ibas a esa estrecha pero larga tienda en el centro de San Luis. Ahí conseguiste dos sencillos (uno de ellos, “ABC” de los Jackson 5). Pensaste que sería todo, pero la señora de la tienda te dijo: “Joven, si le gusta ese, también le va a gustar este”. Te llamó joven y apenas tenías unos nueve o diez años. ¡Joven! Quizá eran esos pantalones acampanados a rayas rojas, azules y blancas. Te puso “Day Tripper” de Los Beatles en la mano. ¿Cómo no amar a los Beatles? Ahora sí te podrías pelear con tu hermana por la consola y ganarle a su Leo Dan. “Tenga cuidado que no les dé el sol, joven”, dijo ahora la señora. ¡Joven otra vez!

Te subiste a la Schwinn azul de manubrios altos y pedaleaste rápido para llegar a la sastrería. ¿Te acuerdas cómo usaste tus primeras propinas y “domingos”? Cómics y carritos Hot Wheels o Matchbox. Dulces.


Césped podado.
Hierba mala arrancada.
Jardines de casas de viejitas regados.
Casitas de perro pintadas.
Menos cómics comprados.
Ciento ochenta dólares ahorrados.

 

La tienda de pinturas de mi papá me permitía hacer algunas transillas inocentes. A un lado de la tienda había una carpintería de una amiga de mi papá, el Jamaney. Siempre iban a comprar con nosotros. Uno de los trabajadores llegaba y me decía: “Rafa, dame diez pesos de estopa”. Las bolsas de estopa de diez pesos ya estaban hechas, sólo era cosa de entregársela. “¿Cuánto es, Rafa?” “Son once pesos, Chino”. “Toma, te debo un varo. Al rato te pago”. Siempre llegaba y pagaba el excedente de la bolsa de estopa o del thinner, que se usaba para trabajar. El Chino no era de los que anduvieran inhalando solventes industriales. Si acaso era borrachín de fin de semana, pero siempre iba a trabajar los lunes. La cosa estaba en que mi sueldo era en forma de un “domingo” (una remesa) y algunos pesillos adicionales por ir a trabajar. Había que ir al banco. Acompañaba a mi papá al café. Años después, aún me arrepiento de no haberme fijado cómo era Mil Máscaras sin máscara, pero igual me presentó al Cavernario Galindo. Ese qué. Lo veíamos cuando comprábamos carnitas los domingos.

 

Horario del sistema de transporte público de Los Ángeles guardado en bolsillo.
La Puente Hills Mall ubicada en el mapa de rutas.
Boleto y transfer pagado al subir autobús.
Viaje de una hora y media lleno de anticipación.
Bajarse del autobús afuera del estacionamiento y cruzarlo todo a pie.

 

Ir a la sastrería era más divertido porque me podía ir a ver discos, ir al mercado a comer gorditas, escaparme para la matiné de luchadores o de Tin Tan al Cine Hidalgo. Cuando tenía que ir a entregar un traje, me daban para el camión. Pero me iba a pie. Al entregarlo, quienes no lo sabían se enteraban de que era nieto de Don Santos y gustosos me daban una jugosa propina (“para un refresco, para el camión de regreso”). Yo me iba a pie, llegaba acalorado y me daban para otro refresco. Todo al bolsillo para cómics, cochecitos, cine, dulces, y mi nuevo vicio: los discos.

 

La señora de la tienda se sorprendió cuando compraste el Waiting For The Sun de los Doors. Era tu primer álbum. Sé honesto y di que lo compraste porque se veía “bien chido”. Ya no sólo comprabas discos de 45 revoluciones, esto era de grandes. ¿Y en su casa no le dicen nada, joven?” Tú le dijiste que no, pero te dijeron que eso era música de viciosos, mequetrefes y mariguanos. Como tú no eras nada de eso y te faltaban varios años para saber qué era un mariguano, no te importó. Afortunadamente nunca has sido parte de ninguna de esas categorías. Ya cantabas canciones de Los Beatles, Herman’s Hermits y hasta de los Doors. Ya que te dijera joven la de la tienda tenía perfecto sentido. Tenías unos diez u once años.

 

Llegar a tienda y sentirse abrumado.
Mucha gente curiosa viendo los Walkman.
Ya estaba ubicado el modelo, sin radio, para qué.
Baterías no incluidas.
Caja de cassettes Sony rojos en oferta comprada.
Baterías instaladas.

 

El trabajo en la tienda de mi papá y el de la sastrería dejaron de existir antes de llegar a la plena adolescencia. Ir a un país nuevo y darte cuenta que te vistes como señor requiere de medidas extremas. La ruta de periódicos tuvo que ser para comprar Levi’s, tenis y playeras, y para darme cuenta que –aunque mi papá no era fan de mi nuevo vestuario– lo que hacía con el dinero ganado honestamente en el trabajo, se respeta. Otra vez discos de 45 revoluciones, un tocadiscos portátil comprado en la Broadway de Los Ángeles donde se les avisa a los gabachos que “se habla inglés”, para que no le saquen. Compraba cómics en la tienda del papá de Big Mike, un cholo mortal de quien me hice amigo. Ya no compraba cochecitos. Ya no había “domingos”. Ya mi entretenimiento corría por mi cuenta, menos ir a los juegos de los Dodgers, los Angels o los viajes a Disneyland.

 

La chica de la tienda de discos de Montclair se sentía como si ella fuera la mismísima Debbie Harry o la Joan Jett. No te decía joven, ni nada. Te veía por arriba de los aros de sus lentes, compraras, lo que compraras, el Out Of The Blue de ELO o Reggatta de Blanc de Police, o The Knack, o lo que fuera. Pero no necesitabas que ella validara tus compras. Ni ella ni nadie más. Ya tus discos eran un mundo tuyo y para ti. Ahí seguía la emoción de esas primeras compras. Ya uno va creciendo, pero cualquier melómano que se respete y tenga ese fetichismo por la música física, se va a emocionar al adquirir discos siempre. No importa que la dama y los otros empleados de la tienda de Montclaire se sientan estrellas de rock. Trabajan en una cadena de tiendas ganando el mínimo y seguramente también ellos se emocionaban cuando adquirían ese disco cool, tan cool como ellos se sentían. Y nada de eso está mal.

 

Había que estrenar con estilo.
Caminar a la tienda de discos.
Comprar un par de cassettes anhelados: I Love Rock ’n Roll y Freeze-Frame.
Luego a la tienda de tenis por unos Nikes blancos de paloma azul.
Paquete de cumpleaños completo.
Cruzar otro estacionamiento con prisa.
Autobús a tiempo.
Subir.
Sacar los audífonos de esponja naranja.
Abrir cassette e insertarlo.
Dar play y aislarse.
Suspirar dentro de la armadura del primer kit de asalto urbano

 

La primera versión del Urban Assult Kit versión fue esa. Fue mi auto-regalo de cumpleaños, mi walkman, pilas y dos cassettes originales, I Love Rock ’n Roll de Joan Jett & The Blackhearts, y el Freeze-Frame de J. Geils Band. De ahí, el kit se convirtió en una mochila llena de cassettes. Un montón de cassettes; unos grabados de la radio y otros en mi estéreo Fisher. Después ya sólo llevaba cassettes selectos que iban en acorde al humor y estado mental y emocional del día. Del Walkman pasé al Discman. Sólo escuchaba discos completos. Nunca los cambiaba a medio disco. Recuerdo cuando salió Lateralus de Tool. Lo escuché por varios días seguidos, sin sacarlo del Discman. Hasta que soñé que tenía una agencia donde enseñaba a las personas cómo ser fantasmas, para que tuvieran algo que hacer después de morir. Sólo escuchaba mis discos originales en un estuche maravilloso que bien podría confundirse con bolsa pequeña de señora copetona. Desde hace años lo hago con mi MiniDisc. Obviamente siempre hay al menos dos pilas adicionales en la mochila.

La verdad es que el kit de asalto urbano requiere de piezas de mi fetichismo: discos, MiniDisc y (obviamente) cassettes. Una vez dicho eso, las armas de este yihad sónico que vivo día a día, son las canciones. Las que te hacen sonreír, llorar, recordar, y olvidar, las que te salvan la vida. Por viejo que estés, y por audaz que seas, no olvides que fueron y son ellas son las únicas que siempre te acompañan, las que siempre te han hecho paro.

Pocas cosas en esta vida son tan relajantes como el aroma de los casimires, o como sentarse al aire abierto a fumar un puro robusto, o viajar en el autobús para un trayecto largo. Todo eso envuelto en canciones de Bruce Sringsteen, de los Smiths, de Neil Young. Todo eso en plena guerra santa sónica contra la mediocridad. Todo eso armado con tu kit de asalto urbano.

 

 

***
Rafael Ortiz Aguirre
 (San Luis Potosí, 1963) es doctor en cool, punk añejo, musicómano sin cura, entusiasta de la lucha libre y el futbol americano y escritor pop. Ha trabajado en la radio, es profesor de inglés, escritor de cuentos cortos y chef amateur.

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