Cruzar el Atlántico, de José Luis Martínez
Jaime Panqueva

Dentro de la colección Centzontle del Fondo de Cultura Económica, me presentaron hace unos días un librito (por su tamaño físico) del humanista José Luis Martínez, quien además de escritor fue, entre muchas otras , director de esa institución hacia finales de los 70 y comienzos de los 80. Cruzar el Atlántico es un breve y divertidísimo resumen de Pasajeros de Indias, Viajes transatlánticos en el siglo XVI, libro galardonado en su momento por el Fondo de Cooperación Iberoamericana, que compila todas las peripecias y detalles sobre los preparativos, la travesía y la llegada de los navíos a lo largo y ancho del Atlántico.
Y cómo han cambiado los tiempos, en este caso para bien de los viajeros, lo que se muestra en las narraciones citadas, en particular una carta de Eugenio de Salazar, personaje del siglo XVI que a cualquiera le gustaría invitar a tomarse unas cervezas, que narra con gran humor y sinceridad las penurias en aquellas embarcaciones atiborradas de cristianos y mercancías a cargo de tripulaciones que carecían de tecnología, pero estaban llenas de saber práctico y superstición: ¡Oh, cómo muestra Dios su omnipotencia en haber puesto esta subtil y tan importante arte de marear (navegar) en juicios tan botos y manos tan groseras como las de estos pilotos!, se queja.
El madrileño tuvo que enfrentarse en 1573 a los peligros e incomodidades insoportables para nuestros días, para asumir el cargo de oidor en la isla de Santo Domingo, donde iniciaría una carrera destacada en tierras americanas, que cerraría en 1599 con su regreso a España para ocupar un lugar en el Consejo de Indias. Su prosa es tan divertida como aguda su mirada y desparpajado su humor para recoger detalles invaluables como las cantinelas de los marinos, el manejo de sus instrumentos, y hasta la manera de descomer en un navío en altamar... Si alguien se queja de la incomodidad de los compartimentos sanitarios de nuestros modernos aviones comerciales, bien haría en darle una leída a las historias de hace algunos siglos.
Y si dudamos de nuestros extraordinarios lujos contemporáneos, pensemos que un viaje en altamar duraba más de dos meses sin tocar tierra, y la comida hacia el final de la travesía estaba echada a perder, o tan cubierta de sal, que provocaba una sed sofocante en una embarcación cuya agua se racionaba en extremo. Si se queja de que apenas le permiten subir una maleta de 23 kilos para un viaje de unas 10 horas, considere que en aquellos días se calculaba una tonelada de peso de bastimento por tripulante, y que si alguna vez deseaba comer algo caliente durante esos meses, se recomendaba ante todo hacerse buen amigo del cocinero de a bordo, para que éste le diera acceso al fogón. Gran libro para leer en salas de espera o a bordo de un crucero...
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