Es lo Cotidiano

CUENTO

Candelabros en el bosque

Jorge Omar Muñoz

Candelabros en el bosque - Omar Muñoz
Candelabros en el bosque - Omar Muñoz
Candelabros en el bosque

Corría. No recordaba cuánto tiempo llevaba haciéndolo, sólo sabía que no debía parar. La lluvia se había intensificado y su ropa empapada le pesaba más que antes. El lodo se había colado en sus zapatos, haciendo que el roce entre la gravilla y sus pies en movimiento comenzaran a lacerar su piel.  Pero era de su cuello de donde surgía el verdadero dolor. Un instante de silencio en el bosque,  y la esperanza de haber perdido a su perseguidor, le dieron la confianza de detenerse a mirar atrás. Una bala respondió su acto, convirtiendo su cuello en parte de la trayectoria. Dejó de creer que apelar a la torpeza de aquél que lo seguía sería una opción para sobrevivir. Todo consistía en su resistencia; existir se resumía en cuán grande era su deseo de permanecer con vida. Si la muerte se cernía sobre su cuerpo con el resabio de la sangre acaparando su boca, la desdeñaba con el recuerdo de su hija. “Dos pasos menos para llegar con ella”, era la frase que acompañaba su trote. Sabía que volvería a su hogar, quizá su hija lo increparía por haber llegado a altas horas de la noche, pero estaba seguro de poderlo remediar llevándole un pastel de zanahoria. Quiso imaginarse la sonrisa que pondría, pero su deseo fue interrumpido por el escándalo de un trueno que hizo reverberar la tierra y sacudir las copas de los árboles. Una luz blanca se dilató por el bosque, sintió que perdía el equilibrio, sus pies ya no estaban en el suelo, una sensación de vértigo se apoderó de él, y la tierra culminó en su rostro.

            Abrió los ojos. La garganta le punzaba, cuando se llevó las manos al cuello sintió cómo el fango se colaba entre sus dedos. No tardó en darse cuenta de que no había parte en su cuerpo que no tuviera lodo. Eso le preocupó, sabía que la herida en su cuello o en cualquier otra parte podía infectarse sino encontraba ayuda pronto. Miró a su alrededor para ubicar a su perseguidor. No lo vio por ningún lado, pero otra cosa lo perturbó. Frente a él, en el claro del bosque, se erguía un edificio. Estaba hecho de concreto. Una franja de tres ventanas separaba cada uno de sus seis pisos. Pese a que la mañana dispersaba la noche, aún podía notar la luz que emitía en el techo un enorme letrero que decía “Hotel”. Perplejo, se levantó del suelo. Cuando estuvo de pie sintió que el mundo giraba. Había perdido mucha sangre, y pese a la desconfianza que ese edificio le causaba, no tenía más remedio que entrar si quería sobrevivir.

Lo primero que notó a la entrar fue el excelente estado en que se encontraba todo. Un candelabro de cristal iluminaba el vestíbulo, las paredes y los sillones de la sala de espera estaban hechos con una madera que parecía recién barnizada, y una alfombra roja cubría todo el piso.

***—¡Necesito ayuda..!

Intentó gritar para cerciorarse de estar solo, pero el dolor en el cuello lo hizo detenerse. Pese a eso, su voz había sido lo suficiente fuerte como para propagar un eco…

Al fondo del recinto, postrado detrás de una mesa de recepción, un hombre de mejillas hundidas observaba al recién llegado.

—¿En qué lo puedo ayudar, mi buen amigo?

El herido se alteró cuando escuchó aquella voz. No había visto al recepcionista y tampoco sabía con exactitud qué provocaba su sensación de intranquilidad: que el desangramiento comenzara a dejarlo sin visión, o que aquella persona hubiera aparecido de forma inesperada.

Se acercó con recelo a la mesa. El recepcionista no parecía inmutarse ante el estado tan deplorable en que se encontraba el herido. Tenía una sonrisa afable que le realzaba los pómulos de tal forma que parecían sonrojados. Lo impoluto de su traje gris estaba acorde con el ambiente del hotel. Lo único que parecía fuera de lugar eran sus ojeras que delataban su estado de vigilia.

—Escúchchame bien –dijo el herido-: un hombre armado me persigue. Ya logró acertar uno de sus tiros en mi cuello. Si tuvieras un botiquín de primeros auxilios a la mano, o pudieras proporcionarme un teléfono para llamar a la policía te deberé mi vida.

 

—Claro que sí, mi buen amigo –contestó el recepcionista-; aquí estamos para servirle. El teléfono está al final de la mesa. Además, está de suerte, yo soy paramédico. Puedo esterilizar esa herida suya en un santiamén.

Por un momento las palabras del recepcionista surtieron un efecto balsámico en su cuerpo. La presencia de Dios era la única explicación que tenía ante semejante milagro. Aquella imagen de su hija comiendo pastel apareció tan nítida en su cabeza como si la estuviera presenciando. Llegó al final de la mesa y buscó por todas partes el teléfono, sin lograr su cometido.

—Aquí no hay ningún teléfono –habló nervioso el hombre herido.

—Nadie lo ha movido de ese lugar, buen amigo –respondió el recepcionista, que buscaba el botiquín en una gaveta-. Pero permítame un segundo, enseguida rectifico si estaba en un error.

Hizo una mueca de complacencia, volvió a cerrar la gaveta y se dirigió a donde estaba el hombre herido. 

—Mi buen, amigo –dijo sonriendo el recepcionista-, creo que su herida ha empezado a cobrarle factura a sus ojos. El teléfono está frente a usted.

Buscó de nuevo, pero no vio nada. Creyó que ese hombre le estaba tomado el pelo, mas la convicción con la que decía las cosas lo hizo dudar. También estaba seguro de que sin importar la cantidad de sangre que hubiera perdido, eso no hacía que desaparecieran objetos. El recepcionista pareció notar su desconcierto y, semejando un acto de mímica, levantó el brazo derecho y lo llevó a su oreja como si trajera la bocina de un teléfono, mientras que con la izquierda empezó a mover los dedos como si estuviera tecleando un número.

—Tome, ya está marcando.

El herido dio unos pasos atrás. Vinieron a su boca unas palabras que no pudo evitar murmurar.

—Estoy perdiendo la razón.

Por algún motivo le vino a la mente una conversación donde le dijeron que uno de los principales síntomas de los locos es que negaban su demencia. Él ya se veía como uno, así que de cierta forma se había exonerado de serlo. Su lógica lo reconfortó, sin embargo, no tuvo el mismo efecto cuando lo implementó en el recepcionista. Para él existían objetos en la nada y no parecía retractarse de ello. Un síntoma evidente de locura. Tampoco sabía si era violento o no. Debía tener tacto con él, ya había sobrevivido a un asesino, estaba seguro que podía manejar a un loco.

—Gracias, cambié de parecer; prefiero resguardarme aquí hasta que mejore.

—Mejores palabras no pudo pronunciar, mi buen amigo –replicó el recepcionista-. Créame que este lugar le parecerá divino.

El recepcionista colgó el teléfono invisible y salió detrás de la mesa de recepción. Llevaba algo cuadrado entre sus manos, que el hombre herido no lograba ver.

—Ya llevo el botiquín conmigo. Sígame, la enfermería es por aquí.

Lo condujo hacia unas cortinas rojas cercanas a la puerta de ingreso. Al correrlas vio una báscula, una cama y una ventana con vista al bosque. El recepcionista indicó con una señal  que se sentara en la cama. Lo hizo sin dejar de ver cada cosa que éste hacía. Lo vio abrir el cuadrado invisible y, tomando entre sus dedos algo que parecía muy delgado, indicó al hombre herido que moviera su cuello.

—Procuraré hacer esto con el mayor cuidado posible, no se preocupe.

El recepcionista comenzó a hacer movimientos con su mano, similares a la forma en que un médico cose la herida de un paciente. El herido ya no soportaba estar cerca de él. Tenía que crear una manera de alejarse. Buscó en la enfermería algo con qué golpearlo, pues si intentaba atacarlo cuerpo a cuerpo, estaba seguro de que perdería. Necesitaba tomar ventaja con un objeto; desafortunadamente no encontró nada.

—Listo, mi buen amigo. Quedó como nuevo.

Pese a haber dicho esto, al hombre herido seguía doliéndole el cuello. El recepcionista le dio la espalda para guardar lo que había sacado de la caja invisible, quedando perfilado justo frente a la ventana. El  herido no lo pensó dos veces, y con las fuerzas restantes de su cuerpo empujó al recepcionista, que salió despedido de la habitación, llevándose consigo los vidrios de la ventana. El herido se paralizó unos segundos, y después de entender que lo que había hecho no duraría para siempre, se dirigió a la puerta para salir del hotel. Cuando llegó ahí sintió que se le helaba la sangre. Notó cómo, de una sombra que se contorneaba en la espesura del bosque, salía el hombre que le había disparado. Sus rodillas ya no pudieron más  y se tiró al suelo. El miedo lo había abrumado; no pensó en esconderse en una habitación o defenderse con algo. Todo acto sería inútil y lo llevaría directo a la muerte: si salía del hotel, el hombre que le disparó terminaría lo que empezó; si se quedaba escondido, el recepcionista lo encontraría y desataría su locura. Lo único que le quedaba era la dignidad de decidir dónde iba a morir, dónde los recuerdos de su hija se iban a perder para siempre.

El asesino comenzó a caminar en dirección al hotel. A lo lejos, se escuchaba cómo se reincorporaba el recepcionista, estrujando con las suelas de sus zapatos las virutas de vidrio que habían quedado en el suelo. El herido se llevó las manos a la cara, quiso mantener en la incógnita quién lo llevaría a la muerte. Pasados unos minutos se dio cuenta de que nadie llegaba. Al bajar las manos vio que el asesino se había detenido ante un bulto tirado en un charco de lodo. Concentrando su vista en la cosa que detuvo al asesino, se dio cuenta de que era él mismo. Inmóvil y a su merced. El asesino levantó su pistola a la altura del bulto y, sin decir nada, disparó. El herido, que desde la puerta no hizo más que contemplar su muerte, cayó de bruces al piso.

El sonido de un teléfono hizo que se reincorporara; se dio cuenta que ya no había lodo en su ropa. El dolor en el cuello se había ido, y al tocarlo sintió hilos entreverados en su carne. El teléfono seguía sonando y por fin lo ubicó encima de la mesa de recepción, justo donde el recepcionista lo contemplaba, con la misma sonrisa con la que lo había recibido por primera vez.

—Esa debe ser su hija, mi buen amigo. Me tomé la libertad de llamarla para decirle su ubicación. Me temo que deberá explicarle los motivos por los que no volverá a verla. Por cierto, bienvenido al hotel Estigia.                




***
Jorge Omar Muñoz Martínez (León, 1994). Licenciado en Cultura y Arte por la Universidad de Guanajuato. Obtuvo el segundo lugar en el premio Espiral de cuento (2017) y la mención honorifica en la modalidad de ensayo, en el concurso nacional de creación literaria de la UASLP (2018). Alumno del centro de creación literaria Xavier Villaurrutia (INBA 2017).

[Ir a la portada de Tachas 320]