ENSAYO
Jair Bolsonaro (o sobre la importancia de verse al espejo después de lavarse el rostro)
Una mano lava a la otra y las dos lavan la cara.
I
¿Qué piensan en Guanajuato de Bolsonaro? Arroja mi madre, desde el sofá, levantando la mirada de una de esas milagrosas pantallas que, periféricamente, nos conectan con los dispositivos móviles. Cuando yo recojo la pregunta, no hecha para provocar sino para encontrar en mi pensamiento y en las compañeras de mi pensamiento un apoyo solidario, hierve mi sangre y reviento. Es por eso que, antes de responder, me siento —sentado— con el derecho de responder esta pregunta, aunque no haya sido hecha para que yo la dotara de contenido.
Estoy hasta el copete con las preocupaciones que los falsos intelectuales despiertan, escondidos tras su sorpresa e indignación por el ascenso de la ultra derecha al poder. Es por eso que nos invito a repasar algunas alertas que pasamos, con mucha comodidad, por alto —si no es que incluso nos detuvimos a aplaudirlas con gestos que recuerdan al chango al que se le da cuerda para que toque los platillos— y que deberían resignificar nuestro presente de una manera diferente.
Diciembre de 2006, Felipe de Jesús Calderón Hinojosa —FeCal le decíamos—, en un gesto que parece haberse escurrido más subrepticiamente de lo que debe ser permitido para algo de este talante, tal vez escondido detrás de estúpidos elogios o de estupidizantes televisoras monopólicas, declara la guerra al narcotráfico. Permítanme repetirlo: DECLARA LA GUERRA. El conflicto armado —además de las medidas económicas neoliberales que, a ojos de estos mismos intelectuales que me irritan, son cosa completamente separadas— es la vena que une y pacta con sangre la alianza entre los partidos de la alternancia. Fuentes que no son de izquierda, fuentes que no son marxistas, fuentes que tienen esa pretensión de neutralidad que tanta nausea me provoca —si me preguntan por qué las cito, les responderé que es para que la petición de objetividad de mi lector ofendido, socialdemócrata, no se ofenda—, fuentes lejanas a mí corazón, dicen que en menos de 12 años las víctimas relacionadas con el conflicto son 250,000 (muchas más de las que pueden obtener un rostro en mi imaginación), a las cuales se suman 30,000 desaparecidos. Muchas de las dictaduras militares de Latinoamérica palidecen, vivimos en el topos soñado de Videla y Pinochet. Si bien es cierto que a Víctor Jara le cortaron las manos y no quiero reducir el sufrimiento provocado por cualquier tipo de violencia, a mis compañeros que estudian cine los disolvieron en ácido. Y no crean que confío en la versión oficial, es sólo que estoy seguro de que la disolución en ácido no es un destino muy distinto al que realmente tuvieron —sea al cual sea que alguien pueda tener en manos del Estado capitalista.
Premio Nobel del 2007, Albert Arnold Gore Jr. —Al Gore para sus cuates—, en lugar de recibir un Oscar a mejor documental, que ya me habría indignado, recibe el Nobel de la Paz. Cito de memoria, porque jamás me he sometido a una segunda revisión de este documento: “así como nos unimos contra los comunistas, debemos unirnos contra el cambio climático”. Ésta, a grandes rasgos, es una de las frases con las que cierra el documento fílmico que le merece la distinción al expolítico norteamericano. Gore iguala la destrucción —provocada por el atropello del dominio técnico (eficiencia económica) en nuestra relación con la naturaleza que, para nuestras mentes educadas en la razón y maleadas en el fordismo, está allá, lejos, separada—, la destrucción gore al pensamiento de izquierda. Memoremos que la CIA comenzó persiguiendo no en Rusia —donde dominaba una estructura epistémica similar: destripar— y sí en el seno de grupos de trabajadores, buscando obtener un poco más que sólo lo burdo. Premiemos el pacifismo de alguien que cree que las personas con ideas como las mías en la cabeza debiéramos ser aniquiladas; premiemos los esfuerzos divulgativos de alguien incapaz de encarar diálogo con lo otro. Las manos con las que recoge la medalla quisieran estar más manchadas de sangre.
Premio Nobel 2009, Barack Hussein Obama II —the black president—, segundo político demócrata[1] de altísimo perfil en recibir el premio Nobel de la Paz en dos años, dice que la guerra puede ser necesaria. Más todavía, con el reconocimiento entre manos admite haber sabido que la guerra es necesaria en ocasiones: arroja bombas sobre medio oriente, no frena las invasiones, tampoco renuncia a las colonias. Los relatos de terror de las familias de migrantes —¿de dónde a dónde migran?— suceden en el escenario construido y mantenido por su gobierno, y lo premiamos como la persona cuyos esfuerzos por la paz son los más dignos de recordar. Las manos con las que recoge la medalla necesariamente están manchadas de sangre.
En 2016, se candidatea Donald John Trump y comienzan los alborotos de estos falsos intelectuales: que es un fascista, que es un misógino, que es un racista —todavía necesito que me expliquen cuál sería la diferencia entre estos tres términos—. Quisiera responder a estas alertas y alarmas. Angélica Rivera había llegado golpeada al hospital, y no dijimos nada. El presidente negro deportaba niñxs centroamericanxs obligando a las familias escondidas a salir a la luz de la linterna de la policía de migración si no querían volver a ver peligrar la vida del pequeñx y remitiéndolos a la violencia —armada con armas selladas MADE IN THE USA— de sus países de origen; y no dijimos nada por su discurso pacifista y el juego de la demagogia de su color de piel. Quisiera hacer notar que el payaso anaranjado es, cuanto menos, más coherente que el negro. Y no me tomen a mal, no es que sea un valor que yo elogie, tampoco es que ignore que el recrudecimiento discursivo no implique un recrudecimiento real —porque ambas cosas no están separadas— y que Trump desea más sangre en sus manos y no aspira a ninguna medalla. Únicamente quiero evidenciar que la coherencia es un valor que Obama no tiene. De aquí no se desprende que uno u otro me parezca mejor, o que exista un mal menor. En realidad, ambos son igual de fascistas, IDÉNTICA E IDENTITARIAMENTE, pero uno lo esconde y su engaño nos basta para aplaudirlo, el otro lo exclama y provoca un eclipse a los ojos atrincherados en lo burgués.
En 2018, Jair Bolsonaro —con las manos en guantes blancos de tela y el uniforme lleno de medallas —, poco antes de ganar las elecciones presidenciales en dos vueltas, dice que la(s) dictadura(s) militar(es) debería(n) haber matado más, y todas las alertas —que los intelectuales siguen pensando como separadas— se vuelven a encender. El mecanismo que este eclipse pone en acción hace que se nos olvide que el gobierno de México hizo caso de estas palabras muchos años antes de que fueran mencionadas.
Es por esto que respondo. ¿Qué piensan en Guanajuato de Bolsonaro? ¿Qué piensan en Guanajuato de la alza de combustibles? ¿Qué piensan en Guanajuato de la reforma educativa? ¿Qué piensan en Guanajuato de Macri? En Guanajuato pensamos que vivimos en el estado más inseguro del país —que por los datos, a su vez significa vivir en uno de los estados más violentos del mundo—. Y ahora.
Me imagino a todos esos intelectuales pseudocríticos, dizque preocupados por la paz, buscando el agujero en mi razonamiento y encontrándolo: ¡Guanajuato no es el estado más inseguro de país! No me importa, díganselo al que se quedó sin dientes por la minera, el que se quedó sin ganas de desplazarse por la balacera, al que se quedó sin madre porque ella era mujer. Díganselo como cuando se lo dijeron al que huía desplazado de Ciudad Juárez o como cuando se lo dijeron al homosexual encerrado en Cuba. Es por eso que les lanzo otro dato, para que se regocijen con mi falta de rigor científico: también vivimos en el estado número uno en feminicidios, donde morir por ser mujer es tan frecuente que se ha hecho temática de moda para ser un escritor exitoso.
Así quiero cerrar, con una invitación: siempre que nos preguntemos cómo es vivir en un país en guerra (civil, como una opción), cómo es vivir la inseguridad de las calles venezolanas, cómo es vivir el hambre del pueblo cubano. Siempre que lo hagamos invito a que nos pongamos frente al espejo, que especulemos, que veamos dentro de los ojos de nuestra cultura y borremos todos los filtros nacionalsocialistas que tenemos: la crítica podría empezar dejando de acusar al otro abstracto dominado desde Bacon.
Y me despido exclamando: ¡sigan teniendo sus empresitas, sigan teniendo sangre en sus manos!
II
Mientras tanto, yo me lavo la cara; porque el sabor a sangre no se va de mis labios y las costras anidan debajo de mis uñas.
***
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[1] ¿Recuerdan que según Ayn Rand la propiedad privada es un requisito medular para ser demócrata?