Kursk: negligencia criminal
Fernando Cuevas
Tras el desastre humano y ambiental en Chernobyl, el sistema estatal soviético siguió su proceso de colapso que estalló a finales de los años ochenta. Poco más de diez años después, en el arranque del siglo XXI, otra catástrofe se vivió ahora en Rusia: un submarino nuclear de 154 metros de largo y poco más de diez de alto, conocido como Kursk K-141, se hundió el 12 de agosto del 2000 en el mar de Barents, por la explosión de un torpedo sobrecalentado que no se alcanzó a lanzar en un ejercicio de prácticas, mismo que provocó pocos minutos después que otros artefactos similares corrieran la misma suerte, matando a la mayoría de la tripulación, conformada por 118 personas; los sobrevivientes, alrededor de treinta, alcanzaron a refugiarse en la sala 9, esperando ser rescatados y luchando con sus propios medios para prolongar su vida.
Basada en Un tiempo para morir (2002) de Robert Moore, con guion de Robert Rodat y dirigida con solvencia intachable por el versátil danés Thomas Vinterberg (Todo es por amor, 2003; La caza, 2012), quien se diera a conocer con su aclamada La celebración (1998), inserta en el movimiento Dogma 95, Atrapados: una historia verdadera (Kursk, Bélgica-Luxemburgo-Francia, 2019) arranca con la realización de una boda de uno de los marinos que muestra el compañerismo del resto, vendiendo sus relojes para terminar de pagar la fiesta y lanzando brindis y cánticos jubilosos, antes de embarcarse en la inesperada calamidad. La apertura funciona para que podamos identificar a los personajes y en cierta forma conectarnos con ellos, sobre todo para darle mayor fuerza afectiva a las secuencias posteriores.
El realizador de la profunda Submarino (2010), de título premonitorio sobre su actual cinta, aunque en otra tesitura dramática, consigue aprovechar los espacios físicos y emocionales para desarrollar las diversas emociones que flotan en la historia, algunas hundiéndose irremediablemente y otras surgiendo frente a la adversidad; notable es el aprovechamiento de la luz propia de la narración para filmar las escenas al interior del submarino. La edición consigue entreverar con fluidez las secuencias en los dos ámbitos principales donde se desarrollan los acontecimientos: el interior angustioso y solidario, y el exterior controvertido y conflictivo, cargado de incertidumbre. Un score por momentos apesadumbrado y en otros más emotivo, acompaña los sucesos de dolor y esperanza en torno al hundimiento, con puntual coherencia.
El reparto cumple con interpretaciones que permiten adentrarse en la tragedia, desde las diversas perspectivas contempladas: Matthias Schoenaerts, a quien el realizador ya había dirigido en Lejos del mundanal ruido (2015), combina el tono heroico con el íntimo, en tanto Léa Seydoux en el papel de su esposa, muestra la desazón y la capacidad de enfrentamiento con el sistema, topándose con pared en la figura del venerable Max Von Sydow, acá como el imperturbable y mentiroso jefe que impide la posibilidad de toda ayuda extranjera. Colin Firth asume el rol del líder de la flota británica en plan apoyador, en tanto Peter Simonischek (Toni Erdmann, 2016) el del comandante ruso que lamenta la situación de infraestructura y política de su patria; el resto del elenco cumple con la representación de las claustrofóbicas y drmáticas situaciones.
Inscrita en el cine de desastres y tangencialmente bélico, si bien particularmente emparentada con filmes como Colosos del mar (Wise, 1958), Al borde del abismo (Harris, 1965), Das Boot (Petersen, 1981), La caza al Octubre Rojo (McTiernan, 1990), Marea roja (Scott, 1995), U-571: La batalla del Atlántico (Mostow, 2000), K-19: The Widowmaker (Bigelow, 2002) y Misión submarino (Marsh, 2018), entre otros, que se han sumergido en los mares desde la realidad o la ficción para adentrarse en los laberínticos submarinos y sus peripecias, la cinta logra mantener la tensión a pesar de conocerse el desenlace de la historia, entre las intentonas de los rusos con su equipo obsoleto –el otro se fue para que los turistas bajaran a ver el Titanic- y la llegada de buzos noruegos y británicos, a pesar de las resistencias de la burocracia.
Por alguna equivocada razón (probablemente para evitar problemas políticos de mayor escala), en la película no se menciona en ningún momento al presidente Putin (sí, el mismo que está ahora), quien optó por irse de vacaciones (en aquel momento), acentuando el desprecio de un sistema por sus propios hombres, considerados sólo marineros dispuestos a morir por su patria. El orgullo absurdamente entendido de no pedir ayuda a tiempo, por aquello de no mostrarse falibles y acaso ocultar algunos secretos militares, fue una de las principales causas de la profundización de la tragedia, en similar tesitura al desastre acaecido 14 años antes.
Por supuesto, la mentira descarada se usó como arma –fallida- de contención ante el juicio de un mundo más globalizado, y sobre todo frente a la desesperación de los familiares, tratados como ciudadanos de segunda fácilmente manipulables. Elocuente es la mirada y actitud del hijo del protagonista: un sistema que le quitó a su padre no merece recibir un saludo, solo miradas de dolor, desprecio y absoluta incomprensión por cómo un gobierno puede tratar así a su propia gente, tanto a los marinos al pie del cañón, como a sus seres queridos.
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