viernes. 19.04.2024
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CUENTO

Nada más que un cajero

Samael Alba

Nada más que un cajero - Samael Alba
Nada más que un cajero - Samael Alba
Nada más que un cajero

Bip, hacían las máquinas; bip, el eco en mi oído; click, hacía mis dedos al operar la computadora y registrar el producto; clack, hacían mis rodillas y mi espalda a la octava hora de estar de pie. Se acerca una anciana:

-Buenas tardes joven, ¿está cobrando?

“No, estoy como adorno de la tienda”, pensé.

-Claro, adelante.

Rondaba los ochenta y tantos, su caminar era auxiliado por una andadera, sus manos eran lentas y frágiles, el tamaño de sus lentes sobrepasaba el tamaño de su frente; tranquilamente comenzó a poner las cosas del carrito al mostrador.

-¿Puedo comenzar a cobrar? –Pregunté sin obtener respuesta.

Después de diez minutos logró vaciar la mitad del carrito, había dos personas detrás de ella mirándola con impaciencia; alejándose de la andadera, se acercó a la mitad que le faltaba por vaciar.

-Disculpe, señora, ¿puedo comenzar a cobrar? –Pregunté por segunda vez sin éxito.

Intentaba cargar bolsas que contenían manzanas y plátanos, su débil mano estaba por ceder cuando el hombre detrás de ella ofreció su ayuda, ella indignada, puso su cuerpo como barrera para que no se acercara, miró el mostrador casi completo de sus cosas y me vociferó:

-Bueno, ¿por qué no me estás cobrando? 

-Enseguida, señora. –Respondí.

Bip, hacía la máquina al poner el código de barras contra el láser; click, hacían mis dedos al presionar las teclas; en mi cabeza, sólo un suspiro.

-Sería un total de $3,690, señora.

Se encontraba detrás del carro, intentando librar su camino hasta su andadera donde estaba su bolso; luchaba contra el carrito, bordeándolo e intentando no perder el equilibrio, pues éste estaba ahora solo y no había peso que contrarrestara; había ahora tres personas detrás de ella, distintas a las anteriores, pero con la misma mirada de desesperación; a mí me quedaba esperar con amabilidad los seniles movimientos de aquella mujer.  Se habían ido las tres personas detrás de la señora, sólo había un joven que cargaba una sola caja de galletas, mirando la lucha de la anciana para llegar a la andadera, se acercó y preguntó:

-Joven, ¿puede cobrarme esto?  

-Claro, cuando la señora liquide su cuenta. 

-Pero sólo traigo esto, tengo prisa. 

-El sistema no me permite cobrar más cuentas hasta que esté liquidada la actual. 

-¿Y no puedo dejarle el dinero? 

-Necesito darle su ticket. 

-Pero no lo necesito. 

-Es la regla del establecimiento, señor. 

-¿Y si pago y de todas maneras tiro el ticket? 

-Ese ya no sería mi problema, mi obligación es dárselo en la mano.

-¿Y no puedes hacer una excepción? Tengo mucha prisa. 

-Intente en otra caja si gusta. 

-Vaya servicio, intente en otra caja.

La señora había llegado por fin a su andadera, con fragilidad, metió las manos en su bolsa; el caballero de la caja de galletas esperaba aún.   

-¿Cuánto me dijo, joven? 

-$3,690, por favor.

La anciana contaba los billetes lentamente, escuchaba en mi oído el eco del bip.

-Aquí tiene, joven. 

-Le faltarían $40, señora.

Su mano regresó a la bolsa de manera calmada, el caballero apretaba la caja y miraba constantemente el techo, resoplaba; atrás de él había dos nuevas personas. Recibí el dinero, se abrió la caja y salió un ticket, lo entregué; regresé la mirada al caballero, con su mano estaba estirando un billete hacia mí.

-Necesito que me preste el producto para pasarlo, señor.

Soltó la caja con desesperación, el láser hizo bip, antes de decir el total, volvió a estirar el billete, lo tomé, la caja se abrió, tomé monedas y salió un ticket, estiré la mano para entregarlos, él los tomó pacientemente forzado, tomó su caja y se fue.

Personas vinieron, los láseres hicieron bip, las teclas hicieron click, las cajas se abrieron, los tickets salieron y una de mis rodillas hizo clack. Fue entonces de esos raros momentos donde la gente deja de aparecer, los bips son pausados y descubro que hay otra persona frente y detrás de mí, haciendo click a las teclas, abriendo las cajas y entregando los tickets; una se acerca:

-¿Cansado? 

-No mucho, ¿y tú? 

-Un poco, ¿a qué hora entraste? 

-A las tres, entramos a la misma hora, ¿no? 

-No recuerdo. 

-Así fue.

-Bueno, ¿y qué harás después? 

-Seguir cobrando. 

-¿Al salir? 

-No sé, ¿qué día es? 

-Viernes. 

-Me parece que nada, hasta mañana. 

-Pero el domingo entramos por la mañana. 

-¿Ah sí? ¿Cómo lo sabes? 

-Lo vi en la tabla. 

-Ni en cuenta. En fin, no sé qué haré, ¿tú? 

-Podríamos ir a tomar algo.

Un grito interrumpió.   

-¡Chicos! Aquí no se viene a platicar, si no tienen gente, limpien su lugar de trabajo.

–Gritó la jefa de turno.

Regresé la mirada a la persona con la que antes estaba hablando, levanté los hombros a manera de resignación y caminé hacia mi espacio; no había trapo o harapo alguno para quitar el polvo de las máquinas, busqué a mi alrededor, nada. 

Un caballero que portaba lente oscuro dentro de la tienda, se acercó con un carrito lleno de cajas de cerveza.

-¿Está cobrando, joven?

“No, estoy por limpiar el polvo con el culo”, pensé.

-Claro, joven, adelante.

El caballero avanzó por delante del carrito, me estiró una tarjeta de crédito.

-Primero tengo que pasar el producto por la máquina, joven.  

Una nube invisible de alcohol llegó a mi nariz cuando el hombre suspiró al ver su error, se agachó por una caja de cerveza y de pronto se detuvo.

-¿Las tienes que pasar todas? 

-Con que me pase una caja está bien.  

Inclinó de nuevo la espalda, tomó una caja y la subió con torpeza; el láser hizo bip, las teclas hicieron click, antes de que la caja se abriera y antes de entregar un ticket, el caballero comentó:

-¿Tú no ibas conmigo en la prepa?

Miré detenidamente al caballero.

 -No lo recuerdo, sinceramente. 

-¡Sí!, sí eres, me acuerdo mucho de tu voz. 

-Ajá. 

-¿No te acuerdas? Estábamos en el “C”. 

-Sí, estaba en ese grupo, pero éramos como cincuenta y ocho pubertos.

Se quitó los lentes.

-Oh, ahora recuerdo, ¿Pedro? 

-¡No, wey! Humberto.

-Ah, claro, sí, ¿qué tal? ¿Cómo estás? 

-Bien, wey, ya soy papá, hoy es el bautizo, ¿recuerdas a Verónica? Nos prestó su casa en Paseo de la Olla, la que tiene jacuzzi, llegaste a ir ahí, ¿no?

-No, solo fui a su casa de estudiante. 

-Ah sí, la que le compró su mamá, por el callejón este, tenía un nombre naco, ¿cómo se llamaba? 

-No lo recuerdo bien. 

-Pero en esta casa de la Olla también se hacían buenas fiestas, ¿cómo te las perdiste? 

-Me parece que no me invitaban. 

-Para nada, quizá no ibas porque siempre fuiste amargado. 

-Tal vez amigo, no lo sé. 

-Bueno y a todo esto, ¿ya te casaste?  

-No, y sin hijos. 

-¿En serio? ¿Entonces para qué trabajas aquí?

Una sonrisa incrédula se dibujó en mis labios.

-Pues, ¿para pagar cosas? 

-Pero, ¿tus papás no te dan dinero? Hace dos años que salimos de la prepa. 

-La vida es la vida, amigo. 

-Sí, creo que está dura la situación, para algunos; te dejo, mi amigo. 

-Diviértete.

El ticket aún estaba en mi mano, lo coloqué a un lado del teclado y me olvidé del asunto.

Mi rodilla hizo clack, al igual que mi espalda; estiré un poco las manos e hice un tirón hacia atrás para tronar la tensión en mis vértebras. Más personas vinieron, el láser hizo bip, las teclas click, mi espalda se soldaba por el castigo de la gravedad y mi mala postura; la noche estaba cerca.

La cortina de metal bajó frente a mí, el sonido de las bisagras rodando me llenaba de alivio, el turno había terminado; apagué la computadora y me dirigí a la sala de empleados, tomé mi chaqueta y mi celular del casillero situado hasta la esquina izquierda de la pared. Abrí la puerta hacia la calle, hacia mi libertad; a cinco metros estaba parada la persona con la que hablé durante el turno, puso la mirada en mí y se levantó.

 -Tardaste mucho. 

-Tú has durado mucho, ¿no saliste hace dos horas? 

-Quería ver qué pensabas sobre ese trago. 

-No lo sé, estoy cansado. 

-Bien, al menos acompañémonos al camino a casa. 

-Está bien.

Caminamos por la noche, entre calles silenciadas y sucias, la mayor parte de la plática no la recuerdo, la espalda estaba intentando acomodarse a su postura usual; llegamos a donde nos despedíamos.

-Gracias por haber esperado, lamento no poder ir contigo. 

-Será otro día, quizá mañana. 

-Veremos.

Sonreí y me aparté, caminé debajo de las farolas tintineantes hasta llegar a lo que suelo decirle hogar; me tiré boca arriba sobre la cama, la espalda estaba intentando acomodarse haciendo clack; sin más, caí dormido, soñando con el eco de mi oído, un constante bip.



 

***
Samael Alba.
 Es Licenciado en Cultura y Arte por la Universidad de Guanajuato, guionista, cinéfilo y aspirante a escritor.

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