miércoles. 25.06.2025
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Voyeur

Eduardo Santiago Rocha Orozco


Dedicado a Katy

 

Diez minutos de retraso, con paso intranquilo el recién llegado busca de entre los asientos un puesto, a la par fija su vista en el escenario, aún una parte de él tiene que lidiar con la culpa de no haber llegado desde el inicio de la función. Estaba ahí para verla bailar, después de todo ella le mandó la invitación pese a apenas conocerse, no podía desairarla si lo que pretendía era darle una buena impresión.

Ve un par de desconocidos moverse sobre el podio, con cada paso que dan, una luz las sigue para no dejar al público sin detalle de los movimientos de esa dupla; el hombre y la mujer lazados entre manos se desplazan en un ir y venir sobre la pista, de manera mutua se confrontan con una faz dotada de cierta arrogancia, se pavonean con teatralidad, él y ella en su pugna por conquistar al otro.

Entre la penumbra y luego de haber importunado a un par de personas durante el proceso, el recién llegado por fin cree haber encontrado su sitio: ni muy cerca ni muy lejos, una distancia perfecta al parecer, también un ángulo ideal para apreciar sin dificultad todo lo que acontezca en la función y, con suerte, entrever un poco lo que ocurre tras bambalinas.

La música, la jerga del lunfardo y los vestuarios fastuosos llenan sus percepciones, todo se manifiesta en sus distintos matices, siempre para llamar a la fascinación como si el conjunto demandara ser lo esencial y no una linda periferia; todo ese esplendor se interpone como una tela que trasluce la sombra de lo oculto, la desnudez, pues todo lo que se desea es ver qué se esconde.

Se pregunta qué estará haciendo ella atrás del telón, en qué estará pensando. Y ahí está sentado a la espera de verla aun cuando no es un entusiasta de la danza (y mucho menos de bailar él mismo). Llegó ahí sólo porque ella le preguntó si iría. Esperaba poder hacerle compañía una vez concluida la función aunque no acordaron un encuentro, aun cuando ella quizá no esperaba encontrarlo, aun cuando puede que ella sólo quisiera ser admirada sin más pretensiones. Con esto en mente, él permanece entre un montón de desconocidos y sin más remedio, espera que las cosas pasen.

La función continua con aquel par en medio de su pugna erótica, por momentos ella parece ceder, cuando se cuelga del cuello del otro, al arquear su pierna ofreciendo su muslo al tacto de su compañero, cuando se abandona a sí misma y sólo encuentra sostén en los brazos de él sin que la deje caer.

“Ella se entrega”, dice en su fuero interno el recién llegado, con una inusitada fascinación, concluye que ella se da al momento de confiarle la integridad de su ser al otro. Intuye que la mujer en el podio se desentiende de sí misma y, a la par, el hombre a su lado deja de ser un lujo para ella; de un elemento que está en la periferia se ve transformado en algo necesario; al menos por un momento, se vuelve imprescindible.

Sin embargo, el drama sigue con cada paso de la coreografía, ahora esa entrega se torna rechazo cuando él insiste en acariciarle la mejilla; se aventura a llegar hasta ella pero la faz se desvía dejando sólo una nada entre los dedos, sucede una vez, luego otra hasta que la mujer le da la espalda y se aleja esperando que él corra detrás de ella. Ahora la inversión, ha llegado el momento donde el hombre es quién depende de ella, pero no puede tenerla, de lo contrario corre el riesgo de acabar con el ansia, la persecución no se precipita ciegamente hasta su final y más bien se prolonga como si buscara eludir la culminación inminente.

El recién llegado alcanza a comprender que la puesta en escena no es un círculo vicioso, quizá un triste intento de eternizarse a través de la misma agonía que implica el deseo. Ante sus ojos, ellos figuran dos títeres de carne, esclavos del ansia irreparable que determina su proceder a través de la voluntad. Ahora giran sobre la pista bañados por la luz clara del reflector, la música desfallece al mismo tiempo que la pareja parece consumar su unión, quedan mano contra mano y frente contra frente, figuran un eje simétrico, y son uno al mismo tiempo que son dos, tal como quien toca su imagen proyectada en un espejo de cuerpo completo.

La luz se apaga y el público aplaude ipso facto, la pieza termina rebosante de felicidad en su superficie, sin embargo, aquel que espera no puede evitar dejarse sobrecoger por la idea de muerte que permanece implícita en todo final. La pareja se desvanece inclinándose frente el público, saludan agradecidos antes de incorporarse con el resto del mundo, y entonces los personajes mueren con la puesta en escena para dar paso a otra y así, él percibe en el final de cada baile una aproximación a su propia finalidad, también reciente la incertidumbre del cómo será el momento cuando la vea. Por momentos se impacienta porque a quién en realidad ha venido a ver sigue sin presentarse. “Ya saldrá”,  termina por decirse una vez que la función se reanuda sin que ella haya aparecido.

Cada baile transcurre siempre con los pasos de un hombre y una mujer, en esencia, los personajes conforman un solo relato que no tiene fin y se prolonga al presentar una pareja tras otra,  sin nombres o identidades, no son más que un hombre y una mujer, ninguno muy distintitos a los que les precedieron. “Los personajes de siempre contando su incapacidad de unión”, a eso se resume su estadía, a ser el supervisor que asecha a una pareja para redescubrir cuál es la brecha que distingue un sexo del otro.

Llega otra pausa de transición, tras bambalinas el resto se prepara para continuar con el show. Desde su sitio, él la busca mientras fija la mirada en el pequeño espacio que no alcanza a ser cubierto por el telón, busca entre todas las bailarinas que se asoman y en cada una intenta encontrar algún rasgo familiar; busca el rostro de la que en realidad ha venido a ver, confundiéndola al menos un par de ocasiones en el proceso. Entonteces la ve.

Ahí está la que en realidad él ha venido a ver, abrazada de otro en medio de la pista. Mantienen una distancia estrecha entre ambos, desde el principio hombro contra hombro, con las sienes pegadas, la mano derecha del uno permanece sólo adherida a la palma del otro, es ahí donde la pareja conoce una separación latente. A través de las manos se reflejan las paradojas del deseo. La dupla conforme se va distanciando entrecruza los dedos hasta quedar prendidos cada vez con más brío y tensión, tal como si se tratara de un imperativo mutuo de permanencia; al estar más cercanos el vínculo se relaja, casi como si la presencia del otro se diera por sentada y dejara de importar en el fondo. Ella se luce y representa su rol en el drama de siempre.

De forma progresiva, un segundo compañero entra en escena. Los tres coreografían una pugna donde ella es sólo un objeto de deseo, sin voluntad va de los brazos de uno y otro, tal como si para ella no existiera distinciones o juicios; se deja arrastrar como objeto de discordia y, fuera de sí misma, alimenta el deseo de ambos, cuando se niega a marcar distancias, al ofrecerse a uno sólo para desdeñarlo e ir a parar después con el segundo, eternizando así ese ciclo en el que nadie parece estar en posición de renunciar.

El baile parece cobrar un sentido más allá de sí mismo. No es diversión ni gala su finalidad, sino la armonía de los opuestos: el silencio y los sonidos se conjugan con las siluetas de un hombre y una mujer que retroceden y avanzan sobre el podio. La acción y la mirada, dos unidades opuestas que contienen  la distancia abismal que separa a ese espectador del par de entes que se desenvuelve frente a sus ojos; mientras ellos actúan, el otro los mira desde la esfera de su carencia, en su papel discreto, como el tercero que debe llenar su ansia a través de la visión de lo que el mismo quisiera ser y no es.

Ahora el baile consigue turbarlo, hasta ese momento, todas las bailarinas habían sido sólo una mujer cualquiera, hasta ese instante todo sólo había sido un espectáculo. Sin embargo, absorto en una especie de epifanía, él revive a través de aquel trío el fantasma de un trauma no conciliado. La que vino a ver se abraza a uno de los hombres y ellos bailan mientras el otro se detiene a verlos. De pronto surge una nostalgia en la que el recién llegado se proyecta como el ser que alguna vez fue desplazado por un tercero, entonces pulula una desesperación, echa de menos su estado de tranquilidad y padece la ausencia del otro, de la que vino a ver, de todas las mujeres sin excepción.

La pareja gira y se desplaza sobre la pista como cautivos por una necesidad de contemplarse el uno al otro, tal como si ignoraran lo que existe fuera de ellos; sin embargo son conscientes de que se les vigila más allá del mundo que forman juntos. Y bailan sin pretender complacer a alguien en particular, por el simple hecho de ser vistos, hacerse notar sin haber cruzado la frontera que los separa de ese tercero; aquel a quien le han delegado el deseo de saber cómo se ven ellos en medio del acto, ese extraño que los ve al no poder verse ellos mismos dentro una puesta en escena.

Ella se mueve sobre la pista como si ser asediada le fuese innato, desprovista de voluntad, incapaz de darle a alguno un “no” tajante; se mueve y se entrega como si ella encarnara el deseo en sí mismo, un ímpetu ciego e insaciable, lleno de dolor, prodigo pero a fin de cuentas libre. Ella sigue en su delirio mientras las voluntades del par tras ella sigan ardiendo, a través del deseo frustrado, le dan integridad a su triángulo.

Desde su posición, el tercero se sabe sometido por la pareja que está en el podio, puede que tenga la prepotencia para dejarlos solos, sin embargo, en todo caso, él sabe que su reacción no se sustenta por completo sobre sus caprichos, él depende de lo que hagan ellos para abandonarlos o no, tiene que verlos para alcanzar la comunión con ese par de extraños del que, luego de unirse, terminara apartándose sin ser notado.

El baile sigue, ahora la que él vino a ver gira para ir a parar con el otro, el primero aguarda desde su sitio hasta que vuelva a ser su turno. Y más que antes, el recién llegado recrea las sensaciones que se viven en medio del despecho. En la vorágine de sus impresiones se percibe a sí mismo como uno más de los que permanecen a la espera de ella, de la que en realidad vino a ver, no del personaje que representa. “¿Entre una y otra habrá diferencia?”, se pregunta sin alguna tentativa por respuesta, mientras se sabe alejado de aquella mujer y de todas.

Recuerdos dispersos de su niñez se arrojan creando una secuencia hecha para recordarle la relación imperfecta con su padre, todos los instantes claves donde su madre prefería a ese otro que recuerda como un ente distante, casi desconocido; todos se agolpan en una línea aleatoria, desde cuando su madre ignoraba lo que él quería decirle y ella escuchaba con más atención al otro, o cuando lo sentaban en el asiento trasero del coche y ellos quedaban juntos adelante.

En cada una de sus reminiscencias se ve a él mismo como el testigo incómodo, repasa lo que ha captado su memoria hasta llegar a lo más recóndito y así termina por reconstruir el instante cuando, por accidente, vio a sus padres copular, experimenta de nueva cuenta la angustia de no comprender lo que está frente a sus ojos, la impresión contundente de haber cruzado una línea; y no obstante permanece en el sitio como un invasor silente que se pierde en la visión de los cuerpos unificados en su corpórea humedad. Y sigue repasándolo todo incitado por la visión de los tres que bailan.

No reprime esas imágenes pese a desearlo: aún ve la mano viril que se desliza sobre el muslo para abrirle a ella las piernas. Y el par en el podio sigue bailando. Ve cómo el hombre la toma de la cintura y la alza para llevarla contra sí, y cómo carga su peso para hacerla descender mientras ella se aferra del otro. Y siguen bailando mientras el recién llegado experimenta el vértigo al verlos. El par se le presenta confrontándose, se toman de las manos y tocan la espalda de su compañero en un abrazo largo en el que giran. Y aquella a la que ha deseado para sí  baila con el otro.

Las distancias se acortan entre el hombre y la mujer, pareciera que están por culminar mientras el tercero los observa inmóvil desde su sitio, como si no estuviese ahí. Las figuras se unen y se apartan en su vaivén. El tercero permanece apartado. Los sonidos se intensifican. La música culmina. Llegan al orgasmo. Todo termina. Ya no están bailando. Y entonces, la que el recién llegado vino a ver se retira del escenario.

El resto se da con naturalidad, siguen las demás parejas hasta la clausura total, llegado este punto el telón se abre una última vez para despedir a los bailarines; ellos saludan y se inclinan para recibir los aplausos mientras el público se pone de pie. El bullicio resulta efímero cómo cualquier gloria y una vez vacío el escenario, los asistentes van de camino a la salida.

Llega la última espera y permanece de pie desde su sitio en aquel espacio yermo donde sólo algunos cuantos permanecen entre las sillas del teatro. En cuestión de minutos la que él en realidad ha venido a ver sale, ya sin su vestuario de mujer fatal; ya sin actuar un rol,  se detiene sobre la pista y ve entre las personas que permanecen, así se mantiene hasta que parece haber dado con quien se proponía encontrar desde un principio. Ella se dirige al encuentro. Sube las gradas, sin detenerse a saludarlo de lejos, se precipita hasta donde él se encuentra y lo toma entre brazos antes de siquiera dirigirle una palabra.

Turbado por el resurgir constante de aquel recuerdo protagonizado por sus padres, la mira sin moverse de su distancia y la percibe llena de dicha. “Quizá sonría porque el baile salió como esperaba” piensa, “o quizá porque quería qué ese otro viniera y así fue”.

Hace el repaso de los motivos que lo llevaron hasta aquel sitio y no puede evitar sentirse intranquilo, ridículo, tal como si en ese instante y lugar él estuviese de más; sin embargo, se limita a verlos en distancia, mientras, ella y el otro charlan joviales.