ARTÍCULO
Distanciamiento moralizante y distanciamiento crítico [I]
Hablemos de la experiencia, en particular, de dos modos en que es vivida. En primer lugar, una experiencia que podríamos llamar ‘espontánea’: atestiguamos algo que acontece y es de hecho “sentido” de cierto modo. Eso que sentimos tiene que ver tanto con la sensibilidad, es decir, el acontecimiento se percibió de cierto modo, como con los sentimientos, pues hubo algún tipo de emoción en nosotros al atestiguarlo. Todo acontecimiento detona este tipo de experiencia, sin importar qué tan relevante fue, o incluso si no le pusimos especial atención.
Pero hay cierto tipo de acontecimientos que nos resultan, en cualquier sentido, relevantes, y, con intención o sin ella, detonan un mínimo de atención, al menos la suficiente como para “volver” a ellos. Este sería el segundo tipo de experiencia, que consiste en re-presentarnos aquella otra que fue espontánea para, de manera desfasada, tomarla como una especie de objeto de análisis. Este desfase puede ser casi inmediato, pueden pasar segundos, no importa, pero ya ha perdido la vivencia al menos algo de su carácter espontáneo, ya nos hemos “distanciado” y convertido, inercialmente, en sujeto de análisis de aquella experiencia.
Normalmente reconocemos que, ante la experiencia espontánea, eso que sentimos no está, al menos enteramente, bajo nuestro control, pensamos que nuestro papel es más bien pasivo y que nuestra reacción inmediata tiene que ver con lo que de hecho somos. Pero es muy importante no perder de vista que el segundo tipo de experiencia, el distanciamiento de la experiencia espontánea, es también una experiencia fáctica, por más que ahora nos sintamos más activos, más “bajo control”, que ante una experiencia espontánea. Y es importante porque también hay maneras inerciales de distanciarnos, de analizar una vivencia en función a lo que de hecho somos, es decir, a una personalidad, modo de pensar, valores, prejuicios, etcétera, previamente dados.[1]
Los modos de distanciarnos son múltiples. Podemos recordar una experiencia como un modo de re-vivir cierto placer o dolor, alegría o tristeza, podemos tener genuina curiosidad de tratar de entender “qué pasó realmente”, nos puede incluso “asaltar un recuerdo”. Sin embargo, en esta entrega expondremos sólo un modo específico en que es posible distanciarnos.
Una de las maneras más comunes, y que en la actualidad parece cobrar un segundo aliento,[2] es el distanciamiento moralizante. Este consiste, a grandes rasgos, en evaluar si nuestra reacción espontánea fue correcta o no, para corregirla. Por ejemplo, si nos reímos ante un chiste racista, es posible que en cuanto seamos capaces de identificarlo como tal nos sintamos más o menos culpables. Sin importar que seamos laxos o “demasiado duros con nosotros mismos”, se trata de una experiencia de distanciamiento moralizante. A primera vista pareciera que estos distanciamientos ocurren al “interior” del individuo y dependen enteramente de este, pero lo cierto es que se necesita de cierto contexto cultural, de cierto modo de ser que no puede depender enteramente de la voluntad del individuo, tanto para que exista ese chiste como para dar cuenta de que fue racista y que eso le debería quitar lo gracioso, incluso resultar ofensivo.
Se vuelve claro que el distanciamiento ocurrió no sólo en un cierto lapso de tiempo sino además entre un ser de hecho (haberse reído de un chiste racista), y un deber ser que apunta a cierto ideal (por ejemplo, preferir en el futuro no reírse de chistes racistas o incluso ofenderse ante ellos). Por supuesto, esto que parece ocurrir en nuestro “interior” puede provenir de otros. Aparentemente, se vuelve cada vez más cómodo ofrecer un juicio moral, establecer en qué se equivocó tal o cual individuo ante tal o cual acontecimiento. Se tiende a partir de una ilusión de coherencia plena (lo cual es también un deber ser) desde donde se asume que, como toda reacción depende de cierto modo de ser, reírse de un chiste racista garantiza a plenitud el ser racista de quien se vio invadido por la risa.
Vemos ahí dos niveles de confusión entre el ser de hecho y el deber ser que responde a cierto ideal. A un primer nivel, partamos de que prácticamente nadie es lo que querría ser, y si alguien excepcionalmente lo fuera, el gesto de convertir lo excepcional en regla no sería más que un bucle del mismo problema (si es posible para alguien ser lo que quiere ser, entonces puedo juzgar el ser de todos a partir del que considero que debería ser su ser ideal, una especie de platonismo progresista). Y ese es apenas el nivel simplificado del problema, al menos el más obvio. Estrictamente es imposible que alguien reaccione exactamente como querría reaccionar pues la vivencia perdería su carácter de apertura, cada acontecimiento ocurriría de acuerdo a la expectativa del testigo de la misma, garantizando el carácter predecible del devenir.
No sólo nuestro contexto específico impide tener la totalidad de perspectivas posibles de manera espontánea, sino que ni siquiera la totalidad de perspectivas posibles alcanzarían a agotar una vivencia que, para colmo, se va modificando con cada distanciamiento: mientras más convertimos a la vivencia en objeto de análisis, éste resulta menos “objetivo”. Es decir, se va extinguiendo el ser espontáneo de la vivencia, ese “entre” en el que todavía no había sujeto ni objeto de análisis de la misma. Objetivar es establecer fronteras, recortar, clasificar, de maneras que, de nuevo, remiten a cierta racionalidad epocal (y geográfica).
Del mismo modo, mientras más nos preparamos para reaccionar ante tipos de vivencias futuras, es decir, preobjetivadas, más nos pasa desapercibido su carácter de apertura. Esto significa que no es la vivencia la que se va volviendo predecible, sino nosotros, es decir, nuestro comportamiento. El sentimiento de culpabilidad no es, pues, ni la justa reacción espontánea a la falta (malintencionada o no), ni una condición natural para el progreso moral del individuo humano, sino una de las formas inerciales que llegó a cobrar el distanciamiento moralizante y que, en mayor o menor medida, nos ha vuelto predecibles.
Todo intento de aprehender la vivencia en su totalidad, de objetivarla para así poder juzgar moralmente con veracidad al sujeto de ésta, es siempre injusto, jamás podría ajustarse plenamente a la vivencia misma. No hay que entender, pues, al “beneficio de la duda” como una especie de postura magnánima de un agente moral capaz de emitir juicios, sino como el modo que se ajusta al reconocimiento de la apertura de toda vivencia.
***
Para cualquier comentario sobre el texto o duda sobre la autoría del mismo, enviar un correo electrónico a: [email protected]
[Ir a la portada de Tachas 350]
[1]Esto no significa que una vivencia no pueda modificar lo que somos, es precisamente por ello que mantengo la noción de ‘vivencia’, para no perder de vista que la vida acontece escapando siempre a toda predicción y explicación posible desde una narración experiencial, sin importar cuán intensa sea la voluntad de precisión.
[2]Su primer aliento habría sido la invención cristiana de la voluntad como pura imputabilidad. Ver: Agamben, Giorgio (2018). Karman. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.