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CUENTO

Tachas 399 • Bette Davis en el cuarto de baño • Cristina Civale

Cristina Civale

1932:  American film star Bette Davis (1908 - 1989) who signed for Warner Brothers in 1932 after a spell at Universal Studios.  (Photo via John Kobal Foundation/Getty Images)
1932: American film star Bette Davis (1908 - 1989) who signed for Warner Brothers in 1932 after a spell at Universal Studios. (Photo via John Kobal Foundation/Getty Images)
Tachas 399 • Bette Davis en el cuarto de baño • Cristina Civale

Rudy corrió hasta el baño apenas terminamos. Me empezó a molestar esa costumbre suya, deliberadamente bestial, de enjuagarse mientras la última gota de semen le chorreaba entre los testículos. Me dejó tirada en la cama sin siquiera tiempo para advertir la calidad de su orgasmo. En el mejor de los casos, él debió haber supuesto que yo ya había tenido lo mío, esa chance de grititos entrecortados y efímera felicidad. Sorete, murmuré esa vez, las cosas no van a quedar así. Fue un pensamiento imbécil. Me sentía incapaz de hacer nada. Por supuesto, yo había acabado. Pero esa no era la cuestión –me pasaba con frecuencia ante ciertos estímulos–: que saliera eyectado de la cama de ese modo era algo imperdonable, poco sutil y falto de glamour. No esperaba una escena romántica. Sólo un gesto convencional e hipócrita, la cortesía moderna del postcoito. Su fobia era como la de un manual escolar muy básico, pero sobre todo me daba fastidió su falta de sinceridad.

Honesto hubiese sido vestirse y atravesar la puerta con un esbozo de saludo. Lo de él fue una demostración de un mal gusto intolerable. Y de improvisación, cero de estrategia. La impunidad de las bestias. Este tipo, pensé, me da vergüenza.

A esta altura de la vida estaba lejos de la queja, la melancolía o la autocompasión. Había visto cosas peores. Rudy no era un mal tipo. Era apenas un hombre obvio. No me alteré: sabía que en unos minutos ya estaría fuera de mi departamento y, claro, de mi vida. Me equivocaba. Un sonido de agua me anunció que su lamentable estadía iba a durar por lo menos, unos cuantos minutos más. Se estaba duchando. Mejor que se fuera limpio.

Decidí distraerme. Agarré todos los controles remotos que suelo tener al lado de la cama –en el piso, acomodados sobre mi alfombra gris, pulcra como pocas– y los usé para lo que servían. Música: un cidí de Orb hizo que gruñera un cerdo. Perfecto. Tevé: un canal de cable transmitía una película con Bette Davis, me pareció que era “La carta”. Le saqué el sonido y la dejé adornando con sus destellos las paredes oscuras de la habitación. Me puse boca abajo, sólo concentrada en los graznidos de la música ambiente. Podía olerlo o, mejor, podía reconocer el inconfundible olor a mango de mi jabón favorito. Con mi toalla negra envolviéndole el cuerpo, Rudy volvía a mi dormitorio. Cómo me gustan estas toallas gruesitas, me alabó, con una alegría infantil que me pareció patética.

Azorada lo vi volver a meterse en el baño. El ruido del secador de pelo flagelaba la música y me hacía sentir incómoda. Qué mierda se está secando si es casi pelado. Quería que se fuese de una vez. Sucio, con olor a mí o a que le sudase de la piel: lo quería afuera, en particular de mi baño y en general de mi casa. Todo había sido puro y simple morbo. ¿Por qué continuarlo con una sesión prolongada en mi baño? Todo este rito me fastidiaba. Puerta, ya mismo, puerta, pensé, como en tantos otros momentos y, como siempre, no me animé a decirlo.

¿Cuántas veces lo habíamos hecho? Siete, diez, doce. Seguro que más de una. No tendría que haber existido ni una segunda, pero allí estaba, instalado como si hubiéramos tenido una relación en vez de un prolongado malentendido. Tendría que haber sentido lástima por mi impotencia, pero la soberbia no me daba tregua. Mientras le ponía volumen a la tevé, un pensamiento empezó a machacarme la cabeza. Rudy estaba pasando más tiempo en mi baño que en mi cama.

Al rato apareció por el dormitorio y, como al descuido, me lo largó. Se quemó. Igual era de los baratos. En cualquier parte conseguís uno por diez dólares. No sólo me había quemado el secador sino que tenía el descaro de pasar por alto las disculpas y de refregarme que había comprado un electrodoméstico barato.

Rudy tenía que volver a la candidez de su hogar con buen olor y bien peinado. Estaba casado. Así que lo del baño duró un rato más. Me importaba menos su mujer que el amor inexplicable que le tengo a cada uno de mis objetos. No pude tolerar la idea de que él hubiese destruido alguno de ellos de una manera definitiva, brutal y para siempre. Fui hasta el baño. Sacudí el secador, lo apagué y lo prendí con insistencia, pero nunca más volvió a funcionar. Estaba irreversiblemente roto. Lo miré con desprecio, a mi secador y de paso también a Rudy, que ahora había agarrado mi gel nuevo que deja el pelo siempre húmedo y, sin exageración, estaba terminándose el pomo.

Volví al dormitorio con ganas de llorar. Desde la tevé, Bette me miraba fijo con una de sus inolvidables caras malditas. Entonces se me ocurrió. Estaban junto a mis controles remotos. No fue difícil. Los agarré tratando de no hacer ruido; en uno de los bolsillos traseros Rudy guardaba dinero suelto. Esta vez no tenía mucho, doscientos pesos y monedas. No quería abusar: tomé cien. Podría reponer mi secador y quizás comprarme algo más, alguna bombacha cara o las flores que a Rudy nunca se le había ocurrido traerme. En ese momento, de algún modo, yo era como una prostituta. Nunca había esperado una recompensa en metálico, pero como no había ninguna otra clase de recompensa, el dinero me calmó. Quizás por haber correteado de chica entre monjas, me dio un poco de vergüenza. No sentí, sin embargo, la necesidad de pedir perdón.

Rudy finalmente se fue. Mientras se vestía sentí el temor que debe atormentar a los criminales después de cometer un delito. Pero no pasó nada. Rudy atravesó la puerta y seguí disfrutando de la película. Más que antes. Cuando el cartel de The End se imprimía en la pantalla, sonó el teléfono. Desde su celular, Rudy me preguntaba sin ningún tipo de prólogo si no se le habían caído cien pesos en mi alfombra. Querido, le dije, si recolectás palmitos en Brasil durante mil horas, seguramente podrás recuperarlos. Le corté sin epílogo y eché su billete por el inodoro: sólo quería fastidiarlo. Esa fue la primera vez. Ahora lo único que espero es que se metan en el baño. Nadie lo nota. Piensan que son unos billetes extraviados, plata perdida en un descuido involuntario. A Rudy no volví a verlo. No creo que haya sido por lo del dinero. Lo nuestro ya estaba terminado.




***
Cristina Civale: escritora, periodista, editora, guionista, directora de cortometrajes y gestora cultural argentina. Este cuento se publicó en el libro Chica fácil, 1995, Espasa-Calpe, Buenos Aires.

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