sábado. 20.04.2024
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EL HOMBRO DE ORIÓN

El Hombro de Orión • El artificio de lo real • Juan Ramón V. Mora

Juan Ramón V. Mora

Juan Ramón V. Mora
Juan Ramón V. Mora
El Hombro de Orión • El artificio de lo real • Juan Ramón V. Mora


Las primeras películas sólo mostraban la maravilla técnica: escenas de la vida cotidiana susceptibles al registro sin precedentes de la cámara. Pequeñas cápsulas de tiempo capaces de reproducirse. Tuvieron que pasar unos años para que se fueran descubriendo, con mucho esfuerzo, las posibilidades gramáticas, los vuelos imaginativos, el lenguaje propio.

Pretender ser alguien es una labor que todos llevamos a cabo, pero sólo algunos se especializan en fingir ser otro. Cuando se empezaron a inventar historias para el nuevo ojo mecánico, fue necesario conseguir personas profesionales. Hasta entonces el único lugar donde podían conseguirse tales especímenes era entre las bambalinas del teatro o los ministerios del gobierno. La simulación como modo de vida tuvo un tercer cauce con la llegada del cine.

Religioso en sus orígenes, el teatro muestra con gran inmediatez una versión reducida del mundo entero. Asistimos a dramas y trajines similares a los que experimentamos a diario, pero en miniatura. Nos hace preguntarnos si no habrá también un espectador que nos mire fingir ser nosotros, jugar el juego.

El teatro se filtró al primer cine y de ese modo se obtuvieron los trucos, rostros y movimientos que el nuevo arte necesitaba para despegar. Hoy nos causan extrañeza porque estamos demasiado acostumbrados al naturalismo, pero ésa no era la preocupación esencial de los pioneros del cinematógrafo. Había, como en el teatro, un contrato implícito; si se iba al cine se entraba a una dimensión que parecía real, sin esforzarse demasiado en serlo. Un espacio distinto, con sus propias normas y prodigios. Lo que importaba era una característica más elemental para el arte cinematográfico y que hoy parece perdida en una apretada maraña de efectos especiales generados por computadora: la potencia de la imagen en sí misma. Una cara elocuente, una mirada, la atmósfera inquietante de un bosque encantado, la belleza intuitiva de una composición, los detalles de una escenografía o un simple disfraz de monstruo son las células que componen una bella imagen de cine. Éste era el consenso: lo que se ve en la pantalla es irreal no porque sea falso, sino porque es más real que lo real. Es mejor.

El tiempo pasó y el cine recorrió en pocas décadas el camino que a la literatura le tomó siglos. Abandonó el consenso sobre el artificio para favorecer un naturalismo vulgar. El realismo se extendió como una infección que contamina incluso a ideas tan extravagantes como las actuales películas de super-héroes. Hoy las audiencias parecen exigir un nivel de verosimilitud colindante a la psicosis que muchas veces no le exigimos a la realidad misma. Ya no son suficientes los impresionantes avances tecnológicos; todos los detalles de las tramas están sujetos al escrutinio de los sabihondos en turno. Internet rebosa con discusiones sobre el rigor de películas de fantasía, animación o ciencia ficción.

Por mi parte, la ciudad entera sostenida en el aire de Avengers: Age of Ultron (Whedorn, 2015) me dejó frío como cadáver, pero me siguen emocionando los trucos de maestros de lo artificial como George Méliès o Mario Bava. Quizá sea hora de recuperar un poco del cartón teatral, porque el naturalismo está bien como rama, pero es un tronco engusanado.

 




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Juan Ramón V. Mora (León, 1989) es venerador felino, escritor, editor, traductor y crítico de cine. Ganó la categoría Cuento Corto de los Premios de Literatura León 2016 y fue coordinador editorial en la edición XXII del Festival Internacional de Cine Guanajuato. Escribe sobre cine en su blog El hombro de Orión: http://hombrodeorion.blogspot.com


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