miércoles. 09.10.2024
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Disfrutes Cotidianos • Mario Lavista: Escritura sonora • Fernando Cuevas

Fernando Cuevas

Mario Lavista
Mario Lavista
Disfrutes Cotidianos • Mario Lavista: Escritura sonora • Fernando Cuevas

Educar a alguien es emocionante y creativo: es agregar, quitar, estimular, saber usar el tiempo y los ritmos, muy parecido todo ello a escribir una partitura, un poema, una página, inventar y llevar a cabo un experimento crucial… los elementos creativos son muy semejantes cualquiera que sea la actividad. Por eso no considero la persistencia pedagógica de Mario Lavista una actividad lateral o como uno de los precios que exige la supervivencia. Se trata, ya lo dije, del mismo juego inventivo.
Alejandro Rossi (1999)


 

Su inquieta trayectoria e invaluable contribución estuvieron sustentadas en la búsqueda de posibilidades sonoras, en particular de los instrumentos tradicionales a través de diversas formas musicales y el consecuente virtuosismo interpretativo, para de ahí reflexionar sobre ellas y continuar con la experimentación como una forma de entender el acto creativo y la inspiración, ampliando espacios para la música mexicana contemporánea que fueron habitados primero por sus grandes maestros y después por colegas como Eduardo Mata, a quien le dedicó Cinco preludios (2005); varios discípulos, entre los cuales está Gonzalo Macías, y artistas de otros campos, como los trabajos que desarrolló con el pintor Arnaldo Coen, las obras que compuso para varios filmes de Nicolás Echevarría, las vinculadas con la artista plástica Sandra Pani y las inspiradas en Manet, Degas y Dalí.

En el ámbito literario, revisitó a Gogol en Monólogo (1966), para barítono, flauta, vibráfono y contrabajo; al gran Samuel en Homenaje a Beckett (1968), escrito para tres coros mixtos por José Emilio Pacheco; a Octavio Paz en Dos canciones (1966) para mezzosoprano y piano y Hacia el comienzo (1986), orquesta incluida, al igual que en Ficciones (1980), con base en el libro de Borges; a Bai Juyi y Li Shangyin en Tres canciones (1983) y a Álvaro Mutis y Rubén Bonifaz Nuño vía Tres nocturnos (1986); además fue director fundador de la revista Pauta (1982), publicación clave de la música clásica en nuestro país, y autor del libro Textos en torno a la música (1988). La danza también fue alcanzada por sus sonoridades, tal como se muestra en Divertimento para una bruja (2020), escrita para la coreografía de Memoria ciega de Paulina Lavista, su hija.

Mario Lavista (Ciudad de México, 1943 – 2021) empezó a estudiar piano desde niño; tuvo grandes maestros para después volverse él mismo uno de ellos. En primera instancia, estudió composición bajo la tutoría de Carlos Chávez y Héctor Quintanar, así como análisis musical con Rodolfo Halffter en el Conservatorio Nacional de Música, a quien le dedicaría un Responsorio en 1988. Posteriormente, a finales de los años sesenta, se fue a estudiar a París gracias a una beca del gobierno francés. Ahí entró en contacto con algunos renovadores del timbre y la armonía como Jean-Étienne Marie, Nadia Boulanger, Henri Pousseur y Karlheinz Stockhausen, con quien estuvo en Colonia, Alemania, donde también se involucró en los prestigiados cursos veraniegos de Darmstadt, uno de los cuales era dirigido, ni más ni menos, que por Gyorgy Ligeti.

En los años sesenta, confeccionó Seis pequeñas piezas (1965), ensamblando una orquesta de cuerdas; Divertimento (1968), ideada para diversos instrumentos de viento y Kronos (1969) conformada por alarmas de relojes como elementos de su composición: obras iniciales que desde entonces aludían a la diversidad instrumental y formal, apuntando hacia la incursión por caminos poco frecuentados, además de esa mirada que busca referencias en otros ámbitos artísticos. Ya en tierras mexicanas y empapado de las vanguardias sonoras del siglo XX, formó el grupo Quanta en 1970, orientado a pensar en torno a la improvisación y su sinfín de alternativas, considerando la interpretación en vivo y los vínculos entre los sonidos eléctricos y acústicos, potenciados por una invitación a Tokyo para trabajar en el laboratorio de música electrónica de la radio y televisión.

En esta época, propuso diversas obras, sobre todo alrededor del piano, la flauta y el fagot, desplegando su olfato innovador para extraer atonalidades y sonidos inusuales a estos instrumentos, como si se tratara de objetos aún por descubrir y con alternativas para reinventarse: Pieza para un pianista y un piano (1970); Game (1971) para flauta; Diálogos (1974) para violín y piano (1974); Pieza para dos pianistas y un piano (1975) Lyhannh (1976) y Canto del alba (1979), son algunas muestras de esta orientación exploradora. Después de Simurg (1980), obra para piano, y Dusk (1980), enfocada al contrabajo, le dedicó a su tío fallecido, director de cine, la melancólica obra Lamento a la muerte de Raúl Lavista (1981), interpretada con una flauta baja que acentúa la gravedad de la intención.

Marsias para oboe y ocho copas de cristal (1982), aborda el relato del sátiro que confrontó al dios Apolo en un concurso musical: su escucha es hipnotismo puro, como si estuviéramos frente al fluir de la sangre del ser mitológico castigado, que terminó por formar el río del título; compuso su ópera Aura (1988), estructurada en un acto y once escenas, con apoyo de una beca de la Fundación Guggenheim, basada en la novela de Carlos Fuentes con cuatro cantantes que representan al joven traductor, a la anciana contratante, a la enigmática joven y al militar del más allá, seguida de Cuadernos de viaje (1989), dedicada a su hija. Produjo Clepsidra (1990), obra para orquesta en homenaje a los 300 años del descubrimiento del río San Antonio, cuyo título hace referencia al reloj de agua, en efecto, provocando una fluidez atemporal que nos sumerge en nuestras meditaciones, tal como sucede con Las músicas dormidas (1991) en la que la interacción entre clarinete, fagot y piano nos conducen a sueños de alcance espectral.

Intrigantes reflejos nocturnos

Exploró la música electrónica y sinfónica y nos regaló siete cuartetos de cuerdas: Diacronía (1969), en plena ebullición del azar y del reino de lo impredecible; Reflejos de la noche (1984), con base en el poema Eco de la Suite del insomnio de Xavier Villaurrutia, como si nos deslizáramos en una misteriosa superficie reflejante, y escrita en colaboración con el Cuarteto Latinoamericano, cómplices en aventuras posteriores; Música para mi vecino (1995), retomando misas medievales y del Renacimiento, compuesto para el Kronos Quartet e interpretado en el Festival Cervantino en Guanajuato; Sinfonías (1996), pensado para acompañar el viaje del alma al más allá; Siete invenciones (1998), jugando con la noción del tiempo y la velocidad; Suite en cinco partes (1999), con los contrapunteos del medioevo a manera de articulaciones y Adagio para cuarteto de cuerdas (2015), encargado por la fundación BBVA.

A partir de los años noventa, se pudo apreciar una mayor presencia espiritual en su enfoque y temática compositiva, como se advirtió en algunas de sus obras de finales del siglo XX y las que realizó en el XXI: ahí están Lacrymosa (1992), de resonancia internacional; la coral Missa Brevis (1994); Tropo para Sor Juana (1995), en clave orquestal, seguida de Natarayah (1997) para el guitarrista David Starobin; Octeto (1997), escrita para una multiplicidad de alientos; Danza isorrítmica (1997) en tribal conjunción con las telúricas percusiones del cuarteto Tambuco, con quienes grabó Kailash (2012), en compañía del oboe de Carmen Thierry. Cerró el siglo con Trompo y sonajas (1999) con mezzosoprano y un inventivo piano preparado, y Gargantúa y Pantagruel (1999), compuesta para narrador, coro de niños y orquesta, en honor la ciudad de Amiens.

Continuó con Mater dolorosa (2000), orientada a reinaugurar el órgano del Auditorio Nacional; A Cage for Sirius (2002) para piano y percusiones, interpretada por el Ensamble Sirius; Elegía a la muerte de Nacho (2003), para flauta y piano; la litúrgica Salmo (2009), con soprano, cuatro crótalos y contrabajo; Tres cantos a Edurne (2011); Adagio religioso (2011), dedicada a su compatriota y colega jazzista Eugenio Toussaint, y Réquiem para Tlatelolco (2018), comisionada por la UNAM y de clara connotación política en homenaje a los estudiantes muertos del movimiento de 1968 con base en la misa de difuntos, integrando un suplicante coro a los pasajes de intensidad dramática que ceden a episodios de incertidumbre.

Se integró como miembro de la Academia de Artes en 1987 y cuatro años después recibió la medalla Mozart y el Premio Nacional de Ciencias y Artes; en octubre de 1998 finalmente entró al Colegio Nacional de México y continuó recibiendo premios y reconocimientos. “Se diría que la música es una sustancia, compuesta de tiempo y de sonidos, que-encierra una verdad que no puede ser dicha: sólo puede ser escuchada. En este sentido, cada obra es la página de un diario íntimo en el que el músico narra, sobre un fondo de silencios, la historia de los sonidos, un diario cuya escritura vuelve innecesarias las palabras.” (Lavista, 1999, Discurso de ingreso a El Colegio Nacional).

Su labor docente fue amplia, soportada por sus notables capacidades didácticas y su imaginativa vocación retributiva, según refieren varios de sus estudiantes que tuvieron la fortuna de participar en sus cátedras y cursos, como el de Composición, análisis y lenguaje musical del siglo XX, del cual era titular en el Conservatorio Nacional de Música. Fue profesor invitado en varias universidades de Estados Unidos y Canadá, particularmente en el ámbito de la composición y el análisis y su vocación se extendía a los conciertos, en los que se detenía para comentar las obras y hablar acerca de los compositores, incluso solicitándole a los músicos que explicaran el papel de su instrumento en el contexto de la pieza, de tal manera que el público pudiera contar con un marco referencial que le permitiera incrementar el disfrute y gozo de la interpretación.

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