Es lo Cotidiano

Escriba

Antonio Ortuño

Buenas noches. La noticia de hoy es que el Señor ordenó carne para la cena. Carne prohibida por la religión de sus abuelos, pero que habrá que ponerle en el plato porque él no cree lo que ellos o lo hace de un modo menos enfático (tampoco ha respetado el lecho de la Señora como sus dogmas mandan, pero no entraré en habladurías). Los hijos del Señor, al ver el menú, nos mostrarán las lenguas, lo sabemos, porque la carne no es de su agrado. Suaves y lánguidos, embarnecidos a fuerza de potajes y gimnasia, dicen que no mancharán sus bocas y tripas con carroña de animal. Me contentaré con los trozos que desechen. Tienen, esos despojos, un sabor sumamente delicado y me complace deglutirlos, queridos amigos. Me enloquece.

Debo aceptar que he escrito casi todo el párrafo precedente al dictado de uno de los hijos del Señor. El mayor de ellos. Porque heredará su posición y propiedades y se encuentra particularmente interesado en que no se le relacione con la monda bestialidad de su padre. Él, me señala, ha estudiado, no consume carne de animal, no ha profanado el lecho de su propia mujer (insiste) ni aceptará, siquiera, ser reconocido como Señor cuando su padre falte y volteemos hacia él en busca de orden. La parte final del párrafo, esa en la que me complazco en destacar mi gula por la carne rechazada, me fue sugerida (y, por tanto, ordenada) por el hijo menor, quien considera a su propio hermano demasiado blando en las medidas de distanciamiento con el patriarca y quien aspira, más que nada en el mundo, a ser considerado un insolente, un insubordinado. Tampoco es afecto a la carne, el menor, y no puede serle desleal a una mujer puesto que no ha contraído matrimonio con ninguna. Sus amigos son artistas, cortesanos, prostitutas, y él, establece, se esfuerza en ser considerado un tipo común.

El Señor me pide que agregue aquí una nota en la que explique que no le resultará sencillo, al menor de sus vástagos, ser confundido con un cualquiera dado su apego a los ropajes ostentosos, las joyas extravagantes y la sostenida compañía de miserables que tan sólo toleran a ese gusano aristócrata malnacido porque les paga el vino y la hierba para las pipas y debo transcribirlo tal cual porque temo que se me golpee y se me envíe a una celda si no lo hago. Por lo tanto, este es un buen momento también para señalar que, a diferencia de lo que sucede con el menor, en quien no ha depositado esperanza alguna para la salvaguarda de su heredad, el Señor declara una rotunda decepción por los dichos de su primogénito, de quien espera un proceder distinto si es que aspira a obtener la herencia a la que está llamado.

El Señor parece una fiera huida de un jardín zoológico cuando sus hijos lo hacen disgustar. Esto lo he escrito a petición del mayor quien, pese al disgusto que le provocan las reconvenciones de su padre, me ha traído unas manzanas todavía comestibles y un poco de jabón. Deseoso de ser igualmente obedecido, el menor me ha proporcionado una botella de vino y algo de hierba. Mi posición en la casa no me permite hacer uso de tales obsequios, pero me las arreglaré para que me sean comprados a buen precio por alguno de los servidores de rango bajo. A cambio de esa ganancia inesperada debo asentar que el Señor es un cerdo vil, que hace años que tiene a la Señora en el abandono pero se entretiene sodomizando cabras, puercos, reclutas de la armada y servidores de rango menor. Yo mismo he sido víctima de sus soeces e indebidos apetitos. Me ha sido prometida una botella adicional por escribir la frase anterior.

Tiene gracia, dice el Señor, que venga a acusarlo de acciones tan reprensibles un entregado cultor de las visitas forzosas a traseros ajenos. He de ser más claro aún, a riesgo de que se me golpeé o se me violente con un jarrón de porcelana: el Señor piensa que su hijo es un sodomita rastrero y añade a sus acusaciones, incluso, la posibilidad de que en sus escarceos la parte pasiva sea la suya. (Salva sea la parte.) En cuanto al hijo mayor, no ve la necesidad de responder sus insultos ni entrar en polémicas. Es claro que lo único que consigue al negar su ansia por el Señorío es demostrar lo inconmensurable de su anhelo.

Así que el viejo cree, realmente, que soy un perro, que soy él, repone el primogénito, quien acude a monitorear el estado que guarda el escrito y me obsequia, al paso, una mano de plátanos. No tengo necesidad de sentarme en su silla, contar sus monedas o explotar sus tierras. No discutiré más. Que no soy como él lo sabrá la gente cuando mi padre falte y se voltee hacia mí en espera de orden (que sabré imponer).

El hermano menor me ha traído una prostituta y pide, a cambio de que la mujer acceda a cometer conmigo un listado de suciedades planeadas por su contratista (y ante su atenta mirada), que exprese aquí que el Señor no es más que un impotente y que haría bien en meterse por el culo la mano de plátanos que el hermano mayor me ha obsequiado (y que, temeroso yo de que se vea involucrada en el disenso, oculto bajo mi camastro).

El Señor se ha reído, agitándose como una montaña aquejada por una avalancha, al verme junto al cuerpo retorcido de la ramera y no ha perdido el humor ante las frases del más joven de sus retoños. Echa a la mujer de una patada y me levanta tirándome de los pelos, con unos modos que habrían hecho quejarse a más de un escriba pretérito (cuya fugacidad en el cargo y la misma existencia física, quizá, se habrá debido a tan aventurados reparos). A cenar, puerco, me berrea el Señor en la oreja y debo seguirlo pasillo arriba, vistiéndome por el camino.

Nos encontramos con el primogénito a la entrada del salón comedor. Se saludan, inclinan las cabezas y se estrechan en un abrazo que el heredero extiende hacia mí al emplear su mano derecha para hacerme una vaga caricia en el mentón. Me siento bendecido. Eso me ha sido dictado.

La carne se sirve en grandes platones. El Señor se inclina a devorarla y ordena a la Señora, silenciosa y pálida a su lado, que lo acompañe. Se arrebatan ambos los huesos y los roen y chupetean con deleite. Hay placer allí. El heredero, con un mohín minúsculo, murmura que por evitarle espectáculos así es que no invita a su esposa a las cenas familiares. Hace que le sea retirado el plato de carne y en su lugar ingiere un tazón de huevos de codorniz y una ensalada confeccionada con los vegetales que nuestra más reciente incursión a las granjas vecinas ha logrado enajenar. Los músicos y el generoso escanciado de vino consiguen que se instale en el salón una atmósfera expansiva, generosa.

Cuando el menor aparece, las ropas brillantes pero manchadas, la sonrisa torva pero amplísima, su padre se levanta y rodea todo el perímetro de la mesa para dar un abrazo y un coscorrón admonitorio al pequeño. Hay que traer a toda prisa otra ración de huevos de codorniz y vegetales (y me veo obligado a anotar en el libro de las cuentas la necesidad de ejecutar una incursión que resurta lo que ha sido cocinado y servido esta noche).

Antes de retirarme observo al menor: mira el abierto escote de la Señora y arriesga hacia ella gestos que incluyen el uso de la lengua, los dedos cordiales y una recia cantidad de saliva. No, no hay motivo de escándalo: pese a que el protocolo establece que sea llamada por ellos Madre, la Señora no parió a ninguno de los dos. Es una chica robada de una granja y entregada como tributo al Señor para su regocijo. El cadáver de la madre auténtica fue devorada por los perros hace años, junto con el escriba que accedió a consignar sus envenenadas palabras contra el Señor (ay de aquel que ose desafiarlo).

A punto de perderme por el pasillo, un grito me hace volver sobre mis pasos. El Señor me indica que tome algunos trozos de la carne despreciada por sus hijos, que me apresuro a esconder en mi camisa y que lameré más tarde con fruición de perra. Me ha sido indicado que lo escriba así. Mientras salgo otra vez, el menor se pone de pie y pide un brindis a mi salud. Tu honradez es motivo de festejo y tu ecuanimidad está a salvo de toda duda; me demanda que lo escriba así y yo, naturalmente, lo hago.

Ha sido este, sin duda, un día extraordinario, que quedará en los anales de la.

Me ha sido ordenado que lo exponga así.  

Antonio Ortuño Guadalajara, 1976.

Es autor de las novelas El buscador de cabezas (Joaquín Mortiz, 2006), Recursos humanos (finalista del Premio Herralde de novela, Anagrama, 2007) y La Fila India (Océano, 2013), así como de los libros de cuentos El jardín japonés (Páginas de Espuma, 2007) y La Señora Rojo (Páginas de Espuma, 2010). Sus libros se han traducido al francés, al rumano y al italiano. La crítica ha elogiado su humor negro, la agilidad y precisión de su prosa y su capacidad para explorar las contradicciones de sus personajes.