jueves. 20.03.2025
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Tachas 476 • Muertes paralelas • María Guadalupe Guerra

María Guadalupe Guerra

María Guadalupe Guerra
Tachas 476
Tachas 476 • Muertes paralelas • María Guadalupe Guerra


Los felinos nacieron por la noche, tal vez a las nueve con treinta minutos: dos gatos regordetes, pintados con manchas ovaladas amarillas, nacieron ante nosotros. Nuestra gata Blue los alimentó sólo dos semanas y media. Un día la felina amaneció babeando y tambaleando al caminar. Pensamos, mis hermanos y yo, que había comido algo con veneno. Todos sabíamos el destino de los gatos en el pueblo: muerte por envenenamiento en comidas fuera de casa de sus dueños. Quisimos pensar que debía tener remedio. No pudimos llevarla al veterinario, para tres niños de ocho, once y doce años es complicado reunir el dinero. Al externar nuestra petición a nuestros padres solo recibimos como respuesta: “no hay tiempo para cuidar esos gatos”. Dejamos al destino obrar de buena manera para curar sus malestares. No sucedió: dos días después encontramos a Blue justo debajo de la lavadora descompuesta, donde había dado a luz a sus pequeños. La gata estaba muerta y con sus ojos abiertos, perplejos. Tenía la mandíbula escurriendo la misma baba que hace días emanaba sin parar; estirada de patas, su cuerpo quedó a la luz de nuestros rostros espectadores. Los gatos, sus crías, llevaron los últimos días alimentándose incorrectamente. Les obligábamos beber leche de una jeringa, para evitar muerte por inanición.

A pesar de las adversidades decidimos ponerles nombres a nuestros mininos, ¿no es un acto de solidaridad nombrarlos, distinguirlos? Con cuidado alzamos sus colas para descubrir su sexo: una hembra y un macho. Para conmemorar a su madre, la gatita fue nombrada Blue, además poseía el mismo pelaje manchado entre colores negros, blancos y pequeños soles anaranjados en su cuerpo, igual que su progenitora. Al macho lo nombramos Pelirgo, así con esa dislocación en la palabra; tal vez lo nombramos así, por las veces que intentábamos tomarlo entre nuestras manos y él respondía con un débil rugido, una especie de advertencia. Tenía pelaje amarillo, amarillo destellante.

Esos días en el pueblo pasaron varios asesinatos curiosamente sincronizados con el destino de nuestros animales. Lo que mostraba la muerte en nuestro espacio, su presencia invocada por el acto de otros. No pudimos evitar pensar en el dolor de aquellos integrantes de las procesiones que se hacían tan regulares aquí, así similar a nuestro pesar al ver partir a cada felino.

Recordamos la conexión entre las muertes paralelas de los habitantes, el mismo día de la muerte de Blue Madre, escuchamos pasar la ambulancia en la calle principal del pueblo. Todos salieron de sus casas. “Un muerto más”, dijeron. Era un joven de 21 años dueño del auto-lavado. Cano, le decían. Ellos llegaron al establecimiento y dispararon sin ver quienes estaban dentro. Dicen que fueron a matar a la familia que recién había llegado al establecimiento solicitando un servicio. Jalaron los gatillos; Cano no corrió, quedó petrificado y una bala atravesó sus testículos, la sangre brotó. Su madre corrió al establecimiento y encontró a Cano tirado en estado de shock: “me duele mucho, mamá. Me duele mucho”. Esa fue la versión que escuchamos cuando una tía vino de visita a nuestra casa para dejar nopales recién cortados.

Nosotros hicimos todo lo posible por salvar a Blue y Pelirgo, verdad de Dios que sí. Quisimos que los pequeños de nuestra gatita no corrieran la misma suerte que aquellos, o que ella.

Los dos animales empezaban a defecar en la lavadora, sus patas se manchaban de suciedad. Colocamos una sudadera con felpa porque en los tutoriales de internet, para supervivencia de gatitos huérfanos, sugerían prendas que produjeran calor. Mancharon de orines y excremento aquella prenda. Las moscas empezaban a rondar la lavadora. El tufo era cada vez más fuerte. Quisimos bañarlos, pero el tiempo empeoró. Las lluvias de junio amenazaron más la vida de los felinos. Temíamos bañarlos y una muerte de frío después. Nuestra inexperiencia no aumentaba las posibilidades para salvarlos.

El primero en morir fue Pelirgo, justo un día después del asesinato del Cocada, ese señor que era delegado del pueblo. La gente dice que Ellos lo sacaron de su casa a patadas. Que lo fusilaron a media calle. Un balazo en la cabeza, y su vida terminó. Dicen que quedó con los ojos abierto de espanto. Lo enterraron dos días después, porque las autoridades recogen el cuerpo de personas asesinadas y tardan uno o dos días en regresarlo a los familiares, disque para abrir investigaciones. Pero no se ha resuelto nada hasta ahora.

Nuestro felino murió esquelético, su cabeza mostraba fácilmente los contornos de su cráneo, ni siquiera podía sostenerla. Y las heces se habían pegado en su cola y ombligo. Pelirgo no murió con los ojos abiertos, no tenía fuerza para abrirlos. Él murió con los ojos infestados de lagañas espesas y amarillas. Nuestro papá lo arrojó en la bolsa de la basura, esa donde están las espinas de los nopales, luego la tiro cerca del desagüe.

La siguiente en morir fue Blue. Yo estoy seguro que su destino fue marcado por la lechuza del patio. Dicen que anuncian la muerte esas aves. Y con el aleteo de aquel animal trajo dos desgracias: la desaparición de Naomi, hija del señor de las carnitas y la muerte de la segunda felina. A Naomi la encontraron muerta en la orilla de un puente entre el rancho los Negretes y el campo Tres Caminos. Encontraron su cuerpo sin ropa, así a la intemperie sufriendo de frío su alma. La gente cuenta que la levantaron porque ella presumía ser novia de un joven integrante del cartel que recién había llegado al pueblo. Duró tres días desaparecida. Luego, fue encontrada así.

         El día del hallazgo del cuerpo de Naomi, Blue dejó de existir, porque la noche anterior llovió recio, fuerte, helado. Encontramos su cuerpo tieso, su cabeza girada del lado derecho, la levante pensando que estaba acurrucada entre la felpa, pero lloré porque confirmé su deceso. No hubo calor para salvarla.

Colocamos su cuerpo en una caja de zapatos, cabía sin problema. La fuimos a enterrar cerca del desagüe, pensamos que ahí tal vez estaría bien. Salimos de la casa, nos detuvimos unos minutos para dejar pasar la procesión de otro asesinato. Traían mariachi, cantaba “amor eterno”, la carroza traía el cuerpo de El muñeco, taquero del pueblo. Le dispararon el fin de semana cuando recogía su puesto en la noche. Ellos llegaron montados en su camioneta, dos balazos en el vientre recibió El muñeco, por no pagar el cobro de piso, ese que piden a los comerciantes por trabajar, los obligan a dar cierta cantidad cada cierto tiempo para dejarlos “vivir” y seguir con el negocio. No hubo dinero. Ellos dispararon.

Fíjense nomás, pensé, cada uno trae su propio pesar, su propio luto. Me gustaría decirles, “tranquilos, ya no lloren, al menos ya no tienen miedo, al menos no van a seguir huyendo de las balas, ellos ya van a estar sin hambre o frío, así como los gatos de Blue”, pero las lágrimas nos brotaron sin consuelo. A lo lejos, se escucha de nuevo el sonido de la ambulancia. El camino se bifurca y todos nos separamos; cada uno va al entierro correspondiente de sus muertos.




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María Guadalupe Guerra Hernández (26 años) es egresada de la licenciatura en Letras Españolas. Editora e ilustradora del fanzine Nosotras las Wiccas. Actualmente tesista. Fiel lectora del horror y de la literatura fantástica. Intenta comprender la existencia por medio de las letras.

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