CRÓNICA
Tachas 490 • 52 000 horas y un poquito más • Alejandra Origel
Alejandra Origel


Dieciséis.- Dieciséis es el número que cambia mi vida durante este particular año sabático. Dieciséis años y el doctor me dice que necesito cirugía en la cadera izquierda. Dieciséis, el número de cirugía que se suma a la cuenta.
“Comezón y comezón” es lo único que cruza mi mente, entonces, el anestesiólogo se acerca.
—¿Cómo te sientes?
—Tengo comezón en los párpados.
Él asiente con la cabeza y acerca las manos hacia mi rostro, sus pulgares me frotan suavemente los párpados, aliviando la picazón. Siente la necesidad de explicarme la situación.
—Todo salió bien, te pasaremos a sala de recuperación, y esperaremos a que pasen los efectos de la anestesia.
Intento mover los brazos, al parecer están atados a la camilla, solo logro sentir la presión en las muñecas, me encuentro aterida de la cadera hacia abajo, mis piernas se sienten pesadas, particularmente la pierna izquierda pesa alrededor de 29 kilos y está mojada. Respiro profundamente y cierro los ojos. 5844 días.
Al abrirlos una vez más, voy camino a rayos X.


El tic-toc del reloj retumba en los oídos, en la sala de recuperación, todos se encuentran muy relajados, creo que sólo a mí me perturba.
La sala de espera es fría, acentúa aún más los nervios de quien aguarda noticias, las sillas de plástico, con una forma nada ergonómica, son incómodas y hacen más ardua la espera.
Una mujer ora por mí en la silla número 6, es mi Linda, donde sólo en la fe encuentra refugio, en momentos de incertidumbre como este.
El cirujano la interrumpe.
—Señora, la cirugía ha terminado, su hija está en sala de recuperación, no pudimos dislocar su cadera, así que hicimos la corrección y elongación de fémur.
—Muchas gracias, Doctor. ¡Bendito sea Dios!
Al llegar a casa, la verdadera batalla da inicio. En cuerpo y alma estoy débil y atrofiado. Después de una semana entera postrada en un colchón, ponerme de pie es una gran victoria; dar el primer paso a los 16 años, por segunda vez, es una proeza épica. Un pie delante del otro es tan simple, pero el peso excesivo y las heridas abiertas del muslo izquierdo lo dificultan.
Las muletas se volvieron mis pilares por tres meses, “uno, dos” decidieron nombrarse una a la otra.

(Separador)
—¿Adónde vamos?
Esas dos palabras las pronunciaba cada vez que papá tomaba un camino que desconocía. Ignoré completamente la importancia de esa pregunta, se convirtió en poco tiempo después en mi mantra de vida.
¿A dónde te diriges cuando eres prisionero de tu cuerpo?
Cuando los barrotes de prisión son unos enormes tornillos de acero incrustados en una de tus piernas; sujetados por un fijador externo al cual día y noche un cuarto de vuelta le debes dar, llevando a cabo la función de separar un poco cada día el hueso, evitando que solidifique la fractura para así garantizar el éxito de la cirugía.
Todo este proceso tomó un año de mi vida; un año en el que asistir a la escuela no era opción por lo incomodo de aquel artefacto; el año en el que todos mis amigos cercanos se esfumaron. Presa en una casa donde se debatían mis necesidades y se remarcaba la ayuda que necesitaba.

¿A dónde vas, cuando la realidad congela tus sueños adolescentes?
El único lugar fue un refugio mental, lleno de posibilidades infinitas, donde la imaginación conducía sueños surreales en donde era “libre” y podía caminar libremente por las calles del centro, correr y jugar bajo la lluvia, incluso andar en bicicleta. Toda esa ilusión fue menguando conforme el tiempo pasa haciendo evidente la soledad.
¿Qué haces cuando los colores son insípidos? Y el carboncillo se apodera de ti para dar vida a cientos de dibujos de ceniza, que sólo reflejan la fría indiferencia del metal que ahora es tu huésped.
