Es lo Cotidiano

CUENTO

Tachas 496 • El muerto ajeno • Leo Mendoza

Leo Mendoza

Imagen creada por IA
Imagen creada por IA
Tachas 496 • El muerto ajeno • Leo Mendoza

La encargada de criarme tras la muerte de mis padres fue mi abuela Soledad. Era una mujer fuerte, pero dulce a la vez, de pelo entrecano y originaria de una comunidad serrana que se vino a la capital siguiendo a mi abuelo con quien nunca se casó, eso lo supe una vez mientras colocábamos la ofrenda en el pasillo central de la casona que él le dejó como única herencia.

Entre las cosas que aprendí a su lado fue a comprar en el mercado y no bromeo. Es un verdadero arte porque no es nada fácil distinguir cuándo un aguacate está en su punto, cuándo aguanta unos días y cuándo de plano ya está incomible. Para esto Cholita se pintaba sola. Además, era el terror de las pollerías porque nunca de los nunca le pudieron pasar por una pechuga de gallina como si fuera pollo.

Se levantaba antes del amanecer para limpiar mil y una veces aquella casa que, el día anterior, ya había dejado impecable. Con decirles que ni una asomo siquiera de cochambre había en sus sartenes. Después, se envolvía en un rebozo de bolita, se colgaba una canasta del brazo, me despertaba y nos íbamos juntos al mercado del Carmen alto donde, habitualmente, desayunábamos unas enchiladas de mole con tasajo, pan de huevo, chocolate de agua y concluir aquel banquete con uno o dos vasitos de rompope que me ponían pero bien dicharachero. 

Ella me dejaba en la escuela, donde, las primeras dos horas era una chispa divirtiendo tanto a mis compañeros como a mis maestros con mis chanzas, ingenio y buen humor, pero el resto del día me la pasaba más bien apagado, con la boca seca y un tremendo dolor de cabeza. 

Cholita, por su parte, se iba a misa. Lo hacía a diario y siempre ocupaba el mismo reclinatorio, incluso los domingos, cuando todo se invertía y primero oíamos la palabra del señor y comulgábamos y luego nos íbamos a desayunar barbacoa enchilada. 

A mí me ilusionaba el rompope y, ya mayorcito, una vez entonado, a los locatarios y clientes del mercado les gustaba subirme a una de las mesas y hacerme declamar hasta dos veces “La chacha Micaila”, que había memorizado poniendo en la consola de la casa, una y otra vez, el disco de Manuel Bernal, hasta dejarlo inservible. Una vez concluida mi actuación, apenas una prueba de la fama, dormía hasta pasado el mediodía, aunque algunas veces, con lo que les daban de domingo, mis primos me llevaban a la matiné, donde, igualmente, terminaba durmiendo como bendito.

Mi única obligación era tomar un sitio en el banquete familiar que, en esos tiempos, concluía con una extraña ceremonia en la que algunos amigos invitados, los primos mayores, los tíos, las tías y la abuela se ponían a bailar alocadamente las piezas de “Conozca a los Beatles”. 

En cuanto comenzaba el zangoloteo, con mucha prudencia, me iba a la cama para estar fresco y sobrio a la mañana siguiente.

Pero cuando mi abuela brillaba con todo su esplendor era el Días de Muertos. Desde una semana antes comenzaba con los preparativos para levantar la ofrenda, labor que debía terminar, a más tardar, el 31 de octubre antes del mediodía. 

Los marchantes del mercado lo sabían y le seleccionaban las mejores frutas. También las calabazas y los camotes que mi abuela preparaba en tacha y achicalada. Ella misma llevaba a moler los granos de cacao, el azúcar y la canela que se transformarían en espumeante chocolate. Lo único que no hacía era la masa de los tamales pues los compraba hechos y picar los papeles de colores que coloreaban su altar. 

El 30 y el 31 la cocina era un hervidero. Mi abuela se multiplicaba mientras que yo estorbaba aquí y allá, haciéndola exclamar “Herodes, cuánta falta me haces”. A veces, alguna de mis tías le echaba una mano con la guisada, pero poner la ofrenda estaba reservado solo para ella y yo, como su único ayudante. 

Era un altar de siete pisos en cuya cúspide se encontraba la Dolorosa (debo decir que aquel rostro sereno con el cuerpo lacerado por lo puñales de la aflicción, siempre me ha parecido terrible) y más abajo las fotos de aquellos familiares que mi abuelita había perdido en su camino, comenzando mis padres, mis abuelos, sus hermanas y un precioso daguerrotipo de mi bisabuela (a quien solo hasta muy recientemente pude conocerla en persona).

Mientras acomodaba cada una de las fotografías también me enteraba de la vida y milagros de aquellos familiares lejanos e idos, pero siempre presentes en el Día de Muertos. Por ejemplo, me enteré que la tía Mariela –hermana de mi abuela— se empinaba dos o tres botellas de tequila por día, lo que le ganó fama de borracha y la llevó a emparejarse varias veces, con personajes nada recomendables, entre los que se contaban algunos políticos de medio pelo, ya que andando con copas le daba por enamorarse y hacer desfiguros. 

Supe también que el tío Roberto había sido producto de una aventura del bisabuelo aunque lo reconoció como legítimo y con todos los derechos y luego lo desconoció cuando le salió medio gañán y medio estafador y le dio baje con dos o tres novias, aunque en su lecho de muerte se arrepintió y volvió a reconocerlo.

Mi abuela me contó que tanto mamá como mi papá ya habían estado casados, mucho antes de convertirse en marido y mujer y que en Hidalgo vivían unos medios hermanos míos, hijos de progenitora, a quienes, gracias a esa revelación pude conocer. 

Poco antes de morir la abuela, ya bastante enferma, les dijo a los tíos y tías vivos que la casa iba a ser mía mientras viviera en ella y cada año levantara un altar igual al suyo para recordarla, que cuando pasara a mejor vida o me fuera de la casa, ésta se vendería y la ganancia se repartiría entre todos los nietos que aún vivieran. 

Por supuesto que ni de loco me salgo de aquí. Por eso, una semana antes del día de los fieles difuntos, me preparo para hacer una ofrenda en la que ya está incluido el retrato de Cholita junto al de los otros miembros de la familia que se petatearon en los casi veinte años pasados desde la desaparición de la abuela.

Al igual que ella, siempre coloco en la parte más alta del altar, la imagen de la virgen, un óleo sobre lámina, y más abajo las fotos de sus parientes, aquellas que, en mi infancia, me daban pavor. Sobre todo la de los generales revolucionarios con sus cananas terciadas y sus rifles. O las de las señoras con sus vestidos largos y siempre negros pues pasaron viudas la mayor parte de su vida.

A veces, me entraba tanto miedo que no me atrevía ni a ir al baño y me aguantaba por horas hasta que amanecía o bien, si era mucha la urgencia, orinaba en una de las esquinas de mi cuarto y le echaba la culpa al gato. 

Lo que más temía era encararme con alguno de aquellos muertos que, la noche del 2, regresan para disfrutar de los platillos que mi abuela preparaba con sus propias manos y que hoy yo compró en el las fondas del mercado porque no heredé su sazón. 

Además, siempre pongo algunos licores y una buena botella de rompope.

Debo decir que mis peores temores se cumplieron hace apenas unos días y, para el colmo, el muerto que se me apareció ni siquiera era de los míos. Así como lo oyen. Contra mi costumbre, me paré por un vaso de agua y me topé con él.

Estaba frente al altar, entrándole a la comida con ganas. Me quedé paralizado, mirándolo. Él ni se inmutó. Le entró primero a las enfrijoladas del tío Marcel, luego probó el molito de guajolote que le ponía en a mis padres y remató con uno de los tacos de barbacoa de mi abuela. 

Eso me calentó, pero todavía me dio más miedo que se echara al coleto la botella de tequila de mi tía Mariela y que le entrara también al rompope con singular alegría. 

Lo miraba y lo miraba y no encontraba en él nada que me fuera familiar. No era uno de los muertos de los retratos de mi abuela y, menos aún, de los otros que murieron después de ella y que he agregado a la ofrenda. 

—¡Eh! –grité con la esperanza de que se espantara pero ni siquiera volteó a verme.

—Jijo de la chingada— le dije, porque había oído que a los fantasmas no le gustan las malas palabras. Pero a éste le daba igual.

Ya encorajinado me le paré enfrente, pero él siguió bebiendo de la botella comprada con Casilda, que era de lo mejor rompopera del mercado. Finalmente hizo una pausa y me vio. Extendió los brazos para abrazarme, pero no pudo hacerlo. Una lágrima fantasmal rodó por su mejilla apenas dibujada. 

—Hijo –me dijo.

Moví la cabeza, negando. 

—Muchacho. Ovidio.

—Yo no me llamó Ovidio –le respondí, para ver si así abandonaba mi altar.

—¿No eres mi hijo?

—Que no

—¿No se llama tu mamá Abigail?

Agarré las fotos de mis padres y se las puse en la cara.

—Ellos son mis papás. Y ya están muertos. Y usted se está comiendo su comida.

Creo que el muerto enrojeció un poco aunque no estoy seguro.

—Entonces no eres mi hijo.

—No…

—Ni pariente…

—Tampoco.

Caí en cuenta que, por su levita, el bombín, sus pantalones a rayas y los botines que llevaba ya más de un siglo muerto. En realidad era chistoso pues tenía cierto parecido con los fantasmas de una película con Ana Luisa Peluffo que vi en la tele.

—Pues, ¿cuándo murió usted?

El muerto soltó una carcajada.

—No tengo ni idea…

—¿Y cómo llegó aquí?

—Porque está era mi casa.

—¿Su casa? ¿De dónde? –le dije medio enchilado.

—Aquí viví toda mi vida –me respondió, quizá un poco dubitativo. 

—No. Está casa era de mi abuela.

—¿Cómo se llamaba tu abuela?

—Soledad

El muerto se me quedó mirando. 

—¿Y cómo era?

—Pues ahí la tiene enfrente –le dije, señalando el retrato de mi abuela.

Se acercó convirtiendo sus fantasmales ojos en dos ranuras, como si le costara trabajo enfocar la mirada. Luego, movió negativamente la cabeza.

—Pos no la conozco... ¿Dices que ella es tu abuela?

Asentí. El muerto ahora se notaba preocupado. Vio cada una de las fotografías que adornaban la ofrenda y se quedó aún más sorprendido.

—No, no conozco a nadie –exclamó sollozando.

—Pues no le estoy diciendo.

El muerto no sabía ya qué hacer aunque, de poquito en poquito, ya se había acabado casi media ofrenda.

—¿Se acuerda de dónde vivía?

En realidad, aquel muerto no espantaba a nadie. Era tan flaco que de donde fuera se le veía de perfil y las arrugas dibujaban profundas grietas en su rostro. Me dio lástima, la verdad.

— ¿Cómo me dijo que se llama su hijo? –le pregunté.

Hizo un puchero y se lanzó a llorar.

—Ahora ya no me acuerdo –me dijo sollozando y yo no quise decirle que ya me había dicho que se llamaba Ovidio.

— ¿Y de qué se acuerda?

—De cuando era niño. Y de cómo me gustaba elevar las cometas al viento en la bajada que está junto al acueducto.

Hace muchos años, por el rumbo de Tochimilco, existieron los arcos de un antiguo surtidor de agua cuyos muros hoy son parte de algunas casas. 

—¿Vivía por el acueducto?

El hombre se quedó pensativo. 

—Ahí mero. Con mi hijo.

Como, en verdad, tenía miedo de que aquel muerto acabara con toda la ofrenda, me vestí para acompañarlo e indicarle el camino. Él me siguió dócilmente. Caminamos la distancia que nos separaba del lugar en silencio, como si ya nos hubiéramos dicho todo lo que teníamos que decirnos. Al llegar a los arcos, descubrimos, en una esquina, a un grupito de ánimas, en actitud de espera. Al ver al muerto, todas voltearon y hasta creí adivinar un suspiro de alivio. Después me dijeron que era el único que faltaba de la familia. Ya no tenía parientes vivos en ese ni en ningún otro lugar, pero todavía no se iban porque se acordaban uno del otro y otro del de más allá y se así aseguraban su regreso. Como su casa había sido derrumbada, se paraban todos en la esquina hasta que se juntaba todos, incluso don Sebas, quien., como era desmemoriado, siempre andaba cayendo en casas ajenas, y se iban a pasear a la Alameda para disfrutar de las ofrendas públicas. No les agradaba mucho, pero no les quedaba de otra. Debo confesar que me causó envidia que estuvieran tan unidos.

—Papá –dijo una mujer como en sus ochenta. 

— ¿Y mi Ovidio, mi hijo? –preguntó, recordando el nombre de su vástago

Los quince miembros de la familia se voltearon a ver entre ellos.

—Ay papá, si ya sabes que no tuviste hijos, fueron puras chamacas.

La más joven de sus hijas, sesentona ya, se acercó a mí.

—Usted discúlpelo, pero es que ya a su edad no le funciona bien la cabeza. Dice mamá que le comenzó a fallar a los setenta y desde entonces siempre anda preguntando por su hijo.

Los familiares rodearon al patriarca para abrazarlo. A mí se me habían llenado los ojos de lágrimas y estaba a punto de despedirme. De repente se me ocurrió una idea: llevar a todos a mi casa para que se comieran lo que quedaba de mi ofrenda, pues, como dice el refrán donde comen dos comen tres.

Desde entonces, todos los años, cada 2 de noviembre, los Alcalá son mis invitados. Y hasta saco la vajilla de lujo para que coman. A veces llega mi abuela, a quien ya la he visto echándole ojitos al viejito don Sebas. También llegan los parientes que yo no conocí y los otros, los que murieron después de mi abuela. Mi tía Mariela se toma sus dos botellas de tequila y el tío Roberto ya le lanzó los perros a la menor de la familia invitada. Es más, hasta mis papás se han aparecido algunas veces. Todo se parece mucho a aquellas viejas comidas familiares pues todo termina en un feroz bailongo con música de moda.

A veces, la verdad, ya no sé si estoy vivo o muerto hasta que abro los ojos al día siguiente. 





[Ir a la portada de Tachas 496]