Tachas 499 • Nicolás el Camaleón • Ricardo Castillo
Ricardo Castillo
Una agradable construcción venida a menos. La entrada sin techo y sin cancel se prolonga en un pasillo de puertas y pequeños balcones a ambos lados. Al fondo, donde ahora el gato se relame, la escalera que sube en zigzag a la planta alta. Ahí, en un balcón del segundo piso, una ventana de hojas largas y verticales, se ve parcialmente una mesa, encima una pieza de alfil negro, un tintero destapado, un cenicero desbordado de colillas y junto al brazo de alguien que escribe, un vaso roto, derribado. Adentro no hay demasiados muebles, un caballete, bancos, un buró con un tablero de ajedrez que contrasta con el desorden de la casa, pues las piezas están colocadas escrupulosamente en la posición inicial. Todas, excepto el alfil de la mesa que rueda y cae al piso.
Cayó la gota que faltaba, Nicolás,
ahora eres el testigo que te acusa,
no el barco que se hunde, sino el que fue incapaz
de conocer el mar;
del mar sólo hiciste un infierno,
una condena perpetua que nunca creíste merecer.
Pero la condena, Nicolás,
tú mismo la elegiste cuando no eras más que una pequeña
esfera de sustancia viva;
en mala hora te dio cabida el huevo,
en mala hora llegaste al paraíso, ya todo tenía dueño,
solamente te tocó un cerebro vanidoso, un corazón
inseguro,
un cuerpo mal usado que nunca has hecho tuyo.
Quién te manda tener sistema nervioso, tener domicilio
en un estómago que rota y se traslada,
intoxicado de recuerdos y deseos absurdos.
Y no, no me hables de amor, de buenos sentimientos,
ésos nada más eran los gusanos que hacían sentir
tu cadáver vivo
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