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Tachas 512 • La puerta • Omar de Felipe

Omar de Felipe

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Tachas 512 • La puerta • Omar de Felipe

“...en lo hondo no hay raíces
                                                                                                                        hay lo arrancado”

A mi derecha, la ventana que da al resto de los departamentos, la luz gris de la mañana. Y más allá de ellos, adivino las bugambilias. Es la primera vez que florecen en enero.

Pero no me detengo por ello. Es la puerta abierta de su dormitorio. Es su puerta.

Pero no siempre es así. Hay veces que logro no detenerme, no dar paso a la constante maraña de oraciones sin principio ni fin, ese mar sediento que convierte el continente entero en costa. Hay días en que salgo de mi cuarto con la mirada hacia enfrente, me acompaña el crujido de la duela. Y no puedo evitar extrañarme por el sonido de mis pisadas. Me digo que no son siempre las mismas, las mías.

La puerta sigue abierta.

También puede ser una trampa. Detenido entre la cocina y la sala, puede salir de su cuarto, verme detenido en cavilaciones que seguramente se le antojarán divertidas. Puede sonreír, burlarse de mí, sorprenderse de mi presencia; puede incluso decirme ‘Buenos días’. Yo sé que no son las palabras lo que importa. Pero son lo único que tengo.

‘Los cielos magníficos de noviembre ya no encienden más que dolorosos reflejos en nuestros corazones, por estar encarcelados en un mundo sin salida.’ 

No sé por qué me he detenido, precisamente. No puedo formular, no puedo, el lenguaje se vuelve una pared amarillenta y burda. Es eso.

Puedo dar un paso hacia adelante, anunciar mi presencia con mi pisada. Sería como gritar con pulmones vacíos, vociferar un gemido incomprensible. Es arriesgar un ser que no se encuentra sino entre otros seres. Sería romper con el miedo, este miedo que a veces confundo con la verdad. 

Veo los libros sobre el diván , el pliegue de una página que marca el invariable deseo del regreso, regreso que ya no será concluido. Mi mano sigue aferrada a la pared que divide la sala de la cocina. Encuentro el jadeo propio, la señal de una feliz y conocida derrota.

Volteo de nuevo a la derecha, en la mesa de cristal flotan las migajas de pan, las gotitas de café secas de ayer, de la semana pesada, de no sé cuando. Las dos sillas que ocupábamos, corridas hacia atrás, como si nos hubiésemos levantado súbitamente, escapando (¿de qué?). Y entonces vuelve a mí la certidumbre de que estas cavilaciones no son sino murmullos en la noche, de que la razón me ha arrastrado hacia un pozo cuyas paredes no encuentro, una ausencia atrapada al margen de una puerta.

También puedo dar un paso hacia atrás. Puedo regresar a la cocina y mirar a través de la ventana: quedará una mancha de mi lenta respiración, el temblor de mis dedos golpeando la barra, el crujido de las flores contra el aire, y aquello será apenas, apenas un reflejo.

Y la puerta sigue ahí, abierta. Una invitación, o un atroz recuerdo. El anuncio de una presencia, su eterno abandono.

‘Al final, el pensamiento puede hacer que seamos unos extraños los unos para los otros. El amor más intenso, quizás más débil que el odio, es una negociación, nunca concluyente, entre soledades. Una octava razón para la tristeza’

No hablar, no respirar. Renunciar al aburrimiento, a la ‘suave locura del amor’. Perderse entre memorias e ilusiones imprecisas. Ahogar el yo entre las olas rojizas que quiebran al sol. Lanzar un grito silente en el crepúsculo, arrancarse la piel, los ojos. Abandonar la esperanza, la otra cara de la desgracia y la melancolía.

Todo lo que dije solo podría causarle dolor o una falsa alegría. Y ahora que la mañana se acaba y comienza el día, volverá la certeza de que el aire es cada vez más viciado, la vaga sensación de que alguien me toma la mano y luego se aleja. Y no podré ignorar que las flores brillan ya, marchitas y secas, en estos días de enero.

Puedo cerrar la puerta, y evitar un vistazo hacia adentro. Y bien, ¿qué puedo encontrar? He visto ya, en un incendio en la selva, el espectáculo del león y la gacela muriendo juntos. Puedo acercarme a su cuarto y encontrar una pulcritud intacta en las sábanas, una risa grabada en el silencio. Puedo encontrarme a mí mismo, esperando, esperando.

No hay nada para mí en esta quietud. Los deseos y la noche se apartan y puedo nombrar ideas como se nombraban, antaño, las estrellas. Quizás pueda reconstruir sus pasos en la imaginación, trazar nuevamente su rostro, como la luz traza de nuevo la ciudad cada mañana. 

Pero aquellas son posibilidades lejanas. Lo que me resta, lo que verdaderamente importa, es que hoy, y no ayer, está su puerta, ahí, abierta. 

¿Y qué es lo que me corresponde? ¿La paciente espera? ¿La dulce furia de un deseo sin cumplir? Seguir buscando, buscando algo, algo que no encuentre, porque precisamente es imposible hacerlo. El terrible placer de buscar y no encontrar.

Sé lo que haré, invariablemente. La puerta se quedará así, como está. Y permaneceré aquí por el resto del día, tratando de dar con una figura, moldear un pensamiento como excusa para seguir aquí, entre la sala y la cocina. Y fallar en esto me llevará de vuelta a mi cuarto, sin reconocer mis pasos, sin mirar atrás.

Pero puede que no sea así. Puede que se asome, que me invite a morir y gritar. También puede salir y no mirarme, convertir(s|m)e nuevamente en un fantasma.

Eso es todo. 

La puerta, abierta. 

Yo seguiré aquí, en la mañana, una vez más.

***
Omar de Felipe Solís (Orizaba, 1997), licenciado en ingeniería en computación y sistemas en UPAEP. Ha publicado ficción en la revista Mula Blanca, en el suplemento cultural El Confabulario de El Universal. Cuenta además con reseñas en El Popular de Puebla, el portal Pez Banana y una publicación en Rio Grande Review, journal de arte contemporáneo de la University of Texas at El Paso.

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