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Tachas 512 •  Seacret • Atahualpa Espinosa

Atahualpa Espinosa

Imagen creada por IA
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Tachas 512 •  Seacret • Atahualpa Espinosa

Poco antes de morir, Josh se frotó los ojos, después de pasar una noche casi en blanco (dio algunas cabezadas, aunque él juraría que no durmió un solo minuto), y encogió el cuerpo con lentitud para ponerse en pie sin despertarla. Tomó su tabla y abrió con suavidad, tardándose casi un minuto entero en hacerlo, el cierre de la casa de campaña. Vio a Adriana, recostada de lado, con el aspecto de quien no se sabe observada. La arena brillaba sobre su piel. Su cabello parecía una estopa usada en el piso de un taller mecánico, pero lo que sentía al mirarla le impedía notarlo. Ella reflejaba la forma de su deseo y estuvo a punto de inclinarse para hacerle una caricia, pero se contuvo. Salió descalzo a la arena fría y sus pies, calientes por la resaca, se volvieron más ligeros. 

Adriana aprovechó su salida para cambiar de postura. La inmovilidad es más incómoda cuando se finge el sueño. De acuerdo con los planes, debían tener todo listo para el regreso antes del mediodía, pero podía apostar a que varios de sus compañeros apenas serían capaces de despertar hacia las tres de la tarde. Aún escuchaba las voces y la música afuera. Tal vez, ahora que estaba sola, podría dormir al menos una o dos horas. ¿Qué estaría haciendo su novio, a varios cientos de kilómetros, en ese momento? Seguro cualquier cosa para distraer la espera, hasta que comenzara su primer día de trabajo, o hasta que ella regresara. 

Había un viento fresco y olas bravas cerca de la playa. La fogata llevaba varias horas muerta, pero casi todo el grupo seguía hablando como si hubiera una medalla de por medio para el último en dormirse. Josh caminó en una línea oblicua que le alejaba de ellos (aunque no demasiado) y sin dar a entender que notaba su presencia. Más que la deshidratación, lo que le martillaba la cabeza por dentro era el eco de todo lo que había dicho. También le avergonzaba un poco su edad. O mejor, la forma en que su edad contrastaba con la juventud de ellos. Cuando sus pies entraron en el agua, sostuvo con fuerza la tabla frente a sus hombros, con la palabra que había grabado cerca de la punta, SeaCrest, apenas visible, y le dijo en un murmullo: Dales un buen susto, que me pierdan de vista unos minutos y ya. Que ella se despierte con los gritos y corra a abrazarme cuando me traigan a la arena, jadeante. En inglés, claro, porque era el único idioma en el que le hablaba a su tabla. 

Gela y Rosco se habían separado un poco del grupo para escapar del sonido de bajísima fidelidad de las bocinas. La intención era ver el amanecer, aunque no había un solo punto en que el cielo fuera visible tras las nubes. Ahí va el gringo, dijo Rosco, que daba pestañeos cada vez más largos. ¿Cómo se le ocurre aventarse? Ve nada más cómo amanecieron las pinches olotas. Alargaba las vocales al hablar. Es un surfo. 

Justo eso es lo que busca, contestó ella, empezando a creer que jamás necesitaría dormir de nuevo. 

Por mí está bien, dijo Rosco. Sólo así deja de hablar, cabrón enfadoso. 

Para eso dejó su ciudad y su familia, siguió Gela, sin ponerle atención. La idea creció de pronto dentro de ella con los últimos jirones del ácido que se había comido al empezar la noche anterior. Por eso vive solo, ¿no? A veces se junta con turistas, o espera que Adriana venga de nuevo. Pero lo importante, lo que siempre espera, es el momento en que el mar le da una buena pelea. Señaló a Josh. Lo vio hablarle a su tabla, con los labios casi tocándola, decidido a entrar en el agua. 

Debería haberle puesto Seacret, dijo ella. 

¿Qué?, soltó Rosco, sobresaltado. Un segundo antes, había estado a punto de dormirse. 

Sí, ¿ves que su tabla se llama SeaCrest? Cresta del mar, o cima del mar, algo así. Siempre le habla, como si le dijera un secreto. Por eso digo que le debería haber puesto el nombre de Seacret. La palabra no existe, se me acaba de ocurrir, pero sería como secreto del mar. 

La escribió en la arena húmeda con el índice. 

Ajá, dijo Rosco, recostado. 

Alcanzó a ver la letra redondeada de Gela, antes de que el agua llegara a borrarla. En ese momento se quedó dormido.

***
Atahualpa Espinosa (Zamora, Michoacán, 1980). Autor de los libros El centro de un círculo imaginario (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2007) y Violeta intermitente (Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2002). Hace radio (aunque cada vez menos) y tiene una columna sobre música en La Tempestad. Está informalmente incorporado al sector precario del gobierno federal desde 2009 y es empleado de dos gatos.

(Agradecemos al Director de Grafógrafxs, Sergio Ernesto Ríos, por cedernos la publicación de este texto proveniente del Libro Final con grillo. Colección Invitación al Incendio de narrativa. UAEMex. 2022.)



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