viernes. 19.04.2024
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Tachas 514 • Bailemos cumbia • Iván Mata

Iván Mata

Imagen creada por IA
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Tachas 514 • Bailemos cumbia • Iván Mata

El universo giraba alrededor de la luz. Nos quedamos mirando frente a frente con los ojos perdidos. El olor de la noche apenas teñida nos perfumaba el cuello. 

Nuestras rodillas quedaron juntas. Las manos a una palabra de enredarse en una trenza. Aquel fue mi momento, lo fue. 

Quise confesarme de rodillas ante un hombre que tenía las mejillas rosadas más no puede, Cruz estaba demasiado borracho. 

La luna se asomó por la ventana en un instante. Olía a frío y a girasol. Aquel fue mi momento, pero no era mi intención importunar el sueño de Cruz. 

Tuve que cobijarlo con muchísima delicadeza, cuidándolo, como los 7 enanos cuidaron el sueño de Blancanieves.  

Chuy me deja en la plaza, fuera de Ahorremas. 

—Lo mío con el Alien no se va a quedar así. 

—¿Verdad que suena bien chiro la palabra Alien?

—Claro.

Luego arranca la motoneta roja hacia el horizonte de la calle. 

Lo veo muy convencido para matarlo, mientras venimos hacia el centro dijo que lo intentaría, se convence todavía más cuando se lo sugiero, de pasada. Yo le tuve que confesar que ya no tenía empleo, que iba a la tienda para que, en un golpe de suerte, Luis volviera a contratarme. Le tuve que decir que, si no lo hacía, no sabría cómo iba a sobrevivir en los siguientes días y semanas y meses. 

—Puedes provocar un incidente para que lo despidan.

La idea no me parece mala, en realidad, si así sucede, Luis tendría que buscar rápidamente una solución, yo iba a estar ahí, dispuesto, entonces tendría que contratarme, lo debía hacer, con lo que le cagan se formen filas largas en la carnicería. 

Camino con mucho valor hacia la entrada de la tienda. Doña Laura, quien está trapeando, inmediatamente me observa, diciendo.

—Puto, te he estado llame y llame, pero no entra.

—¿Va a pagarme el servicio o qué? 

Se queda sorprendida ante mi respuesta, porque así responden los ojetes en esta vida llena de geometría y buenos modales. Se hace a un lado para que yo pueda entrar a Ahorremas. Cuando entro, ella sigue trapeando, con la cabeza hacia el piso. Al decirle aquello, en serio siento una chispa de felicidad en la boca. Lo digo como si no se tratara de mí porque yo no soy una persona mal educada, mucho menos con los amigos.

Entro con demasiado valor en mis piernas, en mis dientes, en el corazón de pollito extraterrestre que va palpitando de manera inusual. 

Es una reunión familiar, parece, tal vez se trata de una intervención donde rebuscaron una medida eficiente para rescatar mi vida echada a perder. El chiste es que están toditos ahí.

Mientras camino dentro de la tienda, descubro a la obesa que compra Capistrano atragantarse de 3 paquetes de Mantecadas, a escondidas, con razón no enflaca; si aún fuera empleado, mi obligación sería llamar a la policía para que se la llevaran presa. Les diría algo así: ella, señor policía, es la gorda que anda a dieta, pero mírela comer como la puerca que es, puerca, terminaría diciéndole. Ni modo, ya no soy empleado. 

Chale. 

La chica fitness trota entre los pasillos con el kilo de calabazas en la mano, después sale de la tienda a toda prisa. El pasivo varonil está empinando, lo usual, y el de la caja 3 no le quita los ojos de encima, parece que hoy sí está dispuesto a darle bien duro. 

Cuando camino por el segundo pasillo, de los 4 que hay, observo a Sandra, quien acomoda la Hellmann´s sobre los estantes superiores. Lleva el horrible labial negro desparramado en los labios y se ve feísima, la verdad. Cuando me mira, baja la mirada de inmediato, desconociéndome.

Si no saben beber, pa´qué beben. 

Yo me acerco a ella con toda la intención de valer mi venganza y, cuando ya estoy detrás de ella, le pregunto.

—¿Sabes dónde está la carnicería?

Debe atenderme como un verdadero cliente, si no que se atienda a las consecuencias. 

Responde muy apenas, levantando la nariz, como si yo oliera a caca o a muerte. 

—En el fondo. 

—¿Dónde?

Simulo no escucharla.

—Allá…

La interrumpo de prisa. 

—Sabes bien que es tu deber llevarme si no lo sé, ¿verdad?

Mis palabras demuestran mucha autoridad y liderazgo. Esta mañana parece que amanecí con la lengua de Fabianzote dentro de la boca.

Luis siempre dijo que los clientes tienen la razón, dijo que los empleados trabajan para su servicio, ni madres, yo jamás le hice caso, pero Sandra y todos en la tienda sí; a eso se le dice lamehuevos aquí y en la galaxia de Andrómeda. 

—Lamehuevos.

Le digo, a nivel 3.

Llego a la carnicería, acompañado de Sandra, no me doy color cuando desaparece, qué importa, lo importante es que la hice sudar un montón. 

Admito que estoy muy nervioso por ver al nuevo carnicero, de saber cómo es. Seguramente es otro pendejo como todos en Ahorremas, seguramente ni sabe cortar el jamón ni las patas ni distinguir entre una carne de primera como una de segunda. Cuando por fin me encuentro frente a él, mis nervios no dejan de hacer burbujas en los ácidos gástricos de mi estómago.

—Dame medio de jamón.

En la carnicería hay que tener destreza y miles de manos para despachar con rapidez la carne, este nuevo carnicero lleva 3 segundos atrasado.

Mal, eh. 

—¿Me escuchaste?

En serio, Luis, yo estaba mejor detrás del aparador, conmigo no había producto que se quedara, pero no, tenías que dejarte llevar, porque mis excompañeros y los clientes lo presionaron para que me despidiera, lo sé, el olor del azúcar lo confiesa ahorita. Lo importante es el profesionalismo, la dedicación, la lealtad, no digan ustedes que leen esto que yo no tengo esas cualidades. 

—Permítame un momento, señor.

Yo no soy un señor.

—Llevo prisa.

—A la fila.

Alega una de las doñas que nomás no compran nada.

—¿Me escuchaste?

Vuelvo a decir, ignorando a esa otra mujer bolillo.

Y al fin aquel carnicero incompetente se digna a mirarme a los ojos. 

Es otro golpe, más duro, no como los de la Pelona, diferente, golpe de padre que involucra un cinturón, una patada y un puño cerrado. 

No puedo quitar mis ojos de sus ojos porque él está ahí, estoy seguro, a pesar de que su pelo ya no es de chocolate, ahora es azul. Debí olerlo, darme cuenta desde el momento que entré a Ahorremas; su perfume de flores llega de repente a mi nariz como una descarga eléctrica.

—Van formados, señor. 

¿Acaso no me ves? 

No hay en sus ojos algún indicio de reconocimiento, como si de verdad no se tratara de él. Es él porque tiene los mismos ojos negros.

Mi garganta está anudándose con la única sílaba de su nombre.

—A la fila.

Ante aquella insistencia, me coloco detrás de 2 mujeres bolillo que también esperan en la fila. Si soy sincero, quiero sacar una fusca y dispararles, fugaz, bambambambam, bam…

Sí…, es él. 

—¡Fabián!

Busco alguna reacción ante mi nombre en el rostro de Cruz, debe decirle algo. Fabián es una alerta sísmica para mis excompañeros, pero a él no le provoca algún calambre. 

—¿Qué haces aquí?

Pregunta Luis.

Dicen que, si te le quedas viendo a una persona fijamente, pronunciando repetidas veces “mírame”, esa persona volteará, son 50 veces que lo he pronunciado y Cruz sigue indiferente. 

—¿Cómo te trata la vida? 

—¿Mande?

—¿Ya tienes trabajo? 

—¿Mande? 

Los pómulos de Cruz aún conservan el rosa pastel con harto fondant y queso crema. Aún tiene los ojos brillantes, faros de una isla lejana rodeada de ballenas grises y cangrejos.

Ahora miro cómo esos labios gruesos que, antes dijeron mi nombre en repetidas ocasiones, pronuncian palabras amigables a la siguiente mujer bolillo que no se decide por una u otra marca. 

Mírame.

—Me da gusto saber...

Queda una y es mi turno.

—¿Estás bien?

—Ahora sí.

—Dame medio del económico.

Digo con voz débil, casi lagrimosa.

—Fabián, te presento a Alejandro, el nuevo.

Así no se llama, estás equivocado, Luis.

¿Tampoco recuerdas que tu nombre es Cruz? 

—Alejandro, él es Fabián. 

¿No me reconoces?, soy yo, a quien llamaste una noche y le dijiste fuertemente: te necesito, yonqui. 

—Un gusto, señor. 

Es su voz grave con toques que huelen y saben a mandarina. La manzana de Adán se dibuja en su garganta, verde de árboles. La inclinación de cabeza hacia la izquierda es inconfundible, también.

—¿Algo más?

No hay nada de reconocimiento hacia mi persona en aquellos ojos que venero, ninguna luz o impresión, aunque sea mala, nada. 

—Me das medio de longaniza, un kilo de salchicha, también de molida y medio de chuleta, por favor. 

—¿Ya conseguiste otro empleo?  

Déjame a solas con él para recordarle que soy Fabián Dávalos, dueño del departamento 5 B, vecino de la Pelona. Déjame decirle que yo también lo necesito, ahorita. Pero Luis no se va después de que Cruz entrega mi pedido 10 minutos más tarde. Lo entiendo, sus manos interpretaban el teclado, incluso con los ojos cerrados, y no estaban acostumbradas a cortar carne, yo, por ejemplo, declamaba poemas de mi autoría a mis exalumnos de telesecundaria.

—¿Otra cosa, señor?

Como si yo fuera alguien indeseado en la tienda, Luis no deja de acompañarme a la caja 3. Mientras camino, Sandra no evita observarme detrás de la McCormik. Una sonrisa de satisfacción se estampa en la boca pintada, ese tono negro de labial no le va ni en un millón de reencarnaciones.

Doña Laura sigue trapeando, cuando paso al lado de ella, me suelta un codazo para recordarme lo de mis “amiguitos”. Pues qué quiere que haga, ¿que vaya y alegue para que se lo devuelvan?, si ella se los agasaja, eso dijo la muy caliente, ¿no?

Tal vez Cruz corra a mí para decirnos al mismo tiempo las palabras justas que nos devolverán los kilos perdidos, como pasa en las películas, es decir, para que ya no esté contando esta tremendísima mamada. Sin embargo, no ocurre algún milagro, solamente miro cómo él corta jamón con dificultad, en la carnicería, cuando le echo otro vistazo. 

También Cruz tocaba la batería con los ojos cerrados. 

—Son 310 pesos.

Dice el morro de la caja 3. 

Busco el dinero en mis bolsillos, pero nada más hay una moneda para el camión, pelusa, restos de la cajetilla de cigarros, mariguana al fondo y unos dedos ansiosos rascando la tela. 

Espero que alguna cumbia pegadita se escuche en Ahorremas para empezar el baile.

—¿Señor?

¡Ya sé! 

El morro de la caja 3 me observa, Luis igual, todos me miran ahora, pero Cruz no lo hace.

—¿Señor? 

Nel, así no pago.

Aprovechando la vía libre, nadie obstaculiza la entrada ni el trapeador o la escoba, escapo de Ahorremas sin detenerme ante los gritos que Fabián profesa con coraje.

***

Iván Mata (Guanajuato, Gto, México, 1989), Licenciado en Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato. Actualmente es pastor de cabras. Antalogado en el número 209 de Punto de Partida (UNAM), “El fragor de otras voces. Diez jóvenes poetas guanajuatenses”. Por la revista Alternativas “28 poetas del Bajío menores de 28 años”. Entre otras revistas nacionales e internacionales. Aparece en el muestrario poético “Las avenidas del cielo” (UG/UAA), y en las antologías “La vida va” (La Rana), “Círculos de agua” (La Rana), “Poesía no consagrada” (Granuja), “Escritura desde el encierro” (Los otros libros), “Los poetas de la memeración” (Awita de Chale), “Letrinas del cosmódromo” (Agujero de gusano), “Poesía eres tú” (Periódico poético). Es autor de los poemarios Vómito de una pistola sin gatillo (Los Otros Libros), Soy Cebra (Granuja), Ivanna Kill (La Rana), Pedacito de pastel (Frenéticxs danzantes) y Frijol (Niño Down editorial). Ha sido integrante del Seminario para las Letras Guanajuatenses, con los tutores: Eusebio Ruvalcaba, Marcial Fernández, José Luis Bobadilla, Ángel Ortuño, Geney Beltrán, José Kozer, Rocío Cerón e Imanol Caneyada. 






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