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Tachas 514 • Veracruz • Jaime Panqueva

Jaime Panqueva

El final de los tiempos, Nortestación:2012
El final de los tiempos, Nortestación:2012
Tachas 514 • Veracruz • Jaime Panqueva

A César Tejeda


 


Ahora me pasa menos seguido, pero me vuelve a pasar. Puedo beber mucha cerveza sin sentir efectos colaterales. Excepto ir al baño, claro. Vas la primera vez después de la cuarta o quinta bebida y luego tienes que volver cada veinte minutos. Es así, y yo para entonces había bebido una cantidad considerable, pero sin ninguna consecuencia, o por lo menos eso pensaba.

La charla era buena, el local pintoresco y la cerveza estaba bien fría. Compartía la mesa con Homero, Julio y Raúl. A pesar de llevar varias horas en aquel salón de baile de brillante pasado y poco promisorio futuro, manteníamos viva la expectativa de hacer nuevos contactos. La prioridad, por supuesto, la tenían otros escritores o, en el caso ideal, un editor fácilmente emborrachable con poder de decisión. Los cuatro teníamos en común nuestra devoción por la literatura, aunque nos ganábamos la vida en otros menesteres. Creo que nos parecíamos a los cuates desempleados de un relato de Bukowski que se sientan en un café a criticar sus envidiados cuentos mientras maldecían la buena fortuna del escritor norteamericano.

Claro, me falta aclarar que no estábamos en el DF sino en Guadalajara, porque eran los principios de diciembre y el mundillo editorial se concentraba por una semana en los pabellones de la FIL. Dicen que es la feria editorial más importante de Latinoamérica, yo hasta entonces lo creía. Asistíamos a la fiesta inaugural de la feria, nos habíamos reunido allí, en aquel galpón guapachoso del Centro Histórico, porque todos los escritores conocidos y por conocer acudían a este aquelarre animado por los compases de salsa y cumbia en vivo.

Junto a nosotros se sentaban los integrantes de una casa editorial que imprimía las caricaturas del Cartoon Network, y muchos de los asistentes pertenecían a los cientos de vendedores de afiches, calendarios, códigos, agendas, regalos y libros de texto que llenan más de la mitad de todas las ferias del libro en México.

La mujer de Homero se había ido ya a su hotel porque debía manejar al día siguiente; el ambiente era distendido, Raúl y Julio son solteros, o por lo menos eso aparentan, y yo, bueno ustedes ya saben, se hace hambre afuera pero se come siempre en casa.

La chava apareció en una de las mesas del otro lado del corredor que desembocaba a un costado de la pista de baile. Éstas estaban acordonadas por un mecate de plástico y adornadas con globos como si fuera una fiesta infantil. Habían estado abandonadas al llegar (no sobra decir que madrugamos entrando al local a las 10pm), pero desde hacía una hora un grupo de presuntos ejecutivos se había adueñado de una cuarta parte del área.

—La conozco —dijo Julio para levantar algo de envidia— ¿Te acuerdas?

—Sí —respondió Raúl— de la fiesta de… —Algo me impidió oír el final de lo dicho.

—No está nada mal —comentó Homero. Tenía razón y no había bebido de más. La atención se concentró en ella y luego en otro cuate que llegó a platicarle, ambos dentro del perímetro bien delimitado por el mecate plástico.

El cuate con quien platicaba me pareció familiar. Es José de la Vega, pensé, el editor de Primer Nivel Editorial. Conversé con él durante el día y le dejé un disco para dictamen con mi primera novela inédita, Cinco semanas en Puebla. No dudé un instante en revelarle a los asistentes el nombre del agraciado y, como pretexto para acercarnos a la chava, les ofrecí presentárselo. Aceptaron al unísono, como no habíamos hecho ningún contacto interesante en todo el rato que llevábamos sentados, todos querían probar suerte, y cualquiera de los dos bien habría valido la pena.

En menos de un minuto ya estábamos saludando de beso, con un inconveniente muy embarazoso para mí: el cuate no era José de la Vega. Me di cuenta demasiado tarde, ya estábamos en medio de la Zona Cero del Veracruz. Por fortuna estaban Raúl y Julio, quienes tomaron las riendas de la conversación y arrancaban sonrisas de aprobación de la chava. Me disculpé con Homero por la confusión, él, por supuesto, estaba más interesado en el editor. Desde entonces cuando le comento que conocí o hablé con alguno me mira con desconfianza.

Nos acercamos a los jóvenes que conducían la charla; pensé regresar a la mesa pero ya era demasiado tarde, habíamos entrado en un coto vedado y estábamos rodeados de hombres vestidos con traje oscuro, camisa blanca y corbata anodina. Guaruras, por lo menos media docena. No supimos a quién o qué protegían, estábamos desarmados en medio de unas mesas vacías hablando con una chava guapa, pero cuya virtud no ameritaba tantos cuidados. Los guarros (empleo acá la acepción española del término) nos rodearon amenazantes hasta que aceptamos trasladarnos del otro lado del mecate. Raúl protestó aireado en parte por lo indignante del hecho, en parte por los vodkas libados desde temprano. Julio lo secundó hasta darse cuenta de que la cosa podía terminar en golpes. Homero y yo reculamos a la primera, es lo gacho de ser más viejo.

De nuevo en nuestra mesa, Raúl comenzó una perorata de borracho sobre las cosas que pasaban en nuestro país. Sobre la forma en que habíamos sido discriminados y muchas cosas más que tenían mucho de cierto, pero que cuesta trabajo reconocer, y aún más aceptar que se ha actuado con cobardía para salvar la sonrisa de la cara. El humor de todos se agrió, ya eran más de la una y nos valió madres que entraran por la puerta Xavier Velasco o Jorge Volpi, ya no estábamos para socializar. Además, ellos habían sido aceptados del otro lado del mecate. La chava, cerca de ellos, nos ignoraba mientras pedíamos la cuenta y dilucidábamos quién era el personaje que se reservaba una cuarta parte del salón, para sólo ocupar tres o cuatro mesas. A qué le temía para tener una escolta que, bien contada desde nuestra ubicación, constaba de unos quince individuos.

Pagamos y lo único que se me ocurrió ofrecer como posible atenuante del chasco fue comer tacos en la Minerva; hacen unos excelentes de lengua y tripa, además ninguno había probado las tortas ahogadas y eso es algo imperdonable si vas a Guadalajara. Salimos por la puerta principal, esta vez juntos, la sonora jalisciense nos despidió con una serie de acordes de trombón. La basura y los postes destartalados del alumbrado seguían en el mismo lugar que los dejamos, al igual que los taxis. Homero se agandalló el lugar de adelante. Adentro, Raúl prosiguió su catilinaria. Julio callaba porque a él las palabras se le agolpan en la cabeza, no las habla mucho, pero es muy padre cuando las escribe.

No hacía frío y el aire que entraba por las ventanillas del taxi sirvió para despejar los ánimos y el alcohol. Pinche Raúl, dije varias veces, lo peor es que tiene razón. También pensé que nuestras expectativas eran demasiado elevadas; esperábamos ver a Carlos Fuentes bailar un son amacizado con Poniatowska, o por lo menos que Carlos Montemayor le robara el micrófono a la orquesta para cantar un bolero destemplado. Es mucho lo que se dice, más lo que se imagina, pero muy poco lo que sucede. El local jamás estuvo lleno, mucho menos con escritores, ni hubo nada que pudiera tildarse siquiera de fraternal convivencia entre los agremiados de las letras.

Liquidé tres tacos, una torta ahogada y dos cervezas más, tomé un taxi y llegué a casa de la tía de mi esposa con ganas de meter la cabeza bajo la almohada. Al día siguiente me contaron que la FIL pertenece, entre otros organismos de Jalisco, a una mafia encabezada por el cabrón que nos hizo echar del Veracruz. Algunos le endilgan el suicidio de un exrector de la UdeG. Bah, lo normal. Aunque eso explicaba sus temores y el escuadrón que lo protege. No podíamos hacer nada ante eso, pensé, soy padre de familia y debo salvar mi pellejo. Sin embargo, también creo que es importante contarlo y le propuse a Homero y Julio que hicieran lo mismo. A ellos les gustó la idea, pero me adelanté, y por eso escribí este cuento.

El final de los tiempos, Nortestación/2012





 

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