viernes. 19.04.2024
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Historia de cigotos

Elma Correa

Historia de cigotos

Por segunda vez en la tarde tuvieron que lavar la suciedad de su hermano el tarado. No podía realizar ninguna tarea por sí mismo. Ni comer, ni trasladarse, mucho menos evitar ser inundado por sus heces. Su organismo no le pertenecía en lo absoluto. Su cuerpo respondía a reflejos básicos dictados por un cerebro que no se llegó a desarrollar. Si estaba molesto o incómodo lanzaba gritos agudos que recordaban a una colonia de micos. Si estaba relajado, su garganta vibraba emitiendo un sonido ronco, muy parecido a un ronroneo. Si le daban natillas, aullaba y lanzaba manotazos. Eso era lo más cercano a una expresión de felicidad. Le gustaban las flores. De cualquier tipo. Cuando lo acercaban a la ventana en las horas de más luz, con algunos botones de margarita en el regazo de sus piernas inútiles, los aprisionaba en los puños y se quedaba dormido, arrullado por el rumor de su propia respiración. Un día antes había pasado al departamento contiguo después de clases, porque su vecina, una anciana ciega llamada Ruth, había hecho renacer unas viejas raíces de campanillas que ahora florecían en el comedor, muy azules, en una enorme maceta para el tarado.

Eran gemelos. Cuando nacieron uno era robusto y rosa, completo, sano. El otro una tripa roja sin forma reconocible. El doctor explicó que esas cosas pasaban, que un embrión era débil, y otro alfa, que se apropiaba de todos los nutrientes que les correspondían a los dos. Que conocía casos en los que el feto endeble moría en el vientre, y que en esa ocasión, el feto dominante había sido lo bastante generoso como para dejar a su hermano sobrevivir. Habían pasado ya dieciséis años y el gemelo alfa era un chico opaco, delgaducho, cansado de atender a su hermano, resentido por el trabajo que su madre le imponía, pero del que secretamente se sentía responsable. Había sido él quien se adueñó de la placenta, quien engrosando su cordón umbilical había absorbido el calcio y las vitaminas de su madre, que aunque no era mayor, también pagaba las consecuencias. En su espalda encorvada, en su rostro ceniciento que presentaba las marcas de la preocupación, y que ella pintaba de polvos, con esa dignidad vacía que surge de la vergüenza de tener un hijo imbécil.

Aquel sábado todo resultó mal. La madre no pudo ir a la oficina de correos donde se empleaba como despachadora de paquetes, y donde tenía una relación más o menos formal con el guardia de seguridad de una empresa subcontratada. Hubo una sobrecarga en el centro de energía del edificio y estaban sin electricidad. Toda la madrugada la pasaron envueltos en los gritos del tarado, que no soportaba la habitación a oscuras y se había sosegado hasta la llegada del amanecer. Entonces debió salir a buscar pan y leche para el desayuno, y al bajar la escalera había tropezado, hiriéndose en el codo. Era una escalera deteriorada que crujía bajo el peso de los inquilinos, de barandas flojas de las que nadie se fiaba para sostenerse. El dolor lo había acompañado durante todo el recorrido, punzando bajo la piel lechosa de su brazo. Extendiéndose hacia su hombro y envolviendo su garganta hasta estacionarse en su tórax, de donde no se iría nunca más. El único establecimiento cercano estaba clausurado con los sellos de la comisión de salubridad del municipio. Estuvo parado frente a las calcomanías de letras negras y rojas. Sin leerlas. Sólo ahí, de pie, pensando que él y su madre beberían café negro en silencio. Al volver, un pichón con las alas fracturadas le cerró el paso. Revoloteaba, visiblemente adolorido, sin lograr elevarse más de unos centímetros. Tuvo el impulso de levantarlo pero un gato de lomo sarnoso le arrebató al pájaro de un zarpazo y lo arrastró hasta un contenedor de basura. La madre sirvió las tazas de café. Bebieron callados. No escuchó su voz hasta después del mediodía, cuando el guardia de seguridad se había pasado a verlos para revisar si ella estaba bien y se habían encerrado quince minutos exactos en el baño. No le interesaba demasiado, pero sentía curiosidad por el hombretón canoso que desde que estaba mudando los dientes frecuentaba a su madre. Lo cierto es que no la hacía más feliz. O no de modo evidente. Tampoco resolvía las premuras que mes a mes le acentuaban las marcas bajo los ojos y la volvían más seria que de costumbre.

Apenas podía recordar ocasiones en las que hubiera sido particularmente amable con él, o atento con el tarado, pero las había. Como aquella vez en que enfermaron de sarampión. Siempre enfermaban juntos y siempre se sobreentendía que él era el culpable por llevar a casa los virus de afuera, y por razones obvias, el tarado era la prioridad. Él podía esperar en medio de la fiebre y el escozor por una atención de su madre que nunca llegaba. Y una noche en que las ronchas se multiplicaron, hinchándolo, amoratándolo como un si fuera un cadáver que respirara, Leo, el guardia, se había sentado junto a su cama y le había untado loción en las erupciones, y le había contado historias de guardias de seguridad en oficinas de correos, que ejecutaban actos heroicos, salvaguardando la correspondencia de los ciudadanos, hasta que se quedó dormido. O como cuando el tarado se asustó con Lola, y se estaba ahogando con sus mocos y gritos y sus lágrimas de miedo y él deseó que se ahogara de verdad, pero Leo se llevó a la tortuga, la única mascota que pudo conservar por más de unas cuantas horas en su infancia. Y entonces fue él quien lloró, y Leo lo consoló diciéndole que la había soltado en la mar para que encontrara a su familia de tortugas. Se lo agradecía, aunque ahora supiera que si Lola terminó en el océano solamente podía ser a través del escusado.

Un pudor maternal la hizo salir primero, alisando algunos mechones que caían sobre su frente como las antenas de un bicho triste. Y detrás suyo, Leo, ya con la camisa fajada pero con el rostro lleno de gotitas de sudor. Casi de inmediato, como si fuese obligatorio compensar esos pocos momentos que se procuraban, comenzaron a discutir. Y el tarado empezó a aullar. Leo salió azotando la puerta y la madre se fue con el tarado a su habitación. Sabía que no lo vería por ahí sino muchas semanas después, o quizá meses, como la última vez. Ahí estaba, el gemelo sano, sentado a la mesa mirando las campanillas de Ruth en distintos tonos de azul brillante. Celeste, cobalto, turquesa, marino. Se estremeció un poco al pensar que todas terminarían desmenuzadas en los puños bestiales de su hermano, y lo sobresaltó la voz de su madre, como si le hubiera descubierto el pensamiento y quisiera cobrárselo, llamándolo para limpiar al tarado.

No le estaba permitido escapar. Debía ayudar a su madre sosteniéndolo por los sobacos mientras ella le sacaba los pantalones y los calzoncillos manchados. La mujer era inmune al mal olor, a los chillidos, a la espuma babosa que escupía. Dejaba la ropa sucia a un lado y con ayuda de una toalla mojada quitaba los desechos entre sus nalgas, en los muslos y los genitales. Los pequeños testículos se empequeñecían aún más al contacto del trapo frío, y algunas veces, aparecía una erección frágil que ignoraban de modo deliberado. Un tiempo intentaron los pañales, pero los destrozaba con sus uñas de comadreja y comía el relleno de algodones plásticos. También probaron mantenerlo desnudo, cubierto con una manta de la cintura para abajo, pero se clavó las uñas en el vientre, tan profundo, que requirió sutura. Desde entonces, cada cierto tiempo, la madre trituraba dos tabletas de alprazolam en su cena y llenaba sus manos de lidocaína, para probar una especie de manicura al límite. Cortar, rebanar, lijar, raspar. Hasta que los dedos, insensibles, sangraban.

Pronto caería la noche y la madre lo envió a pedir velas prestadas entre los vecinos. Hizo sonar con su dedo tímido el timbre de Ruth. Era un estupidez que una ciega tuviera velas, pero le gustaba su compañía, aunque fuera unos minutos. Hubiera querido que Ruth le confesara que había abonado y cuidado la maceta de campanillas sólo para invitarle un té helado cuando pasó a recogerla. Escuchó los pasos de la anciana arrastrarse y dedicó una sonrisa llena de dientes a sus pupilas nevadas. Otra estupidez, porque incluso si ella hubiera podido verlo, a esa hora la penumbra del pasillo ya los había convertido en sombras. Una sombra mustia la de él, y una sombra bajita y rechoncha la de ella. La viejecita sirvió dos vasos de algo fresco y cítrico que no pudo distinguir y se sentaron en el único sillón de la estancia. Le preguntó por los avances de su hermano y él respondió que seguía tan tarado como siempre. Ruth le reñía como un juego cuando se expresaba así, pero sabía que no lo juzgaba. Se sentía cómodo compartiendo con ella la oscuridad. Ella siempre había vivido así. Su vida había sido siempre un espacio negro por el que se conducía firme y a la vez cautelosa. Igual que sus manos. Cautelosas cuando avanzaban bajo su camisa, hacia sus pezones pálidos, que ella solamente podía intuir al tocarlos. Firmes, cuando se detenían entre sus piernas y él contrastaba la suavidad de su tacto con la aspereza de la piel arrugada que las cubría.

Entró sin hacer ruido a la habitación, deseando que su madre estuviera dormida para no tener que explicar por qué no llevaba velas, cuando se restableció la energía. Un triunfo tan exiguo que no valía la pena festejar. Encendió la luz y sin decir nada, fue hasta la cómoda para tomar otra toalla, la humedeció en el lavabo, la entregó a su madre y levantó al tarado por los sobacos. Al terminar, la madre cortó tres campanillas y le ordenó llevarlas a su hermano. Ronroneaba. La cabeza colgando de lado, vaciando una cantidad de saliva imposible sobre su hombro, la mirada perdida. Quiso lanzar las flores por la ventana. Durante los últimos años no habría podido decir si deseaba más que no fuera tarado, que no fuera su gemelo o que no fuera su hermano. Le parecía increíble que ese pedazo de carne y ruidos pudiera ser algo suyo. Pero tal vez sí eran gemelos. Tal vez sí eran iguales. Así como el tarado era por fuera, él era por dentro. Algo inútil, torpe, algo sin importancia, algo que estorba.

Tocan a la puerta.

El tarado aprieta en sus tenazas las campanillas.

Es una joven insignificante. Escuálida, salvo por la protuberancia que le crece debajo de los senos. Un quiste que le presiona el diafragma y ha dispuesto una nueva distribución de sus intestinos y su vejiga. Se apoya en el barandal para recuperar el aliento. Sus manos son minúsculas, sin fuerza en esos deditos esmaltados en coral. Cierra la puerta detrás de él, que se acerca lo más posible a la chica. Escucha. La vocecilla apenas le roza el oído. Busca a Leo. El tumor que se mueve dentro de ella llevará su nombre.

Elma Correa (Mexicali, B.C). Es narradora, ha publicado en revistas como Shandy, Vice, Tierra Adentro, Generación, Pez Banana y Emeequis. Su trabajo está incluido en las antologías Breve colección de relato porno, Lados B y Cuadernos del Periodismo Gonzo. Desde 2008 coordina un encuentro internacional de escritores.