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NARRATIVA

Tachas 547 • Puerta cerrada • Daniel Centeno

Daniel Centeno

Imagen generada con IA
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Tachas 547 • Puerta cerrada • Daniel Centeno

I

A veces me da miedo que un día entren al cuarto, se queden ahí mientras me masturbo, y les cuenten a los otros pacientes que pasan junto a la puerta que siempre está abierta: «Tiene canas en los pelos de ahí abajo» o «No lo tiene tan grande». No podría negarlo. No he visto tantos penes para saber si el mío está de buen tamaño o, si por el contrario, mataría de risa a cualquier otro. 

Las mujeres aquí no dan pista sobre lo que pasa. Entran a poner sueros, miran con el rostro alzado. Esperan hasta escuchar un ligero bip en las maquinas, que muestran que no he muerto, y se marchan. De no ser porque alguna estornuda con frustración porque quizá la manden a tomarse un coctel de antibióticos, pensaría que son robots en lugar de personas; eso sí, robots sensibles y mojigatos, como en las telenovelas que repiten por las tardes. 

Odio que interrumpan el sonido de los pasos de la gente cuando hablan entre ellas, todas de pie junto a la puerta. Me callo porque me gusta imaginarlas, entrando y saliendo, limpiándose la boca con los dedos de uñas rojas y pavoneándose envueltas por una bata a la altura de sus nalgas. Diciendo cosas como: «Volveré pronto», aunque no vuelvan, aunque no sean del todo humanas y huelan a detergente, a medicina y a una pulcritud extranjera que me hace pensar que ni comen, ni cagan. No encajan aquí, en mi habitación, donde huele a orina. Otras más maduras, con expresiones maliciosas y senos no tan firmes, vienen de vez en cuando pero se marchan apenas revisan los papeles junto a la cama. Mi expediente les dice más que yo. Todas ellas vienen y van, ninguna pasa más de un minuto dentro, y aun así todas parecen sorprenderse cuando les arqueo la ceja o hago una seña con la mano. ¿Qué esperan de mí, que me quede quietecito? 

Deberían existir especialistas en la satisfacción de los convalecientes, algo así como suplemento sexual o terapia de satisfacción coital sin compromiso. Nadie se ha preguntado si mi pene funciona, ¡nadie! ¿Y si ya no pudiera pararse, como mis piernas entumidas o mi espalda sudorosa? ¿Y si al final ya no quiero usarlo, por el trauma de estar acostado todo el tiempo? Quizá al recuperarme tenga cama-fobia o algo así. Uno nunca sabe. 

El psicólogo recomienda que debo tener un pasatiempo, según él, para no agravar el trauma. Claro, él se la pasa jugando scrabble en el celular, ¿por qué no habría de recomendar que yo hiciera algo parecido? No quiero hacerle caso, pero masturbarse ha ido perdiendo lentamente su encanto: ni es fácil, ni rápido. Uno debe ponerse creativo. 

Hace un par de días le pedí a una de las enfermeras que por favor me diera algo con qué escribir. Clarita, creo que es su nombre, la única que aún me habla. No recuerdo hace cuánto no me hablan las otras; aquí el tiempo está atorado. La luz no cesa nunca: es como una lagaña pegada a los ojos, sólo que no se quita. Clarita debería comprender que ansío decir de algún modo lo que nadie escucha. Entran sin reparo como por su casa y no te permiten objeción. También dicen: «¿Puede hablarnos?», pero les daría igual que dijera «Idiota» o «Déjenme en paz». 

A mí me haría bien que tres veces al día piensen que estoy dormido, o que tengan la decencia de atenderme como el cliente que soy y responder a mis impulsos necesitados. A veces hago como que les grito apenas ponen un pie adentro, recordándoles a sus madres y a todos sus antepasados. Intento decirles: «¿Qué tiene que hacer uno para que lo dejen dormir a gusto?», y corren primero hasta mí, a cerciorarse de que estoy bien, de que mis signos y todo esté como esperan para que vaya mejorando. Me dicen: «No intentes hablar», y me juzgan en silencio. No las entiendo: primero me dicen que hable, pero se enojan si lo intento. Esas enfermeras y doctoras inútiles sólo me hacen perder el tiempo y los estribos. 

Quieren que me quede inmóvil la mayor parte del día, salvo cuando se les antoja que venga un tipo a que me mueva las piernas. Cuando él se ausenta, soy un bulto. ¿Qué no saben que antes de dormir es necesario agotarse? Si estoy aquí, en la cama día y noche, ¿cómo se supone que voy a cansarme? 

En parte fue por eso que le pedí el cuaderno, para escribir estas ideas locas que no cesan en mi cabeza. Aunque no he escrito nada aún. Me saturan como pericos inquietos y extraño tanto masturbarme antes de dormir; hacerlo ayuda a que todo fluya más fácil, naturalmente. 

Todo está muy limpio, pero apesta de todos modos. Yo apesto también, con todo y que me bañan aunque no quiera. A veces deseo que me dejen sucio un tiempo para fermentar la habitación con mi hedor a carne, para que nadie esté cerca y pueda satisfacerme yo sólo, una y otra vez. Sé que es difícil, pero valdría la pena intentarlo. Primero una paja con el rostro de Sofía, la enfermera alta de pelos rubios y cadera grandota; luego con Gabriela, la flacucha de cara enorme que me saluda sonriendo cuando cree que no la noto pero que me es imposible ignorar; y al final con Marcela, la gritona que escucho por los pasillos, la de ojos grandotes, nariz de princesa y manos de ángel. Con todo, no estoy seguro de que deba portar bata. ¿Pero quién soy para juzgar? 

En mi fantasía es buena, la Marcela. Oh, Marcela… ¡Cuántas alegrías me has dado! Cuántas veces te has colado bajo mi ridícula bata, la tos, los cables y los tubos y me has hecho jadear. Algún día te lo diré, Marcela. Conmigo enmudeces. Te unes a mi silencio imperturbable y me siento completo, firme, potente. Te llenas de mí una y otra vez y al fin descanso, me duermo entre ronquidos y al despertar mi cuerpo se siente listo para soportar un día más de estar acostado.

2

Llega mi doctor, el nuevo, recién traído de quién sabe dónde. Dicen que es bueno. Entra con una sonrisa infantil; es curioso por lo mucho que contrasta con sus ojos tristes y maduros. Ha de ser de esos que a la primera cerveza se ponen llorosos y te sueltan todos sus secretitos. 

Me habla, rascándose su nariz ancha. Creo que él también está enfermo. 

—Malditas alergias —dice. 

Se acerca, mide mis niveles de no sé qué cosa y se queda de pie, negando con la cabeza. 

—¿Qué has estado haciendo, eh? 

No respondo. ¿De qué habla? Escuchó entonces a una de las enfermeras. 

—Dr. Guzmán —le dicen—. Lo necesitamos en el 2B. 

Él asiente, no sin antes darme una palmada en el hombro. 

—¿Estarás bien? —me pregunta. Veo sus ojos fijos en los míos. 

¿Qué me estará viendo? Ése tal Guzmán. Con todo, luce agradable. No sé qué pensar de un tipo rollizo como él. ¿No deben los médicos estar sanos? ¿Se sabe cuidar, acaso? Lo veo yéndose con los pantalones justísimos y pienso que le vendría bien ir por otros. Él, que no está aquí atado a esta cama, debería aprovechar e ir por unos pantalones amplios y traerme unos de paso, que esta bata es horrible. Y una camisa a cuadros. Esas me gustan. 




***
Daniel Centeno (La Paz, Estado de México, 1990). Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado los libros El sueño de Visnu (El Gaviero, 2014), Mi nunca jamás (Cuadrivio, 2015) y Marta (o en las ideas de la imposibilidad) (Papas Fritas Editoras, 2022). Poemas suyos aparecen en las antologías Los reyes subterráneos (La Bella Varsovia, 2015), Poetas parricidas (Cuadrivio, 2014), Astronave (Ediciones Punto de Partida, 2014) y Hot Babes (Editorial Ojo de Pez, 2016), entre otras. 



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