Tachas 555 • Alcohol • Karla Gasca
Karla Gasca
Esta es la primera vez que escribo sobre mi relación con el alcohol y es difícil encontrar un punto de partida. Reviso en mis recuerdos de la infancia y me veo sirviéndole un calimocho a mi abuelo, con dos partes de vino tinto y una de refresco “light” porque era diabético. En agradecimiento me ofrecía el vaso para que probara. “Dos traguitos nada más”, decía, y yo me lamía gozosa los labios como cuando hice la primera comunión y el padre Nacho me ofreció la sangre de Cristo. La verdad no sabría decir qué disfruté más, si la sensación de liviandad o el calor en las mejillas.
Mi abuelo, mis tíos, todos bebían; principalmente los domingos durante las carnes asadas, en los cumpleaños y cuando veían el fútbol. En Nochebuena sacaban la vestimenta y los licores finos: coñac, Torres 10, Baileys y tequila Don Julio. Yo esperaba paciente a que olvidaran su vaso para tomarme los asientos, a veces con goce y otras con asco. Casi siempre, en algún momento de la noche, las copas se le subían a la cabeza a alguno de mis tíos quien terminaba soltando una retahíla de impertinencias; comentarios sarcásticos y burlas hirientes casi siempre, pero a nadie parecía importarle.
En la familia las mujeres que beben siempre han sido mal vistas. Existe una anécdota sobre una tía que, llegado a su casa después de una fiesta, confundió sus pestañas postizas con arañas sobre su almohada “por borracha”, recalcaban siempre. También cuentan que uno de mis tíos aventaba los botes de basura en los que vaciaba su estómago luego de una farra, a la azotea, en donde se acumularon por años. Esta historia provocaba risas, mientras que la de mi tía causaba lástima, aunque a mí siempre me pareció divertida e incluso tierna.
Mi abuela pocas veces bebía, o más bien era discreta porque mis tíos la tenían bien checadita. A ella, más que beber, le gustaba ir al bingo y se escapaba en las noches para ir a jugar. Buena parte de la familia consideraba su ludopatía como una falta grave, casi un pecado, por lo que se convirtieron en jueces duros y castigadores. Yo llegué a verla más de una vez con una lata de Corona en la mano y medio limón. Cuando notaba mi cara de curiosidad me decía que no tomara, y menos cerveza, porque sabía a “pipí de chivo”.
A mi padre también le gustaba la bebida, pero en casa el alcohol estaba prohibido. Mi madre hizo un esfuerzo por reprimir la naturaleza bohemia de mi padre, aun cuando lo conoció en una fiesta siendo baterista de un grupo versátil que tenía junto a sus hermanos, el famoso grupo ‘Elite’. Algunas tardes, mientras mi madre trabajaba y yo inventaba algún juego para pasar el rato, mi padre sacaba la guitarra, ponía un casete de Santana en la grabadora y se servía, al igual que mi abuelo, un Calimocho, pero con Coca-Cola azucarada. Antes de que anocheciera escondía la botella en el patio, adentro de una bolsa negra en la que guardábamos el periódico viejo. Yo lo sabía y en una ocasión vertí el contenido entero de la botella por el drenaje, no por temor a que mi padre se emborrachara (nunca fue un tipo especialmente ebrio o violento), sino para evitar otra calamitosa pelea marital.
Entonces, ¿por qué bebo?, ¿por qué bebemos?
Mi primer novio era alcohólico. Lo conocí un día, sentado en una banca, leyendo El corazón de las tinieblas sin imaginar que yo misma me adentraba en un viaje indómito del que saldría con el corazón destrozado. Bebía Tonayán y Mecatito hasta perder la conciencia y yo, como lo admiraba y quería incondicionalmente, intentaba seguirle el paso, pero el sabor del licor de agave me provocaba arcadas; entonces guardaba un poco de dinero para comprar vodka Oso Negro que me bebía con jugo de arándano o anís Mico que diluía en el café.
Cuando lo internaron en una clínica de rehabilitación asistí a una de las reuniones y me entregaron un folleto en el que explicaban por qué bebe un alcohólico. Recuerdo que decía cosas como: “Los alcohólicos son personas que tenían grandes expectativas para sus vidas y al no alcanzar sus metas, optan por la bebida para lidiar con el sentimiento de frustración”. “Los alcohólicos son personas retraídas que fueron sobreprotegidos en su infancia y necesitan alcohol para socializar”. Para mí, aquellas explicaciones me parecieron psicología barata sin sentido.
Luego de varios meses confinado, finalmente lo dieron de alta y regresó a la universidad. Al poco tiempo comenzó a salir con una chica de su salón y entonces yo comencé a beber por despecho (justificación razonable y socialmente aceptada), pero, sobre todo, porque no sabía cómo lidiar con la pérdida. Bebí hasta perder la conciencia porque nunca supe qué hacer con el amor que sentía.
En la actualidad bebo por muchas razones; todas muy diversas dependiendo del día, la compañía o el humor. Procuro, eso sí, ya no hacerlo por despecho ni congoja. A veces bebo para bailar con soltura, otras para hablar inglés. Bebo por herencia y vocación, y bebo más para recordar que para olvidar. Cuando bebo evoco a mi padre y a mi abuelo o vengo a mi abuela y a mi tía, la de las pestañas artrópodas; también bebo para incomodar a mis tíos y a todos los hombres que me juzgan por beber. Bebo para reír a carcajadas con mis amigas, quejarme del mundo y soportar el mundo; porque disfruto la sensación de liviandad y el calor en las mejillas. Incluso he bebido para pescar ideas del éter y bajarlas al papel. Bebo pues porque de momento no encuentro razones de peso para dejar de beber.
***
Karla E. Gasca (León, Guanajuato, 1988). Autora del libro de relatos breves: Turismo de Casas Imposibles (Los Otros Libros, 2023), (Ediciones Liliputienses, 2023). Algunos de sus cuentos figuran en las antologías: Para leerlos todos (2009), Poquito porque es bendito (2012), y Presencial, memoria del encuentro entre colectivos literarios del Seminario Amparán (2021). Becaria del PECDA Guanajuato (2022) en la categoría Jóvenes Creadores, dentro de la disciplina de Crónica. Becaria del programa Impulso a la Producción y Desarrollo Artístico y Cultural del ICL (2023) en la categoría de Literatura con el libro de crónicas: Nemi. Historias de una ciudad. Obtuvo el primer lugar en el Tercer Certamen de Cuento Corto de la Casa de la Cultura Efrén Hernández. Finalista del Premio Latex 2023 de microficción urbana (Editorial MOHO).
[Ir a la portada de Tachas 555]