Tachas 559 • Días perfectos: Cuando la felicidad habita en lo cotidiano • Fernando Cuevas
Fernando Cuevas
Lavar baños como acto de humildad, incluso de purificación propia y de contribución a la comunidad. Una labor que trasciende el mero cumplimiento laboral para convertirse en una alegoría del propio ritmo de sanación, de pulcritud: como ese sonido de la escoba con la que la anciana barre la acera todos los días, apenas al amanecer, y que anuncia la oportunidad de encontrar en la rutina no sólo un escape de alguna vida que se decidió abandonar, sino de un sentido cotidiano para cumplir con su parte de la mejor manera posible para beneficio de la comunidad.
Wim Wenders, director fundamental de la historia del cine e impulsor esencial del nuevo cine alemán durante los setentas y ochentas, sobre todo, quien recientemente ha realizado documentales sobre personajes notables (Anselm, 2023; El Papa Francisco: un hombre de palabra, 2018; La sal de la tierra, 2014; Pina, 2011) y ficciones que no encontraban demasiado eco (Siempre te esperaré [Submergence], 2017; Los hermosos días de Aranjuez, 2016; Todo saldrá bien, 2015; Palermo Shooting, 2008), desde La búsqueda (Don’t Come Knocking, 2005), realizada en conjunto con Sam Shepard, vuelve en plena forma con la pequeña e íntimamente maravillosa Días perfectos (2023), delicadamente coescrita junto con Takuma Takasaki.
El relato presenta a un hombre maduro en su quehacer cotidiano: dedicado a limpiar los baños públicos de Tokio, sigue una serie de rutinas, casi rituales, que ejecuta día a día, desde levantarse sin necesidad de despertador, recoger la cama, arreglarse y regar sus plantas recuperadas, hasta cerrar con una lectura nocturna, pasando por la lata de café mañanera, el trayecto con música de sus casetes, la labor en los sanitarios, el descanso para observar los árboles y tomar fotos, la cena en el lugar de siempre con el béisbol de fondo; bañarse en las instalaciones públicas y cuando corresponde en día de descanso, llevar la ropa a lavar, detenerse a rezar, asistir a un bar atendido por una afectuosa mujer e ir al revelado de fotos para después analizar cuáles valen la pena.
El título del filme refiere a la famosa canción de Lou Reed, que por supuesto se deja escuchar para expresar el estado de ánimo al salir de la casa, levantando la mirada para esbozar una leve sonrisa, saludar con un discreto movimiento de cabeza y manteniendo un respetuoso y paciente silencio ante las diversas situaciones que se presentan: se abre paso, así, a los recorridos del protagonista bien acompañado por Velvet Underground, Pati Smith -que le gustó a la joven convertida en la pretendienta de su alocado subalterno (Tokio Emoto), siempre calificando del 1 al 10 cualquier evento o persona-, The Animals, The Rolling Stones, The Kinks, Van Morrison y Otis Redding, cuyas canciones funcionan como telón de fondo a este ciclo vital, como Maki Asakawa y su sentida versión de La casa del sol naciente.
En su recorrido diario, empapado de la cultura japonesa, se encuentra con un vagabundo que existe en su propio mundo (Min Tanaka), quizá como él mismo; la mujer que come en el parque y que apenas lo voltea a ver; los viejos en el baño público; la mujer de la librería que siempre tiene una aportación sobre el libro elegido, y hasta un desconocido con el que va desarrollando una partida de gato y la mujer de la librería, siempre con el apunte preciso. A esta organización semanal, lejos de afectarla, la nutre una presencia inesperada: la joven sobrina que se aparece para quedarse con su tío tras tener diferencias con su mamá, cuya llegada posterior nos permite conocer un poco más del protagonista, expresando tristeza ante la partida de su sobrina y el eco de La tortuga de Patricia Highsmith y compasión con el hombre enfermo de cáncer con todo y el juego de las sombras.
Filmada en solo 17 días, la propuesta fotográfica remite al ritmo y, a través de diversas texturas, nos lleva por los contrastes de Tokio, entre los espacios urbanos de urbe cosmopolita y las callejuelas de una tradición que convive con la modernidad, para introducirse en la camioneta, en la pequeña casa o en los espacios cerrados tan típicamente japoneses como la tienda de casetes, el bar o los baños. Koji Yakuso entrega una contenida y serena interpretación de este hombre del que no conocemos su pasado, salvo que decidió cambiar de estilo de vida aparentemente de manera radical para entregarse a su rutinaria labor, siempre hecha con el cuidado y respeto característicos de la cultura laboral nipona: incluso se da tiempo para ayudar al niño extraviado, orientar a la extranjera en el baño de colores cambiantes y tener paciencia con el joven todavía borracho.
Transcurren sueños en blanco y negro con imágenes que se difuminan y reaparecen, producto de sus vivencias y perspectivas, reformuladas por el inconsciente que las coloca en el recuerdo y la posibilidad. Un hombre que sigue viviendo en un tiempo que ya se escapó, lejos de las pantallas y conservando artefactos que eluden la digitalización, como la cámara fotográfica, los casetes y libros, con un celular de tapa sólo usado para buscar al sustituto de su compañero. Al final, el árbol puede ser un gran amigo que espera paciente la siguiente visita con la consecuente fotografía. Suena Feeling Good en la contagiante vocal de Nina Simone.
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