NARRATIVA
Tachas 568 • Selfie con los llorones • Adrián Chávez
Adrián Chávez
Disculpa que te moleste, te dice en buen inglés apenas te aborda, pero me parece una falta de respeto eso que estás haciendo. Es un muchacho delgado, con pinta de mochilero. Primero te asustas porque se acercó justo cuando el resto del grupo se adelantó y te quedaste sola. Tardas en caer en cuenta de que eso que estás haciendo y que a él le parece una falta de respeto —aunque, siendo estrictos, terminaste de hacerlo hace unos segundos— es tomar una fotografía de ti misma con el monumento, si a ese pequeño bloque de acero negro que apenas te llega a las rodillas se le puede llamar un monumento. Probablemente lo habrías ignorado de no ser por la placa. A los soldados del fuego, dice, primero en árabe y abajo en inglés.
Todo tenía que llevarse a cabo en sincronización con los aviones. Eran bombarderos de última generación, matemática de metal, no era fácil engañarlos. Ellos, en cambio, eran apenas un pequeño escuadrón, sin ninguna preparación militar; si les hubieran preguntado, la guerra no habría aparecido en el top 10 de sus hobbies, mucho menos la guerra en su lado de la cancha. Se entrenaban, decían, aunque su entrenamiento no podía competir con el de los operadores de los bombarderos. Eran los defensores de sus casas, pero de la forma más extraña, porque para defenderlas estaban obligados primero a destruirlas.
La fotografía, en tu opinión, ni siquiera es especialmente llamativa. En primer plano estás tú, haciendo la señal de la victoria, con la cabeza un poco ladeada y la lengua de fuera; cerraste un ojo pero no se ve porque traes lentes oscuros, y tampoco se alcanza apreciar que te inclinaste hacia adelante. Atrás, se ve el monumento a los soldados del fuego, y el piso sobre el que está fijo desde no hace mucho, a juzgar por los diversos tonos de gris del cemento a su alrededor. Por el ángulo de la cámara, el resto de ese improvisado museo al aire libre se quedó fuera de cuadro, por lo que tendrías que especificar la ubicación en que fue tomada una vez que terminaras de publicarla en Instagram.
Se cuenta que uno de ellos tenía un walkie-talkie con el que recibía de un informante apostado a varios kilómetros hacia occidente la posición de los bombarderos. De esa manera podían hacer un cálculo del tiempo del que disponían. Una vez que se daba la señal, los demás se dispersaban por la avenida como bolas de billar. En las casas ya los esperaban, no oponían resistencia, a pesar de que en todo el mundo no se tiene registro de alguien que disfrute ver cómo saquean su hogar. Ellos entraban por las puertas abiertas, y de inmediato tomaban lo que encontraban. A veces incluso se llevaban las puertas. Todo se hacía ordenado, casi sin olor a guerra, y si de pronto se escuchaba el cacareo de una ventana sería por accidente. Los botines iban formando montículos en diversos puntos del centro de la ciudad.
Alexa grita tu nombre desde donde tu grupo se detuvo por indicación del guía. Ya voy, le contestas. Es el pretexto perfecto para zafarte, pero el muchacho da un paso para impedírtelo. Porque no me decís que sos latina, dice en español. Me tengo que ir, le contestas. Si me dejás explicarte algo rápido-rápido no te molesto ya. Miras hacia donde Alexa está esperándote, y con señas le das a entender que no tardas. Gracias, dice el muchacho; lo que sucede, viste, es que este es un monumento, no Disneylandia, hay toda una explicación detrás y a lo mejor no la conocés la historia, por eso te tomás fotos como en la pasarela.
Al principio, cuenta la historia, a muchos de ellos les costaba un trabajo terrible aguantarse las ganas de llorar mientras destripaban los hogares de su gente. Por eso se les empezó a conocer también con una palabra en árabe que puede traducirse como «llorantes», o «llorones». Los llorones extraían de las casas principalmente aquello que estuviera hecho de madera, pero con el tiempo tuvieron que echar mano también de electrodomésticos, ropa, y casi de cualquier cosa que creyeran que podía ser útil. Sus lágrimas caían también sobre los montículos de objetos, y no dejaban de hacerlo cuando, a la señal del portador del walkie-talkie, vertían gasolina encima de las cosas y les prendían fuego.
Antes de que puedas protestar —nunca sabes cómo quitarte de encima a la gente, lo mismo te sucede con los promotores de Greenpeace afuera de las plazas comerciales de tu país, te da pena cortarlos de tajo—, el argentino te está explicando la historia detrás del monumento, de por qué les llamaban soldados del fuego y también «los llorones», de cómo se les ocurrió esa forma de defenderse del enemigo y de cómo la llevaban a cabo; te explica también que el bloque de acero simboliza una lágrima y que el color negro es un recordatorio del humo. Alexa te mira con prisa; el guía ha terminado su explicación y ha pedido al grupo avanzar. Por eso, viste, si yo fuera vos borraría esa foto, lo que estos pibes hacían no era un juego, yo no te puedo obligar, pero te lo dejo a vos que los decidas. Lo miras. Está sonriendo. En realidad no ha dejado de sonreír nunca, con todo y su tono aleccionador. Tienes razón, le dices, muchas gracias. Gracias a vos, bonito día, responde, y te da la espalda.
Las piras ardían mientras el resto de la gente permanecía en sus casas violadas imitando en la medida de lo posible el concepto de refugiarse, quizá rezando, rogando a Alá, a Dios, a quien fuera, que la estrategia funcione, que los bombarderos pasen por encima de la ciudad y la vean en llamas, que la destrucción los confunda y los disuada de gastar sus bombas en un lugar ya destruido. El humo negro se expandía libre entre el silencio casi absoluto, hasta que, en sincronía con los cálculos, se escuchaba a lo lejos el murmullo creciente de los aviones.
Sacas tu teléfono. La pantalla sigue como la dejaste antes de que te interrumpieran, con tu selfie en el editor de Instagram. Agregas la ubicación; en el pie de página se te ocurre contar la historia de los llorones soldados del fuego pero luego decides que tu flojera es mayor que tu compromiso con la divulgación histórica, sin contar que Alexa y tu grupo se están alejando, así que escribes cualquier cosa sobre la poca calidad de tu peinado. Publicas la foto, y de inmediato dos personas le regalan un «me gusta». Antes de irte te asalta una duda, y volteas buscando al argentino. Lo encuentras a unos metros, a punto de abordar a otro incauto amante de las selfies. Oye, le dices cuando lo alcanzas, y a todo esto, ¿les funcionó? ¿Decís? ¿Los incendios, les funcionaron? El muchacho sonríe de nuevo, antes de contestar. ¿Cuándo habés visto que le pongan un monumento a los vivos.
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Adrián Chávez (Estado de México, 1989). Soy escritor, traductor y profesor, y sommelier de té.