Monster: Afectos circulares
Fernando Cuevas
La realidad se va construyendo no solo a partir de los hechos, sino de los significados que se les asignan y los sentimientos que se generan a partir de su interpretación. Una misma situación o evento abre múltiples posibilidades interpretativas y desencadena reacciones que incluso pueden ser contradictorias, revelando creencias y vivencias previas a partir de las cuales se actúa: lo que a primera instancia parece un hecho incontrovertible, de pronto se muestra en toda su complejidad afectando de manera particular a los involucrados, también generando procesos intersubjetivos para buscar algún atisbo de comprensión.
Kore-eda Hirokazu regresa a la dirección en japonés, tras La verdad (2019) y Broker (2022), para presentar la profundamente emotiva Monster (Japón, 2023), sobre un poderoso guion circular de Yûji Sakamoto que plantea un relato en forma de espiral, retomando la perspectiva de las personas involucradas, entrelazándose y modificándose según vamos conociendo los sucesos experimentados por quienes se vieron afectados: la relación que van construyendo dos compañeros de escuela de unos diez años se erige como el epicentro de un cúmulo de angustias, alegrías y pérdidas que rodean al vínculo.
Una madre viuda (Sakura Andō) observa comportamientos extraños en Minato (Sōya Kurokawa), su hijo, y ante la sospecha de que uno de sus docentes lo maltrató, decide ir a la escuela para buscar explicaciones: la directora (Yūko Tanaka), que carga con sus propias dificultades y demonios internos, y los otros maestros se muestran impenetrables, hasta que el joven profesor (Eita Nagayama) aparece y se disculpa de manera forzada. Hori, otro alumno con el que Minato se va relacionando cercanamente y a quien incluso defiende de las burlas de los demás con un confuso ahínco, vive con su padre abusivo (Shidō Nakamura) que lo increpa por sus actitudes afeminadas.
Esta premisa argumental se repasa a través de un par de flashbacks que amplían y trastocan las ideas previas, dejando en claro que no solo es Un asunto de familia (2018) y básicamente Nadie sabe (2004) todas las implicaciones emocionales que rodean a las acciones: vemos el desarrollo de los acontecimientos desde la perspectiva del joven profesor y otra más a partir de la mirada de Minato: en ambas se profundiza en las motivaciones de los involucrados, las condiciones y contextos en los que se van desarrollando los sucesos y los tipos de vínculos que es establecen, incluyendo el sentimiento romántico entre ambos niños.
El realizador de propone un poliédrico enfoque en el que vuelve a dejar en claro los equívocos en los que se cae al juzgar a las personas en términos maniqueos -como buenos o malos, héroes o villanos- y en el que profundiza en el mundo de los sentimientos infantiles envueltos en contextos familiares y escolares que parecen no comprender del todo la naturaleza de las motivaciones y pensamientos que generan los niños, en este caso, buscando un túnel por el cual escapar en su vagón liberador para, Después de la tormenta (2016) y After Life (1998), correr por un luminoso campo sin restricciones en donde se puedan compartir los zapatos y volver a esperar un Milagro (2011).
A pesar de sentirse enfermo, Ryuichi Sakamoto acompañó la película con sus sentidas composiciones, que junto con su álbum 12 (2023), del cual tomó algunas piezas, serían sus últimas obras antes de morir: el piano exuda una particular melancolía que se empapa de esperanza, puntualmente retratada por una cámara a tono con la circularidad del relato, transitando de ciertas opacidades a la iluminación restauradora de libertades y afectos, por fin expresados bajo el sol, lejos de la amenaza de cualquier monstruo acechante.
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