martes. 17.09.2024
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ENSAYO

Tachas 586 • El tiempo, la trama y la identidad del personaje • Angélica Tornero

Angélica Tornero

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Tachas 586 • El tiempo, la trama y la identidad del personaje • Angélica Tornero

Introducción 

Paul Ricoeur intentó dar respuesta a la pregunta ¿dónde, cómo y bajo qué condiciones acontece el despliegue, la manifestación, la apertura del sentido? La respuesta ha sido: en el espacio hermenéutico, en el espacio de la interpretación (Pérez de Tudela 369). Esta interrogante general condujo al filósofo francés a desarrollar una de las propuestas de filosofía hermenéutica más relevantes de la época actual. Es importante no perder de vista que los desarrollos de Ricoeur, aun cuando se realizan con otras disciplinas, tienen la intención de comprenderse en términos filosóficos. Es decir, las teorías lingüísticas y literarias y los propios textos de creación, así como los textos históricos, tienen como objetivo final describir cómo se constituye el sujeto o el sí en sus términos. Lo que deseo resaltar es que su propuesta no es una teoría de los textos literarios, como hemos estado habituados a considerarlas a lo largo de décadas, a partir del formalismo ruso. Los textos literarios están, desde luego, presentes, tanto en su descripción estructural como en las formas de producción de significado, pero para explicar cómo han formado parte de la constitución de este sujeto. 

Esta situación, no obstante, no impide extraer ideas fundamentales de la hermenéutica del autor para reflexionar sobre los textos literarios y su relación con los lectores. En este ensayo me propongo exponer la relación entre las reflexiones sobre el tiempo y la narración realizadas por Ricoeur y los estudios literarios. Me interesa identificar algunos aspectos de la propuesta del filósofo francés que pueden ser de utilidad para analizar narraciones, sin desplazar propuestas que han apuntalado de manera importante la investigación literaria. 

I. El tiempo y la trama

Para llevar a cabo la investigación sobre las narraciones, el filósofo francés partió de la idea de que el específicamente humano es un “tercer tiempo”, entre el cosmológico y el fenomenológico, que sólo el relato hace comprensible. Ricoeur reflexiona sobre la forma en que las fenomenologías del tiempo y las interpretaciones cosmológicas se invalidan entre sí. De este modo, confronta a Aristóteles con San Agustín, a Kant con Husserl y el concepto de tiempo de Heidegger con la concepción vulgar del tiempo, no en un intento por llegar a una síntesis superior, sino de intersectar de modo dialógico (Peñalver 333-358) los pensamientos de los autores. 

Una de las conclusiones fundamentales de Tiempo y narración es que la trama narrativa hace comprensible al sujeto como un “sí mismo como otro”[1] , que unifica la heterogeneidad. Tanto la historia como el relato de ficción obedecen a una sola operación configurante, que dota a ambas de inteligibilidad: la trama. El acto configurante de la trama dispone los elementos heterogéneos de tal manera que se obtiene una totalidad temporal, lo cual hace inteligible al relato. Ricoeur describió el acto narrativo como acto complejo en el que, por una parte, la integración de lo diferente es necesidad y, por otra, se hace evidente la distensión del tiempo. Las narraciones sólo pueden ser entendidas a partir de esta dialéctica. 

La tesis que el filósofo francés intentará mostrar, tendrá como punto de partida el análisis de la teoría del tiempo de San Agustín y la teoría de la trama de Aristóteles. De la primera, le interesa la perspectiva planteada sobre las paradojas del tiempo; de la segunda, aprecia la idea de organización inteligible de la narración (Ricoeur, TyN I:39). El acento de la tesis estaba puesto, dice Ricoeur, en la relación inversa entre los rasgos de concordancia y los de discordancia, “pasando del plano de la experiencia del tiempo, donde la discordancia prevalece sobre el objetivo intencional, al plano de la intriga trágica, donde la concordancia instaurada por el mythos prevalece sobre la discordancia de las peripecias de la acción trágica” (Ricoeur, Autobiografía 69). 

En Tiempo y narración I, Ricoeur retoma aspectos de las meditaciones del tiempo de Agustín para señalar los aportes centrales de estas reflexiones y, a la vez, destacar las aporías con las que se topó el obispo de Hipona. Pensar sobre el tiempo humano se convierte en una empresa difícil porque el propio tiempo forma parte del proceso mismo de pensarlo, de ahí la célebre frase de Agustín: “¿Qué es, entonces, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé” (Agustín 300). Esta dificultad, según Ricoeur, puede resolverse apelando al relato, cosa en la que Agustín no pensó (Ricoeur, Autobiografía 69). Las aporías señaladas por Ricoeur en el pensamiento de Agustín muestran que el tiempo no se puede definir; no obstante, es algo que constatamos, por lo que es posible afirmar que el tiempo existe, pero ¿cómo se explica esta existencia? ¿Desde qué perspectiva puede hacerse inteligible a los humanos? Precisamente “en” los relatos. 

Para describir la trama narrativa propia de los relatos, Ricoeur toma como base la Poética de Aristóteles, sin pretender utilizar el modelo como norma exclusiva (Ricoeur, TyN I: 81). Las dos nociones aristotélicas que constituyen la piedra de toque de su descripción son mythos y mimesis. En relación con el primer aspecto, es importante para el filósofo francés conservar la idea de mythos (trama), como la reunión de elementos heterogéneos que permiten la inteligibilidad de lo que se cuenta, es decir, conservar el carácter de concordancia de la trama. Con mythos se designa la operación de componer la trama. El estagirita “divisa en el acto poético por excelencia –la composición del poema trágico– el triunfo de la concordancia sobre la discordancia” (80). La noción de mythos llevará a Ricoeur a pensar en la operación –no en la estructura– de la narración. “La definición de mythos, como disposición de los hechos subraya, en primer lugar, la concordancia. Y esta concordancia se caracteriza por tres rasgos: plenitud, totalidad y extensión apropiada” (92). 

Pero el modelo trágico no es simplemente un modelo de concordancia, sino de concordancia discordante. “La discordancia está presente en cada estadio del análisis aristotélico, aunque sólo es tratada temáticamente bajo el título de trama ‘compleja’ (versus ‘simple’)” (97). Este aspecto se introduce al distinguir en la acción la dicha o la desdicha. “Los incidentes de temor y compasión son la discordancia primera y amenazan la coherencia de la trama” (98). Los elementos de sorpresa y cambio, entre los que se incluye la peripecia, la anagnórisis y el lance patético, introducen asimismo la discordancia. Aun cuando Aristóteles se refiere a estos aspectos en relación con el drama, para Ricoeur es posible pensarlos también vinculados con las narraciones; es decir, con los distintos géneros narrativos. “¿No tiene, en definitiva, cualquier historia narrada algo que ver con reveses de fortuna, tanto para mejor como para peor?” (100), se pregunta el filósofo francés. La trama tiende a hacer necesarios y verosímiles estos reveses de fortuna, estos incidentes discordantes. “Y así los purifica o mejor aún, los depura. […] Al incluir lo discordante en lo concordante, la trama incluye lo conmovedor en lo inteligible. De este modo, Aristóteles llega a decir que el pathos es un ingrediente de la imitación o de la representación de la praxis” (101). 

En cuanto a la actividad mimética o mimesis[2] descrita en la Poética, ésta permite pensar el proceso activo de imitar o representar[3]. Esta parte del binomio es de utilidad para pensar la relación de la poética con el mundo y con la referencia. La reflexión sobre la distentio animi de Agustín y la mimesis permitirán al filósofo describir el tiempo en la narración. La actividad mimética descrita temporalmente será meditada conjuntamente con el mythos, y a la vez, se introducirán elementos de la filosofía de Husserl y Heidegger, que permitirán al filósofo describir el tiempo en el relato y, por lo tanto, el carácter temporal de la experiencia humana. 

Estas nociones del estagirita y de Agustín permitirán a Ricoeur desarrollar la teoría de la triple mimesis. En la Poética está presente la acción humana a través de la noción de mimesis y está también presente la composición, el mythos. Estos dos aspectos, fundamentales para describir la tragedia, se integran en una visión compleja de la composición de tramas, que incluye un componente ético descrito a partir de las acciones. Así, la Poética se convierte en un tratado sobre la tragedia –y de otros géneros, en menor medida–[4], que parte no sólo de la explicación del funcionamiento de los elementos del sistema en sí mismos, vistos autónomamente, sino que parte de las acciones humanas y va a la composición para regresar al ámbito de los receptores, mediante la catharsis. 

II. La triple mimesis

Ricoeur vincula el tiempo con la narración al desarrollar el concepto aristotélico de mimesis. El filósofo logra este vínculo con la constitución de la mediación que es la triple mimesis. Esta triada se desprende, por una parte, del aspecto central de la praxis señalado en la mimesis aristotélica y por otra, de la idea de que la mimesis tiene su cumplimiento en el oyente o lector. El término praxis, dice el filósofo, pertenece a la vez al dominio real y al imaginario, por lo que “no tiene sólo una función de corte, sino de unión, que establece precisamente el estatuto de transposición ‘metafórica’ del campo práctico por el mythos” (103). Esta característica de la praxis permite a Ricoeur pensar en un momento anterior al de la composición misma del texto narrativo. A ese momento anterior le denomina “mimesis I” o prefiguración, mientras que al de la composición lo denomina “mimesis II” o configuración. En relación con el receptor o lector, el filósofo francés distingue un momento más, un “después” de la composición, al que ha denominado “mimesis III” o refiguración. Algunas expresiones incluídas en la Poética, v.g., “la tragedia, al representar la compasión y el temor […] realiza la purgación de esta clase de emociones”’ o cuando evoca el placer que experimentamos al ver los incidentes horribles y lastimosos concurrir en el cambio de fortuna que la tragedia…” (140), conducen a pensar que Aristóteles no se refería al texto dramático como estructura, sino como estructuración y ésta es una actividad orientada que sólo alcanza su cumplimiento en el espectador o lector (107). 

Con la estructura de la triple mimesis, Ricoeur muestra que la configuración o mimesis II consigue su inteligibilidad de su facultad de mediación, que consiste en conducir del antes al después del texto; transfigurar el antes en después por su poder de configuración. “Lo que está en juego, pues, es el proceso concreto por el que la configuración textual media entre la prefiguración del campo práctico y su refiguración por la recepción de la obra” (114). La idea que guía el propósito del filósofo, “es seguir el paso de un tiempo prefigurado a otro refigurado por la mediación de uno configurado” (114). La triple mimesis explica la evaluación y maduración de la narración y crea una dinámica entre los elementos básicos de todo discurso, el autor, el texto y la comprensión del texto (Agis 240). 

II.1. Mimesis I

La mimesis I o momento de la prefiguración supone que hay una referencia al “antes” de la composición poética. Este “antes” se constituye a partir de tres anclajes: red conceptual, mediación simbólica y estructura temporal. La trama es imitación de las acciones, por lo que es posible comprenderla previamente a su configuración, precisamente, en términos de acción. Para mostrar cómo ocurre esto, Ricoeur describe la estructura semántica del campo práctico. La trama encuentra su primer anclaje en la red conceptual de la acción. Esta red está constituida por agentes que hacen cosas con otros, con ciertos objetivos y fines. Construir una trama implica la comprensión práctica previa de la temporalidad que articula a estos agentes que hacen cosas con otros en ciertas circunstancias. 

Ahora, la relación entre la comprensión práctica y la comprensión narrativa es, a la vez, de presuposición y de transformación. Toda narración presupone, por parte del narrador y de su auditorio, familiaridad con términos como agentes, fines, circunstancia, ayuda, desgracia[5]. Por otro lado, la narración añade a la red conceptual de la acción los rasgos discursivos que la distinguen de una simple secuencia de frases de acción. Estos rasgos son sintácticos y su función es engendrar la composición de los diferentes discursos narrativos, ya sea de narración histórica o de ficción. 

La comprensión narrativa y la comprensión práctica también se vinculan a partir de los recursos simbólicos del campo práctico. Si la acción puede contarse es porque está ya articulada en signos, reglas, normas; está ya mediatizada simbólicamente en el campo práctico. Ricoeur entiende el simbolismo no como un dato psicológico, sino como “una significación incorporada a la acción y descifrable gracias a ella por los demás actores del juego social” (120). Los símbolos no se someten a la interpretación sino que son interpretantes internos de la acción; son los articuladores de la primera legibilidad de las acciones. 

El tercer rasgo de la precomprensión de la acción que la actividad mimética presupone es el de la estructura temporal. Se parte de la idea de que en la acción hay ya estructuras temporales que exigen la narración. Según Ricoeur lo importante es “el modo como la praxis cotidiana ordena uno con respecto al otro el presente del futuro, el presente del pasado y el presente del presente. Pues esta articulación práctica constituye el inductor más elemental de la narración” (125). Para desarrollar este punto, el filósofo francés echó mano de la analítica del tiempo de Heidegger, especialmente de la estructura de la intratemporalidad, que se organiza sobre la base de la temática del cuidado (Sorge). La intratemporalidad está ligada a la idea de contar con el tiempo y al cuidado de sí en la vida cotidiana. El ser humano vive en el tiempo, ser-en-el-tiempo, y cuenta con él; se preocupa por el ahora y por el paso del tiempo. Se ocupa de sí mismo y de las cosas en el tiempo. La descripción de nuestra temporalidad depende de la descripción de las cosas de nuestro cuidado. Este rasgo reduce el cuidado a las dimensiones de la preocupación. La intratemporalidad se expresa en locuciones como “ahora no quiero ir al cine”, “no sé si mañana pueda ir”, “no pierdas el tiempo”. Es el ordenamiento de la praxis cotidiana lo que induce a la construcción de narraciones. 

II.2. Mimesis II

La mimesis II o configuración es el reino del “como sí” (130), el momento de la representación creadora. La configuración es una actividad de composición que no pone en juego los problemas de referencialidad y de verdad; es el sentido del mythos aristotélico, que se define, como ya se dijo, como disposición de los hechos. La trama desempeña, en el campo textual, una función de integración, de mediación, que le permite operar fuera de este mismo campo, una mediación de mayor alcance entre la precomprensión y la poscomprensión del orden de la acción y de sus rasgos temporales (131). 

La trama es mediadora por tres razones: porque media entre acontecimientos individuales y la historia tomada como un todo; porque integra factores heterogéneos y por sus caracteres temporales propios. En relación con el primer punto, un acontecimiento es algo más que un suceso aislado; se define por su contribución al desarrollo de la trama. Además, una historia debe ser más que una enumeración de acontecimientos; debe organizar estos acontecimientos en una totalidad inteligible, de modo que se pueda conocer a cada momento el tema de la historia. En cuanto al segundo aspecto, Aristóteles equipara la trama con la configuración, que Ricoeur ha caracterizado como concordancia-discordancia. Este rasgo constituye la función mediadora de la trama. Se toman elementos del campo práctico y se integran echando mano de la sintaxis, con ello se constituye la transición misma de la mimesis I a la mimesis II. En relación con el último punto, los caracteres temporales están implicados en el dinamismo constitutivo de la configuración narrativa. El acto de construcción de la trama combina en proporciones variables dos dimensiones temporales: una cronológica, otra no cronológica. La trama transforma los acontecimientos, dimensión cronológica o episódica, en historia, dimensión no cronológica, configurante, propiamente dicha. Mediante la configuración se ponen en relación los acontecimientos (incidentes) y la historia que constituyen; este acto transforma, así, los acontecimientos en totalidad significante, porque impone a la sucesión de episodios el punto final, a partir del cual la historia puede comprenderse como totalidad. 

La construcción de la trama aporta una solución a las aporías del tiempo al mediatizar los dos polos, el del acontecimiento y el de la historia; la solución es el propio acto poético (133). Para Ricoeur, continuar es avanzar en medio de contingencias y avatares y comprender lo que se cuenta. La disposición configurante transforma la sucesión de acontecimientos en una totalidad significante, que hace que la historia se deje seguir. El punto final, introducido también en la dimensión configurante, permite comprender los sucesos como una totalidad. 

La mimesis II es un proceso de esquematización, al cual Ricoeur denomina “esquematismo de la función narrativa”. Con esta expresión el filósofo francés se refiere al poder de la configuración de la trama de engendrar la inteligibilidad mixta entre el tema, “el pensamiento” de la historia narrada y la presentación intuitiva de las circunstancias, de los caracteres, de los episodios y de los cambios de fortuna que crean el desenlace[6]. El esquematismo permite “tomar juntas” a las acciones, circunstancias, agentes, etc., de la mimesis I y la trama configurante de la mimesis II. Por otro lado, el tiempo es el hilo lógico presente en toda esquematización; en la teoría de Ricoeur, la relación entre tiempo y narración. El esquematismo de la función narrativa se constituye, a su vez, en una historia que tiene todos los caracteres de una tradición[7]. La constitución de una tradición descansa en el juego de la sedimentación y la innovación. A la primera hay que asociar los paradigmas que constituyen la tipología de construcción de la trama; estos paradigmas están sedimentados y se ha borrado su origen. Los paradigmas (forma, género, tipo) nacen del trabajo de la imaginación creadora; surgen a la vez de la innovación y proporcionan reglas para la experimentación posterior en el campo narrativo. Estas reglas cambian por presión de las nuevas intervenciones, pero lo hacen lentamente, e incluso resisten al cambio en virtud del propio proceso de sedimentación (138). 

Ricoeur observa que en la cultura occidental se sedimentaron los paradigmas a partir no sólo de la “forma”, concordanciadiscordancia, o el “género” dramático, sino también de las obras singulares: La Iliada, Edipo, etc., de donde derivó el “tipo”, la propia disposición de los hechos de estas obras se erigió como tipo. No obstante, hay que recordar que esta cultura es heredera de otras tradiciones: hebrea, cristiana, germánica, y que las innovaciones que condujeron a esos paradigmas, ya sedimentados, partieron de aquellos otros paradigmas. Las innovaciones retoman de los modelos sedimentados para crear; el trabajo de la imaginación no surge de la nada. Ahora, la relación varía: puede tratarse de una aplicación servil o de la desviación calculada. Además, la desviación puede actuar conforme a los distintos planos: tipo, género, forma. En relación con el primero, es constitutivo de cualquier obra singular; en cuanto al género, los cambios son menos frecuentes. Los cambios más radicales están en el principio formal de la concordancia-discordancia, los cuales se han verificado a lo largo del siglo XX poniendo en riesgo, según Ricoeur, la propia forma narrativa. 

II.3. Mimesis III

La mimesis III o refiguración no es explícita en la Poética, no obstante se hacen algunas alusiones, por ejemplo, al hablar del placer que experimentamos al ver los incidentes de horror o cambio de fortuna en los dramas. Mimesis III marca la intersección entre el mundo del texto y el mundo del lector; intersección “del mundo configurado por el poema y del mundo en el que la acción efectiva se despliega y despliega su temporalidad específica” (140). Ricoeur explicará detalladamente la manera en que ocurre la intersección entre el mundo del texto y el del lector. 

El objetivo general de la descripción de esta mimesis es mostrar cómo se transita de la configuración a la refiguración mediante el acto de lectura. Para proceder a ello, en primer lugar, el filósofo francés destaca los dos rasgos, la esquematización y la tradicionalidad, desarrollados también en la mimesis II, que contribuyen a borrar la oposición entre el afuera y el adentro del texto. Esta oposición está ligada a la concepción estática y cerrada de la estructura del texto, defendida por la semiótica[8]. La esquematización y la tradicionalidad, dice Ricoeur, “son categorías de la interacción entre la operatividad de la escritura y la lectura” (147). Por una parte, los paradigmas recibidos estructuran las expectativas del lector; es decir, al momento de leer el lector tiene ya en mente expectativas que le ayudan a reconocer la regla formal, el género o el tipo ejemplificados en la historia narrada. Estos paradigmas proporcionan líneas directrices para el encuentro entre el texto y el lector. Por otro lado, el acto de leer actualiza la capacidad de la configuración para ser seguida; es decir, leer es seguir y actualizar una historia. El acto de leer está también acompañado por el juego de la innovación, mediante el cual el lector se enfrenta con propuestas que cuestionan sus expectativas y experimenta lo que Roland Barthes llama el placer del texto[9]. Además, el lector llena los espacios vacíos o indeterminaciones[10]. El acto de lectura es el agente que une mimesis III a mimesis II. 

Ricoeur argumenta asimismo que no se trata sólo de un asunto de comunicación entre el texto y el lector, sino también del problema de la referencia. Para exponer este punto, el autor sostendrá que no sólo en el discurso científico, descriptivo, se puede hablar de referencia; también es posible hacerlo en el discurso literario. En los discursos en general, lo que se comunica es el mundo que proyecta el texto y que constituye su horizonte. El filósofo francés rechaza la correlación del significado y el significante dentro de la inmanencia de un sistema de signos. El lenguaje se orienta hacia afuera de sí mismo porque dice algo sobre algo. Alguien toma la palabra y se dirige a un interlocutor porque desea llevar al lenguaje y compartir con otro una nueva experiencia, que, a su vez, tiene al mundo por horizonte (149). No es en el propio lenguaje en donde surge la comunicación, sino en la experiencia de estar en el mundo. Precisamente por estar en el mundo intentamos orientarnos sobre el modo de la comprensión y tenemos algo que decir, una experiencia que llevar al lenguaje, una experiencia que compartir. Ésta es la presuposición ontológica de la referencia, reflejada en el interior del propio lenguaje (149). El lenguaje es del orden de lo ‘mismo’ y el mundo de su ‘otro’. La atestación de esta alteridad proviene de la reflexividad del lenguaje sobre sí mismo, que, así, se sabe en el ser para referirse al ser (149). 

A partir de estas reflexiones, Ricoeur concluye que la aptitud para comunicar y la capacidad de referencia deben plantarse simultáneamente. Toda referencia es referencia dialógica o dialogal. Al reflexionar sobre la literatura, el autor afirma que “no hay que escoger entre estética de la recepción y ontología de la obra de arte, porque el lector no sólo recibe el sentido de la obra, sino por medio de éste, su referencia, la experiencia que ésta trae al lenguaje y, en último término, el mundo y su temporalidad que despliega ante ella” (150). La obra literaria aporta al lenguaje una experiencia, afirmación que se opone a las teorías literarias que decretan la “ilusión referencial”. La literatura es una experiencia que, en el acto de lectura, provoca un impacto en la experiencia cotidiana. La literatura no constituye un mundo en sí, cerrado, porque afecta el orden moral y social. Para el autor, ningún texto literario, por más fragmentada que sea su propuesta, por más que enajene al extremo su relación con lo real, evita la intersección entre el mundo del texto y el mundo de lector. La fusión conflictual de los horizontes en este tipo de textos se relaciona con la dialéctica dinamizada por el texto entre sedimentación e innovación. No es que los textos así estructurados rompan con el mundo, borren el mundo, creen un mundo lingüístico autosuficiente, sino que estos textos tensan la dialéctica entre lo sedimentado en una cultura, en términos, por ejemplo, de géneros literarios, y la innovación, que introduce desviaciones a los paradigmas por la desviación de obras singulares. “De este modo, la literatura, entre todas la obras poéticas, modela la efectividad práxica tanto por sus desviaciones como por sus paradigmas” (151). 

Todos los textos literarios hablan del mundo, aunque no lo hagan de modo descriptivo. En relación con los textos metafóricos[11], Ricoeur mostró que “la referencia se revela en una segunda aproximación, como la condición negativa para que sea liberado un poder más radical de referencia a aspectos de nuestro ser en el mundo que no se pueden decir de manera directa” (152). En cuanto a los textos narrativos, el mundo se resignifica en su dimensión temporal, “en la medida en que narrar, recitar, es rehacer la acción según la invitación del poema” (154). En los textos narrativos el mundo es aprehendido desde la perspectiva de la praxis humana. La narración re-significa lo que está pre-significado en el mundo del obrar humano, lo cual hace más sencillo hablar de referencia en los textos narrativos. No obstante, desde la perspectiva del autor, el objetivo referencial y la pretensión de verdad hacen más complicado el problema de la referencia en los textos narrativos. Es en este punto en el que se introduce la importancia de la distinción entre los textos históricos y los de ficción y la necesidad de pensar en la referencia cruzada. Los textos de ficción toman de los textos históricos porque son narrados –con el empleo de los tiempos verbales– como si las acciones hubiesen tenido lugar. Por otro lado, los textos históricos, que hacen referencia a lo real pasado, sólo pueden reconstruirse vía la imaginación. Es así que los textos de ficción y los históricos establecen préstamos recíprocos. La historia no puede eludir este aspecto, como la teoría literaria tampoco puede ignorar el alcance de la referencia. El cruce de la referencia por huellas, según el relato histórico, y de la referencia metafórica, según el relato de ficción, ocurre en la temporalidad de la acción humana. Ambos tipos de discursos refiguran el tiempo humano y evitan las aporías provocadas por la aproximación especulativa. 

Un último punto de la mimesis III se relaciona específicamente con la refiguración del tiempo. Para desarrollar este aspecto, el autor menciona los tres anclajes descritos en la primera mimesis, con especial énfasis en el tercero. En relación con el primero, la red conceptual, dice el autor, la trama ordena la intersignificación entre proyecto, circunstancias y azar. “La obra narrativa es una invitación a ver nuestra praxis como…” (156). En relación con la simbolización interna a la acción, ésta es resimbolizada o desimbolizada de acuerdo con el esquematismo, unas veces convertido en tradición y otras, subvertido por la historicidad de los paradigmas. Ahora bien, según Ricoeur, es el tiempo –lo que en la mimesis I denominó los caracteres temporales– de la acción lo que es realmente refigurado por su representación. Para desarrollar este aspecto de la mimesis III, Ricoeur realizó la amplia y difícil tarea de poner a dialogar a la fenomenología pura del tiempo –a partir de las propuestas de Agustín, Husserl y Heidegger– con la epistemología de la historiografía y la crítica literaria, con la finalidad de que la fenomenología uniera “su voz a las de las dos disciplinas, para emparejar el círculo hermenéutico con la poética de la narratividad” (158). 

III. La identidad narrativa

El amplio estudio realizado sobre la fenomenología del tiempo, la historiografía y la crítica literaria llevó al filósofo francés a la solución narrativa de las aporías sobre el tiempo que resultan de la especulación. Una de las soluciones más importantes a esta aporía es la de la identidad narrativa. El término “identidad” es considerado por Ricoeur en el sentido de una categoría de la práctica (Ricoeur, TyN III: 997). Decir identidad de un individuo o de una comunidad es responder a la pregunta: ¿quién ha hecho esta acción?, ¿quién es el agente? Al tratar de responder a esta pregunta, acudimos al nombre propio, pero ¿qué soporta la permanencia del nombre propio? La narración de la historia de una vida. Es decir, la respuesta por la identidad es narrativa. “La historia narrada dice el quién de la acción. Por lo tanto, la propia identidad del quién no es más que una identidad narrativa” (997). La narración ayuda a salvar la antinomia de la identidad: o se presenta un sujeto idéntico a sí mismo en la diversidad de sus estados, o se afirma que este sujeto no es más que una ilusión sustancialista. La identidad narrativa resuelve esta antinomia y nos permite aproximarnos a la identidad mediante la refiguración del tiempo. Esto quiere decir que somos capaces de reconocer al quién –nosotros mismos u otro– a pesar de los cambios, del azar, de la contingencia, no porque conservemos un nombre, sino porque cuando hablamos de nosotros o alguien nos habla de sí mismo, narramos la historia de nuestra vida o parte de ella, realizando una síntesis de lo heterogéneo en el marco de un “pensamiento” o tema. Los relatos propios y ajenos nos permiten conocernos y recrear nuestro ser “temporalmente”. El relato apunta hacia la comprensión del sujeto no como realidad aislada, sino vinculada con el mundo. 

La identidad narrativa surge de la estructura temporal dinámica del texto mediante el acto de lectura; da coherencia al cambio porque se relata una historia. En otras palabras, lo que da coherencia a la contingencia es que se narra con una estructura de tiempo, en el marco de una historia. 

Ricoeur distingue dos tipos de identidades: idem e ipse. La identidad idem (el mismo) se relaciona con el sustancialismo y el fenomenismo, lo cual quiere decir que se presenta como sustancia inmutable o como pura subjetividad. La identidad ipse (sí mismo) se refiere a lo propio, lo cual quiere decir que la identidad no es una única y para siempre, sino que se resuelve a través de diferentes situaciones propias del sujeto actuante, del agente de la acción, que se reconoce al narrar las acciones que realiza. Así, la ipseidad incluye el cambio en la cohesión de una vida. La identidad narrativa es el resultado de la integración de lo heterogéneo en la historia narrada. 

Esta relación entre identidad ipse e identidad narrativa conduce a Ricoeur a confirmar una de sus premisas centrales: “el sí del conocimiento de sí es el fruto de una vida examinada según la expresión de Sócrates en la Apología. Y una vida examinada es, en gran parte, una vida purificada, clarificada, gracias a los efectos característicos de los relatos tanto históricos como de ficción transmitidos por nuestra cultura” (998). 

La elección del nivel narrativo para reflexionar sobre la identidad se justifica, además, en el hecho de que la ficción permite explorar 

la escala de las variaciones del vínculo entre las dos modalidades de identidad, idem e ipse, desde el caso extremo de una superposición casi total entre carácter e ipseidad, como en el caso de la leyendas y mitos, hasta el otro caso extremo de la disociación casi total, también ella, entre idem e ipse, como en ciertas novelas, donde lo que llamamos impropiamente disolución de la identidad personal, pone al desnudo la pregunta ¿quién? convertida en el único testigo de la ipseidad, una vez perdido el apoyo de la mismidad de un carácter (Ricoeur, Autobiografía 108).

La identidad narrativa, no obstante, tiene límites, por lo que debe unirse a componentes no narrativos del sujeto actuante, localizados específicamente en la dimensión ética. Ricoeur trabajará estos componentes éticos para constituir lo que él mismo denominó la “pequeña ética” (80). La constitución de la identidad narrativa ilustra el juego cruzado de la historia y la narración en la refiguración del tiempo, pero esta identidad “no equivale a una ipseidad verdadera, sino gracias a este momento decisivo, que hace de la responsabilidad ética el factor supremo de la ipseidad” (Ricoeur, TyN III: 1001). Es decir, Ricoeur plantea que la identidad narrativa por sí misma no resuelve el asunto de la constitución de la subjetividad; requiere del momento ético, que si bien está presente en las narraciones, según lo afirmaba también Aristóteles en la Poética, no parece suficiente para constituirse, por lo menos en los relatos, como ipseidad, la cual, en el sentido de Ricoeur, implica la promesa. 

Estas reflexiones conducen al autor a vincular la teoría de la narración, con la de la acción y la teoría moral. No seguiré por el camino que condujo a Ricoeur a desarrollar este vínculo, porque no es el propósito de este artículo. En Si mismo como otro este aspecto es desarrollado de manera vasta; es precisamente en este texto en el que se incluye la “pequeña ética”. Mi intención será seguir sobre la idea de la identidad narrativa, retomando el aspecto que el mismo Ricoeur observa en relación con la defensa que la teoría de la narración puede hacer en relación a la objeción que él encuentra. Esta defensa consiste en recordar que la narratividad no está desprovista de dimensión normativa, valorativa y prescriptiva, como él mismo lo mostró en el análisis de la triple mimesis. 

Lo que me interesa destacar de este punto es el análisis que el propio filósofo francés ofrece en relación con los personajes de ficción, no en sí mismos sino en tanto refiguración del tiempo y las implicaciones para la acción y la comprensión del lector de la naturaleza de su propia identidad. En el siguiente apartado, retomo los aspectos centrales de la propuesta del filósofo francés que pueden ser de utilidad para los estudios literarios y profundizo en el aspecto señalado. 

IV. Trama, personaje e identidad

En este apartado retomaré aspectos de la propuesta del filósofo francés que permitan pensar en una aproximación al estudio del personaje literario. La idea central que deseo rescatar de la propuesta de Ricoeur es la de identidad del personaje, a partir de la cual también reflexionaré sobre la identidad del lector de relatos literarios. Es importante señalar que me referiré sólo a los relatos literarios, sin que por ello se excluyan los históricos, el otro polo de la reflexión de Ricoeur. Es preciso recordar que para hablar de relatos en el marco de la teoría del filósofo francés se debe tomar en cuenta la referencia cruzada, relatos históricos y relatos de ficción, expuesta ya en el primer inciso de este artículo. 

En su ética, Ricoeur desea reivindicar al quién como agente de imputación de responsabilidad en relación con la promesa que está haciendo al otro. La ipseidad, según su propuesta, debe alcanzar este momento de la promesa para no ser sólo la expresión de los cambios de identidad de una persona a lo largo de su vida. La inserción de esta idea de la promesa es precisamente lo que conduce a Ricoeur a vincular la teoría de la narración con la teoría moral. La propuesta de la identidad ipse, como se vio en el inciso anterior, intenta superar la identidad idem, sustancialista o fenoménica. Pero esta identidad ipse analizada en el marco de las narraciones de ficción, no es suficiente para lograr la promesa, el mantenimiento del sí, porque, sobre todo en las novelas contemporáneas, pensemos en el caso extremo de la nouveau nouveau roman (McHale 14), de lo que se trata es de cuestionar la identidad, de poner en tela de juicio la existencia de un quién responsable de sus acciones. Esto condujo a Ricoeur a pensar en la solución ética y no sólo en la narrativa. Esta limitación no impide, no obstante, afirmar que los textos literarios resultan ser espléndidos laboratorios en los que se puede poner a prueba el funcionamiento de las dos modalidades de la identidad: idem e ipse (Ricoeur, Sí mismo 147-148). Es aquí, me parece, en donde encontramos una interesante veta para realizar estudios de la identidad de los personajes en las ficciones. 

Conforme se avanza en el desarrollo de la novela, desde sus orígenes hasta nuestros días, se aprecia más claramente la imposición del personaje sobre la trama. Mientras que en los mitos, leyendas y cuentos maravillosos, la identidad idem y la ipse se superponen, con lo que la trama funciona en términos del mythos aristotélico, en la novela propiamente, la trama empieza a experimentar ciertas metamorfosis (Ricoeur, TyN II). En la novela picaresca se observa ya la liberación del carácter en relación con la trama; más adelante, en la novela educativa, el carácter compite con la trama y, finalmente, el primero eclipsa totalmente a la segunda en la novela contemporánea (586-588). Ahora bien, según Ricoeur, las metamorfosis observadas históricamente, no alteran la descripción del mythos. Aun cuando se aprecian modificaciones importantes, la noción de mythos sigue funcionando para describir las narraciones literarias. El concepto de imitación de las acciones puede extenderse más allá de la novela de acción a la de carácter y pensamiento, porque estas últimas también implican acciones, con lo cual quedan incluidas las novelas contemporáneas. 

Sin embargo, Ricoeur expresa sus dudas en relación con la permanencia de las narraciones en la cultura occidental, debido a las desviaciones permitidas por el esquematismo que ha gobernado la inteligencia narrativa. Estas desviaciones han surgido en el propio seno de los paradigmas; son variaciones que amenazan la identidad de estilo hasta el punto de anunciar su muerte (Ricoeur, TyN II: 404). Ricoeur ejemplifica la manifestación de estas desviaciones con el asunto del cierre o terminación de la obra de arte. El abandono del criterio de totalidad en la novela contemporánea es un síntoma del fin de la tradición de construcción de la trama. La discusión sobre la inconclusividad de la novela conduce a pensar que quizá las formas narrativas están en decadencia. Queda, no obstante, un resquicio para pensar que no es totalmente así. Ricoeur afirma que si el asunto se observa a partir de la distinción entre mimesis II y mimesis III, las propuestas de ruptura, fragmentación o no terminación de las novelas, en el sentido tradicional, no necesariamente hablan del fin de las narraciones. No se debe pensar sólo en la estructura, en el texto, sino en la lectura. Al leer estas novelas el lector podrá experimentar con una mayor profundidad la manera de comprender el orden de la vida humana en toda su amplitud. La configuración puede sugerir el cierre o no cierre de la novela, pero el lector espera algo, está a la expectativa de la concordancia. Si la concordancia no se ofrece en una novela en la que la tendencia es a la disolución de la trama, entonces, el lector esperará una señal para que “co-opere en la obra, para que cree él mismo la trama” (Ricoeur, TyN II: 412). 

Estas reflexiones sobre las modificaciones de la trama son importantes porque están relacionadas con la constitución de la identidad de los personajes. La trama, entendida en el sentido más próximo a la propuesta de Aristóteles, supone la supeditación de los personajes a las acciones. Esta configuración de la trama implica que no interesa el perfil individual del personaje, sino el del héroe que realiza acciones. En este tipo de narraciones importa el quién, pero no como entidad desarticulada, sino como un quién siempre en relación, siempre haciendo cosas con otros, con ciertos fines y motivos. La trama se construye precisamente como imitación de acciones y como síntesis de lo heterogéneo. El lector de este tipo de textos refigura la trama y no la temporalidad de un individuo. Esto es precisamente lo que Ricoeur quiere rescatar de los relatos. Los relatos en los que prevalece la trama, aun cuando se haya modificado en relación con la concepción aristotélica, es posible que el lector refigure la temporalidad como un entramado en el que ciertas acciones tienen antecedentes y consecuentes; es decir, están concatenadas cronológicamente, lo que permite su inteligibilidad. Narrar, dice Ricoeur, “es decir quién ha hecho qué, por qué y cómo, desplegando en el tiempo la conexión entre estos puntos de vista” (Ricoeur, Sí mismo 146). 

Para aproximarnos al estudio de la identidad de los personajes en una obra de ficción, podemos partir de la relación que hace Ricoeur entre la trama y el personaje, para distinguir a este último como una categoría narrativa. El modelo narrativo se distingue porque en éste el acontecimiento es definido por su relación con la operación misma de configuración; participa de la estructura inestable de concordancia discordante característica de la propia trama. Es fuente de discordancia en cuanto que surge y es fuente de concordancia en cuanto que hace avanzar la historia (Ricoeur, Sí mismo 140). La identidad de los personajes es dinámica porque, por medio de la configuración, se relacionan la concordancia y la discordancia. La configuración de las acciones introduce la contingencia que romperá las expectativas de acuerdo con el curso anterior de los acontecimientos, pero esta contingencia formará parte integrante de la historia aun cuando sea comprendida después, una vez transfigurada por la necesidad que procede de la totalidad temporal llevada a su término. La contingencia que introduce la discordancia se convierte, en el marco de la totalidad de la historia, en necesidad desde el punto de vista narrativo y su efecto de sentido procede del acto configurador. 

El personaje es el que hace la acción del relato, por lo que se puede decir que su función concierne a la misma inteligencia narrativa que la propia trama; dicho en otras palabras, el personaje está constituido narrativamente. Como se dijo en el inciso anterior, el relato constituye la identidad del personaje que podemos llamar su identidad narrativa. Esta identidad será la mediación entre la identidad idem y la ipse, o sea entre la identidad entendida como carácter y la identidad entendida como uno mismo, como el que se mantiene “sí mismo” en relación con el otro, con quien está estableciendo un compromiso. En la literatura, la identidad ipse se refiere a los cambios del personaje –que ocurren por las “variaciones imaginativas” propias de las ficciones– en el marco de una situación de conjunto, su propia historia, que le permite al lector reconocerlo como el mismo. 

Los relatos literarios no solamente toleran, en palabras de Ricoeur, sino que engendran las “variaciones imaginativas” (Ricoeur, Sí mismo 147), con lo que ponen en tensión los polos de la identidad idem e ipse, llevándolos, en ocasiones, hasta las últimas consecuencias: por una parte, confundir identidad idem con ipse, por otro lado la puesta al desnudo de la ipseidad por la pérdida de la mismidad (149), lo cual sucede en aquellos casos en los que ya no es posible igualar al personaje con su carácter. Según Ricoeur, esto último ocurre sólo en los “casos imaginarios” (puzzling cases), en las ficciones tecnológicas, como las utiliza Derek Parfit para ejemplificar, quien sólo considera la identidad en el sentido de mismidad. Las ficciones literarias siguen siendo variaciones imaginativas en torno a un invariante, la condición corporal vivida como mediación existencial entre sí y el mundo (Ricoeur, Sí mismo 149-150). En los mitos, leyendas, cuentos maravillosos, los personajes mantienen su carácter a pesar de las peripecias. Este carácter permanece porque está en el marco de una historia que va más allá del propio personaje. Por otro lado, se da el caso, sobre todo en cierta narrativa del siglo XX, que lo que se desea plantear es la Ichlosigkeit, la pérdida de la identidad. 

Estas reflexiones nos permiten analizar la constitución de la identidad narrativa de los personajes, no sólo para descubrir cómo funciona la dialéctica entre la identidad idem y la ipse, que tendría, en el marco de la teoría de Ricoeur, un propósito ético, además del narratológico, sino también para trazar un mapa de la manera en que determinada narrativa, la que elijamos para realizar el estudio, afecta la configuración del género literario y la refiguración del lector. 

En primera instancia debe identificarse en él o en los relatos o en el género de que se trate, la relación que la trama establece con el carácter. Aun cuando, como dice Ricoeur, podemos diferenciar estas relaciones en distintos periodos del desarrollo de los géneros, también es posible, sobre todo en una época como la actual, encontrar una importante diversidad de manifestaciones que no cumplen con una forma establecida, prescrita. Así, por ejemplo, se escriben novelas para niños y jóvenes –que son leídas también por adultos– en las que, como en los cuentos infantiles y maravillosos, se privilegia la trama sobre el carácter; ejemplo paradigmático de esto en el siglo XX es El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien. Lo importante en estos relatos es la historia que se cuenta y cómo los personajes se integran en la historia. La constitución de la identidad del personaje de este tipo de obras está mucho más cerca de la idea de la sobreimposición de idem e ipse. El personaje permanecerá siempre igual a pesar de sus vicisitudes; sus valores no serán trastocados, aun cuando se vean constantemente amenazados en el transcurso de la narración. Estos caracteres se sostendrán, serán “los mismos”, a pesar de todas las pruebas a las que sean sujetos, porque la propia configuración está trazando la estabilidad como necesidad, el triunfo de la concordancia sobre la discordancia. Es decir, la estructura temporal del relato y otros recursos, vocabulario, sintaxis, retórica, formarán parte de esta necesidad de concordancia. Las peripecias, los avatares, los cambios, serán comprendidos por el lector en el marco de la totalidad de la historia, por lo que no serán elementos que dificulten la inteligibilidad. No se trata de defender la idea superficial del triunfo a ultranza del bien, sino de la concordancia; es decir, de la idea de que, aun la desdicha tiene un sentido en el marco de los acontecimientos. Cuando Aristóteles privilegia la trama sobre el carácter, cuando afirma que la trama permanece por encima de los personajes, lo que quiere decir es que la integración de los elementos heterogéneos está por encima del personaje, el cual, visto individualmente, no tiene ningún sentido. La trama es lo importante, porque es una estructura temporal, puede repetirse de manera semejante en los distintos personajes. Los agentes pueden variar, no así los sucesos porque éstos están concatenados de manera necesaria. “Pero lo más prioritario de todo es la ordenación de los sucesos. Porque la tragedia es imitación, no tanto de los hombres, cuanto de los hechos de la vida […]” (Aristóteles 26). 

En este tipo de obras, la idea de promesa de Ricoeur se realiza. Los personajes se relacionan de manera que unos y otros manifiesten su deseo de mantenerse, en términos de la identidad ipse, con la finalidad de no fallarle al otro, de que el otro sepa que cuenta con él. Así, las peripecias ocurren en acciones al exterior del personaje –no de pensamiento o psicológicas–, acciones que lo hacen sufrir y que pueden afectar sus emociones, pero que no lo modifican radicalmente, porque la promesa hecha al otro lo hace mantenerse. Ricoeur observa que en estas narraciones se constituye el tiempo humano que el lector refigura porque comparte la experiencia con los personajes. Es en estas narraciones en las que se hace evidente la relación entre la dialéctica idem e ipse, a manera de identidad narrativa. De lo que se trata aquí, en relación con un análisis literario, es de identificar, primero el carácter del personaje y su relación con la trama; segundo, las situaciones límite que ponen en riesgo el carácter y la manera en que el personaje resuelve la amenaza. En relación con el primer punto, se trata de observar si el texto parte de un metarrelato, en términos de Lyotard (1979) –que será identificado por el lector de acuerdo con la esquematización y la tradicionalidad– con el cual se le otorga al personaje una identidad idem. Es decir, el personaje se presenta con una identidad aparentemente indisoluble, permanente, constituida a partir del metarrelato. En relación con el segundo asunto, se trata de analizar las situaciones que conducen al personaje a sentir su identidad amenazada, de qué manera estas situaciones afectan al personaje y cómo el lector refigura la historia, no sólo desde el punto de vista temporal, sino también ético. 

Para realizar este análisis de la identidad del personaje, es imprescindible observar las estructuras temporales del relato, ya que éstas ofrecerán pistas para saber qué relación establecen el personaje y la trama. Las narraciones realistas y aquellas que tienden a presentar acontecimientos en el marco de una historia –aun cuando en el discurso la historia se presente con ciertos juegos con el tiempo– ofrecen situaciones de personajes que cambian sus valoraciones conforme se enfrentan a ciertas vicisitudes de la vida, sin embargo, se puede hablar aún de personajes que se mantienen, ya sea porque hacen promesas a otros o porque se las hacen a sí mismos o simplemente porque el lector puede identificarlos, al conservar una parte de su sí mismo a lo largo de la historia. 

Las narraciones llamadas de vanguardia tendieron a romper con la simbólica del realismo, no sólo con la propuesta de nuevas formas de decir las cosas, otros recursos retóricos, por ejemplo, sino también mediante la búsqueda de nuevas estructuras espaciotemporales. La vanguardia, como se sabe, manipuló estas estructuras para lograr el resquebrajamiento del absoluto, de la linealidad, de la idea de identidad, de la noción de personaje y con ella la del sujeto. La apuesta en escritores como Beckett fue hacer enmudecer a las palabras, llevarlas a las últimas consecuencias del mutismo, a la combinación que conduce a la pérdida del sentido, si se puede hablar de esto. En obras como La Maison de rendez-vous (1965) de Robbe-Grillet, proliferan las paradojas que desarticulan el espaciotiempo y que desestabilizan el mundo proyectado en la obra (McHale 14). Es importante señalar que no se intenta aquí catalogar a estos escritores, ya que ellos mismos modificaron sus propuestas en sus diversas novelas, con las que transitan de formas vanguardistas, cercanas a las primeras vanguardias del siglo XX, a formas más radicales, que algunos críticos insertan en la estética posmoderna (McHale). Esta mención tiene la finalidad de ilustrar con algunos nombres de autores de narrativa orientada a la desarticulación de la trama. En Hispanoamérica esta narrativa está identificada inicialmente con la obra de Felisberto Hernández, Pablo Palacio, Robert Arlt, por ejemplo. Es innegable que, más tarde, la obra de Cortázar persigue la clara intención, explícita en sus propios escritos reflexivos[12], de abolir la narración para sólo mostrar. Abolir la narración implica hacer lo propio con el tiempo, y por lo tanto, por lo menos en apariencia, poner en crisis la noción de mythos que Ricoeur intenta rescatar. Es en estas narraciones en las que surge la inquietud por preguntarse si efectivamente la desfiguración del espacio-tiempo provoca la disolución de la identidad de los personajes, incluso la identidad ipse, y consecuentemente la imposibilidad del sentido. El filósofo francés sigue pensando que esto no es así, ya que al momento de leer, el lector tiene la expectativa de la coherencia y será él quién realice el esfuerzo por entramar temporalmente, de acuerdo con su propia experiencia, para comprender e interpretar. Es decir, para que lo que se lee tenga sentido en el marco de esta condición temporal que nos hace ser humanos. 

En este tipo de antinarraciones o antinovelas es preciso descubrir la propuesta espaciotemporal que provoca la disolución de la identidad del personaje, la borradura de la voz, del punto de vista, de la situación. También es importante rescatar el “como sí” del tiempo, su configuración, expresado mediante estrategias tales como el flujo de conciencia o el tiempo del pensamiento, con la finalidad de analizar de qué manera el lector refigura este tipo de propuestas y qué pueden significar en la comprensión de su propia temporalidad. Las obras de Cortázar, por ejemplo, son laboratorios de constitución de la identidad de personajes, importantes ejercicios de experimentación, porque la tesis de la mostración del ser, de su revelación, vs. la de su narración, implica construcciones literarias que desafían la experiencia de la vida cotidiana. Ahora bien, más allá de que el lector esté a la expectativa de la coherencia o de que él mismo la construya, ¿qué puede provocar la lectura de este tipo de textos al lector, antes incluso de que él mismo organice el sentido? ¿Es posible hablar de esto? Desde mi perspectiva, las obras que se han propuesto resquebrajar la trama, la linealidad, la identidad idem, poner en tela de juicio una manera de comprendernos, logran que el lector se cuestione radicalmente, es decir, ponga en tela de juicio no sólo sus valores, las variaciones sobre su sí mismo, sino algo que está más allá de lo posible, lo que lo conduce a esforzarse a comprender(se) e interpretar(se) de una manera diferente. En este punto, en relación con obras en las que prevalece la idea de la antinarración, que echan mano de expresiones en las que parece que el tiempo se ha detenido, podría pensarse en vincular las reflexiones de la hermenéutica del tiempo con aquellas relacionadas con los símbolos y las metáforas. Recordemos que Cortázar, que es un ejemplo paradigmático de lo que aquí quiero destacar, pugnó por construir novelas-poema, en las que la imagen se convirtiera en la forma por excelencia de la expresión (Cortázar, OC II). Para el autor de Rayuela, la imagen borra los límites del tiempo y del espacio, y logra la simultaneidad de dos momentos; logra unir lo diferente. El poeta comparte con el mago la sospecha de una omnipresencia del pensamiento intuitivo, la eficacia de la palabra, el valor sagrado de los productos metafóricos (271). Algo semejante plantea Paul Ricoeur en la teoría de la referencia metafórica que desarrolla en La metáfora viva (2001), la cual considera complementaria a la reflexión sobre el tiempo y la narración. La metáfora no es un ornamento, sino una manera de redescribir lo real. 

Lo que tenemos en ese caso, es el intento y, me parece, la consecución de la síntesis de lo narrativo y lo metafórico, en una expresión novedosa que si bien no prescinde totalmente del tiempo, su base no es el dominio de la trama. 

Las narrativas de posvanguardia en Hispanoamérica, sin haber abandonado las propuestas de la vanguardia, parecen haberse desplazado hacia el realismo para intentar una nueva síntesis. Tal es el caso del llamado realismo mágico; por ejemplo, obras de García Márquez. Que aun cuando introducen elementos de las vanguardias, se proponen contar, narrar. Lo mismo ocurre con el éxito de la novela histórica, incluso de cimas épicas, como La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa. En la actualidad, las novelas tienden a rescatar las historias, más allá de la experimentación estilística o, dicho de otro modo, procuran que el estilo pase desapercibido, que la construcción de personajes, tiempos y espacios esté supeditada a la trama. 

Quizá, como dice Ricoeur, es difícil pensar en la existencia de culturas sin narraciones; de ahí que, como se ha hecho evidente en las últimas décadas, haya una vuelta a “las historias”. Sea como sea, la literatura será siempre este interesante laboratorio de constitución de la identidad, que puede permitirnos comprender un poco mejor la naturaleza de nuestra temporalidad y su relación con nuestra situación en el mundo. Los estudios literarios vinculados con el tema de la identidad narrativa pueden ofrecernos mayor comprensión sobre los propios textos, el desarrollo de los géneros, los lectores, el contexto, desde una perspectiva ya no sólo lingüística o estructuralista del tiempo en los relatos, sino con la visión que nos permite pensar en el lenguaje literario como mediación que permite al autor y al lector ir más allá para alcanzarse, para comprenderse de otro modo. Este último paso, sin duda, corresponde más al ámbito de la filosofía; como estudiosos de la literatura podemos optar por quedarnos sólo con la exploración del texto, contexto, géneros y lector implícito, sin transitar hacia asuntos filosóficos, pero también podemos proponer estudios transdisciplinarios, que nos ofrezcan ambas perspectivas. En relación con el tema de la ética, es preciso señalar que las narraciones se construyen con acciones que implican valoraciones de los propios personajes y de los lectores, como proponía Aristóteles. En estudios literarios, se puede intentar ir de lo literario a lo ético para comprender más ampliamente la manera en que los productos culturales, en este caso la literatura, impactan a la sociedad de un momento determinado. Esto sin olvidar que las narraciones actuales han incorporado, como se dijo arriba, los hallazgos de las vanguardias, lo que hace difícil escribir literatura sin pensar en la forma y, por lo tanto, hace difícil estudiar los textos literarios sin tener en cuenta los importantes aportes del formalismo, la semiótica y la narratología. 

En este ensayo se han ofrecido apenas algunas ideas relacionadas con este tipo de estudios, desprendidas de la hermenéutica de Paul Ricoeur, con la finalidad de despertar el interés por profundizar en esta aproximación a la lectura de textos. 

Bibliografía

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Deleuze, Gilles . Les cours de Gilles Deleuze. Deleuze/Kant (1978), Course Vincennes, 04/04/78. http://www.webdeleuze.com/php/texte.php?cle=61&groupe=Kant&langue=3

Lyotard, Jean François. La condition postmoderne. París: Les Editions de Minuit, 1979.

McHale, Brian. Posmodernist Fiction. New York and London: Metheun, 1987.

Peñalver, Mariano. “Paul Ricoeur y las metáforas del tiempo,” Paul Ricoeur: los caminos de la interpretación. Barcelona: Anthropos, 1991.

Pérez de Tudela, Jorge. “Desvelamiento y revelación: el círculo hermenéutico de Paul Ricoeur,” Paul Ricoeur: Los caminos de la interpretación. Barcelona: Anthropos, 1991.

Ricoeur, Paul. Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato histórico, México: Siglo XXI, 2000.

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—————————. Tiempo y narración III. El tiempo narrado. México: Siglo XXI, 1999.

—————————. Sí mismo como otro. México: Siglo XXI, 1996.

—————————. Autobiografía intelectual. Buenos Aires: Nueva Visión, 1997.

—————————. La metáfora viva. Madrid: Cristiandad/Ediciones Trotta, 2001.

(Para cita: Tornero, Angélica. El tiempo, la trama y la identidad del personaje a partir de la teoría de Paul Ricoeur. Revista de Humanidades: Tecnológico de Monterrey, núm. 24, 2008, pp. 51-79 Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Monterrey, México.)






 

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Angélica Tornero
 (CDMX, 1959) poeta, ensayista, profesora e investigadora. Imparte cátedra en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos y en Universidad Nacional Autónoma de México, en donde obtuvo un doctorado en Literatura Iberoamericana y otro en Filosofía. Ha publicado diferentes libros sobre crítica y teoría literaria y dirigido diversos proyectos de investigación. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

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[1]    Esta idea está contenida en la conclusión de Tiempo y narración III y desarrollada en Sí mismo como otro, como se verá más adelante 

[2]    Ricoeur insiste en la improcedencia de interpretar la mimesis como la copia o réplica de lo idéntico, ya que sólo cabe hablar de actividad mimética porque se produce ese entramado que arregla y adereza los hechos mediante la mise en intrigue (Peñalver 400). 

[3]    Según el filósofo francés, en la Poética, la mimesis y la construcción de la trama tienden a confundirse. Para él será fundamental distinguir la actividad mimética de la construcción de la trama, ya que de la primera desea destacar la relación entre los textos poéticos y el mundo real “ético”, y de la segunda pretende destacar el carácter de sistema, de composición de los elementos heterogéneos (2000). 

[4]    Ricoeur analiza detalladamente la teoría de género de Aristóteles y argumenta por qué es posible pensar la narración en términos de género y no como especie, según se deduce de la teoría de Aristóteles. El estagirita distinguió entre tragedia y comedia y epopeya. Esta distinción va en contra de la intención del filósofo francés de considerar la narración como género común y la epopeya como especie narrativa. El género, para Aristóteles, es la imitación de las acciones, de la que la narración y el drama son especies coordinadas. Según Ricoeur, lo que distingue a estos géneros es el modo, el “cómo”, y no el “qué”. Por el “qué”, Ricoeur entiende el objeto de la representación, que incluye la intriga, el carácter y el pensamiento, según las distinciones del propio Aristóteles. Mimesis y mythos coinciden en el “qué”. Es decir, las distinciones entre estos géneros están dadas en el modo y no en el objeto de la representación, que es el mismo. Ricoeur propone caracterizar la narración por el objeto y no por el modo, lo que le conduce a pensar que el objeto es el mismo en todos los géneros, entendido en sus términos, como narración, y en los términos de Aristóteles, como mythos: “llamamos narración exactamente a lo que Aristóteles llama mythos, la disposición de los hechos” (Ricoeur, TyN I: 88). 

[5]    Según Ricoeur no existe análisis estructural de los textos narrativos que no recurra a la fenomenología implícita o explícita del “hacer” (TyN I: 118) 

[6]    Ricoeur retoma de Kant la noción de imaginación creadora para explicar el tema de la esquematización. La noción de esquema de Kant es complicada y no es este el sitio para profundizar en el tema; baste con decir algunas palabras al respecto las cuales pueden aclarar el sentido y la interpretación que el propio Ricoeur hace de esta noción. Kant concibe la imaginación como potencia o facultad mediadora entre el entendimiento y la sensibilidad. La imaginación es productora y portadora de esquemas. Un esquema es una regla o un procedimiento para la producción de imágenes que esquematizan o delimitan una categoría, de tal modo que permiten su aplicación a apariencias. El esquema no es una imagen sino que representa un procedimiento general para la constitución de imágenes (Coppleston 246-247). Gilles Deleuze explica así las nociones de imaginación y esquema de Kant. La imaginación es el acto por el cual las determinaciones espaciotemporales van a ser puestas en correspondencia con las determinaciones conceptuales. La imaginación para Kant no es la facultad mediante la cual se producen imágenes, sino la facultad por la cual se determina un espacio y un tiempo de una manera conforme a un concepto, pero que no deriva del concepto que es de otra naturaleza que la determinación del espacio y del tiempo. Para Kant un esquema es una operación de la imaginación productora. El esquema no es reproductor sino productor, es decir, produce en la experiencia algo conforme a un concepto determinado (Deleuze, 1978). 

[7]    Ricoeur entiende por tradición “no la transmisión inerte de un depósito ya muerto, sino la transmisión viva de un innovación capaz de reactivarse constantemente por el retorno a los momentos más creadores del hacer poético” (TyN I: 136). 

[8]    Ricoeur no rechaza las propuestas de la semiótica; las retoma e integra en su hermenéutica. 

[9]    Ricoeur alude al teórico Roland Barthes, con la idea de destacar que los textos literarios no sólo buscan cumplir las expectativas de los lectores, sino cuestionarlas. El cuestionamiento, no obstante, no impide la comprensión. 

[10]  Ricoeur retoma la noción de espacio vacío de Wolfgang Iser. 

[11]  Paul Ricoeur desarrolló este aspecto de manera amplia en La metáfora viva. 

[12]  Aun cuando Cortázar rechazó ser identificado con los surrealistas, algunas de las propuestas, sobre todo de los precursores, fueron importantes para el desarrollo de su obra. El escritor parece compartir la idea que expresa sobre los surrealistas: no producen textos discursivos, sino situaciones de alta tensión poética (OC I: 105).