EL TONTO EN LA COLINA
Tachas 587 • En las orillas • Jorge Luis Flores Hernández
En la antigüedad, e incluso hasta el siglo XVIII, se relacionaron distintos tipos de enfermedades mentales con el influjo de la luna; de ahí el término “lunático”. Mi padre, quien cree fervientemente en la astrología y es, como yo, cáncer, el signo de la luna, muchas veces me recuerda en qué momento del ciclo lunar nos encontramos, para prevenirme sobre posibles malos periodos anímicos. Yo no comparto la creencia, pero no puedo negar que hay en mí una inclinación hacia la luna, hacia la visión poética, romántica, quizá un tanto rancia, de la luna y su relación metafórica con aquellos que la contemplan y obtienen su energía, no del astro rey sino de ella, que brilla mucho menos y así permite ser vista, invita a ser contemplada, a imaginar su superficie de polvo plateado y cráteres gélidos, y a los selenitas que ahí moran. Así, bajo ese destino un tanto heredado y un tanto autoinfligido, me he movido por la vida como un lunático, a veces buscando y a veces cayendo en el camino más sinuoso y escarpado, pero también el más apto para ser narrado.
Cuando me mudé a Estonia (y ya Estonia es un país extraño para un mexicano, cosa que los propios estonios me recordaban cada que me preguntaban: “¿Por qué viniste aquí?”), en Tartu, viví en un barrio llamado Annelinn. Renté un estudio diminuto y sin muebles, renovado, aunque dentro de un edificio verdaderamente feo y decadente, el tipo de edificio que se muestra en películas estadounidenses para asustar a los occidentales con su visión del horror soviético. Cuando un señor amable con una furgoneta me ayudó a llevar una mesa y sillas a mi nuevo hogar, al ver la zona y el edificio, me dijo: “No puede ser, ¿es aquí donde vives?” y negó con la cabeza lamentándose por mí. Mi maestra de estonio, una chica encantadora y amabilísima, me dijo una vez que esa zona era evitada a toda costa por los locales pues estaba llena de drogadictos y, si entrabas ahí, era probable que te apuñalaran. En invierno el panorama era desolador, sobre todo cuando la nieve comenzaba su triste ciclo de derretirse, mezclarse con el lodo, congelarse, derretirse de nuevo, mezclarse con aceite de coche, etc. Y sin embargo en ese sitio fui feliz, incluso muy feliz, a pesar de que dormía en el suelo y tenía que caminar casi cuarenta minutos hasta la universidad. Había algo que me gustaba de esa existencia limítrofe, en las orillas de la ciudad. Recuerdo que algunas noches escuchaba música, leía, fumaba un cigarro y miraba por la ventana abierta el horizonte oscuro teñido de verde por las luces de los gigantescos sembradíos de pepinos a las afueras de la ciudad y, por encima, la luna.
Ahora vivo en Barcelona, capital de Cataluña, una de las ciudades más turísticas del mundo; además vivo en el Clot, que es un barrio no tan alejado del centro y relativamente bien conectado. No obstante, la inercia de mi tren de vida me lleva a las orillas.
Cuando llegué hace casi un año, desempleado y con pocos ahorros, comencé a buscar empleo con desgano aunque con esperanza. Me imaginaba trabajando como periodista cultural o traductor, o cuando menos copywriter o empleado de librería. Luego, cuando la mayoría de mis aplicaciones cayeron en cuentas de correo sordas mientras mis escasas arcas mermaban, seguí buscando trabajo con apremio y con una esperanza enflaquecida. Me imaginaba como guía del Museo de Cera, como empleado en un call center, como vendedor en un H&M. Mis muchas horas pasadas en LinkedIn (ese extraño purgatorio donde la gente actúa como si el mayor logro y placer de la vida fuera recibir migajas de una empresa) no me redituaban nada y en mi cuenta bancaria empezaban a tejer las arañas sus tristes telas, empecé a buscar trabajo con desesperación y una esperanza lista para hacerse la eutanasia. Entonces recibí una llamada de la empresa que denominaremos E., que había visto mi currículum (enviado tres meses antes) y les había interesado mi perfil para ser asistente de idiomas en una escuela primaria pública del Prat de Llobregat, municipio aledaño a Barcelona. Acepté el trabajo con un entusiasmo que sólo las deudas pueden proveer, alegre también de saber que, según la voz con acento británico de la familia real al otro lado del auricular, mi rol sería muy divertido puesto que, al ser asistente, sobre mí no recaía tanta responsabilidad y sólo debía ser un auxiliar para el maestro y planear actividades entretenidas.
Cuando conocí la escuela, X., el maestro de inglés me informó que yo era el tercer asistente de inglés que tenían en ese curso escolar. La primera había sido despedida por haber querido formar un sindicato, y la segunda había estado tan sólo dos semanas, luego había llamado para avisar que estaba enferma, y finalmente nunca volvió ni dio más señales de vida. Empecé a pensar que algo no sería tan idílico como me lo habían contado.
Antes de cumplir mi primer mes en la escuela, un niño de quinto de primaria, enorme para su edad, golpeó y pateó a un maestro mientras le gritaba a voz en cuello: “¡Hijo de puta!”, empujó a otra profesora y tuvo que ser físicamente contenido por el director de la escuela; una niña me aventó una flauta luego de su clase de música, otro par de niños de tercero de primaria habían estado a punto de llegar a los puños dentro del aula; un pequeñísimo infante de preescolar me había pellizcado la mano mientras me observaba fríamente con los ojos de Hannibal Lecter, y un par de hermanos que ya habían sido expulsados de múltiples escuelas fueron ingresados a la R.L., con el antecedente además de que la madre había sido denunciada por la directora del colegio anterior por agresión física. Por si ello fuera poco, la R.L. cuenta con una denominación asignada por el municipio que la dictamina apta para incluir a niños con neurodivergencias, trastornos y problemas de desarrollo cognitivo, en algunos casos bastante severos. En papel esto suena muy bien, pero en la realidad, la institución simplemente no cuenta con el personal especializado suficiente para lidiar con tantos casos.
X. y B. los dos maestros de inglés, resignados ya a ver a los asistentes de idiomas ir y venir cual hámsteres del salón que mueren y son reemplazados sin que haya ánimos para el duelo, debían estar esperando que yo huyera despavorido, pero me he quedado y no exclusivamente por la (nada generosa) paga y la necesidad de no pasar hambre. Me he quedado porque, aunque hay días en que me quejo y llego exhausto a casa, y aunque hay niños que me hacen pensar que el anticristo ya está en la tierra y no es uno, sino muchos, concentrados por razones estratégicas de Mefistófeles en el área del Prat, también es cierto que hay en esta labor una humanidad y un propósito que extrañaba muchísimo, sobre todo luego de cuatro años trabajando en un sitio donde verificaba identidades en línea para que la gente pudiera pedir micropréstamos con altísimo interés o, jugarse su dinero en casinos online, o comprar criptomonedas. Al acercarme a la escuela comienzo a escuchar las voces agudas de niños que gritan: “¡George!”, y otros dicen a sus padres o abuelos que los acompañan: “Él es el George, es mi maestro de inglés”. En mi camino a tomar el tren de vuelta a Barcelona encuentro manitas y sonrisas despidiéndose por las calles de la ciudad. Especialmente, debo decir, mi razón para quedarme son mis compañeros, los otros maestros de la R.L. que están entre las personas más agradables, graciosas e interesantes que he conocido en mi año aquí pero que, sobre todo, son gente buena.
A la par de esta aventura comencé a tomar clases de catalán que, al ser ofertadas gratuitamente por el estado, son muy codiciadas y los lugares se agotan como boletos de concierto, así que durante meses tuve que asistir a las lecciones en una secundaria de Sant Adrià de Besòs, otra municipalidad en la comarca barcelonesa. Cada lunes y miércoles salía de la R.L. a las cuatro treinta de la tarde y comenzaba mi largo viaje, tomando dos trenes de cercanías, para llegar a Sant Adrià a las seis treinta. Como el Prat, Sant Adrià es una comunidad de clase obrera y con mucha inmigración. En mi curso todos, con la excepción de un señor andaluz que bebía dos cervezas antes de entrar al aula, éramos latinoamericanos y todos, exceptuándome a mí y a otras dos jóvenes, eran trabajadores de construcción o trabajaban limpiando hogares u oficinas. En estos dos polos en que me movía, cruzando Barcelona casi sin tocarla ni mirarla, sin guarecerme bajo el hechizo tan mercantilizado del buen Gaudí, sin pasar frente a los miles de sitios de souvenirs con sus inverosímiles toros y sevillanas de trencadís, me sentía muy consciente de mi fortuna, avergonzado incluso de la autocompasión que a veces me llegaba cuando se me ocurría pensar en el poco dinero que poseo. Yo no salí de mi país obligado por la violencia (aunque la haya), ni por la necesidad, y tampoco para dar una mejor vida a hijos que no tengo. Fue una decisión personal dictada por la ambición y por el ansia de vivir una vida distinta. Y en buena medida eso es lo que he hecho, gracias precisamente a sitios como Annelinn, como el Prat, como Sant Adrià.
No sé qué quiero decir con todo esto. No sé hacia dónde voy con mis palabras. No quisiera que esto se tomara como una manera de darme a mí mismo palmadas en la espalda por alejarme de lo conocido y lo turístico, por no ser mainstream, y mucho menos por ser “humilde”. Nada de eso. Creo que a lo que voy es que me siento cómodo transitando entre márgenes y centro, moviéndome y descubriendo sitios que, de no estar semiobligado por las circunstancias, no conocería jamás. Recuerdo, por ejemplo, un lote baldío gigantesco cerca de mi apartamento en Annelinn que en noviembre se parecía a un paisaje postapocalíptico, pero que en diciembre, cubierto de nieve, era una postal de la quietud. En el Prat disfruto caminar por sus calles centrales, donde hay edificios con esgrafiados preciosos tocados por ese extraño atractivo que da el descuido. E incluso en Sant Adrià, que es quizá el sitio más feo que he conocido en Europa, cuando volvía en el tren por las tardes, en la hora dorada, el horizonte gris e industrial cobraba una suave belleza. Es fabuloso poder disfrutar de la Sagrada Familia, del Passeig de Gràcia, del Barrio Gótico, pero también es una fortuna encontrar esos sitios donde el encanto se abre camino como las hierbas que crecen en las grietas del asfalto.
Cuando era niño vivía en las afueras de la ciudad, cuando León todavía terminaba en Centro Max. Alrededor había sólo casas de campo, cultivos y fábricas. Me acuerdo del trayecto a casa que parecía largo. Cuando lo recorríamos de noche miraba por la ventana a la luna que nos perseguía por el cielo, corriendo a la misma velocidad que el auto, para no perdernos.
A donde quiera que vaya, la luna me ha seguido. Estoy bajo su signo, orbitándola, fiel a las orillas donde la vida, testaruda, resiste y florece.