Tachas 593 • La mendiga de Locarno • Heinrich von Kleist
Heinrich von Kleist
En el norte de Italia, cerca de Locarno, se alzaba a los pies de los Alpes un antiguo palacio, propiedad de un marqués, que aún hoy, cuando se llega desde San Gotardo, puede verse, reducido a ruinas y escombros. Sus salas eran espaciosas y de altos techos, y en una de ellas se alojó en cierta ocasión una anciana enferma que se había acercado a la puerta mendigando y despertó la compasión del ama de llaves, que la invitó a pasar y le colocó un montón de paja para que se echara sobre ella. El marqués, que entró por casualidad en el aposento al volver de una cacería, se encontró con la mujer tendida en el rincón donde solía dejar sus escopetas, y le ordenó de mala gana que se levantase y se pusiera detrás de la estufa. Al levantarse con la ayuda de la muleta, la mendiga resbaló en el suelo liso y sufrió una dolorosa caída que le afectó a la cadera; haciendo un esfuerzo sobrehumano volvió a ponerse en pie y atravesó la habitación como le habían ordenado, pero al llegar detrás de la estufa se desplomó y falleció entre terribles gemidos y estertores.
Algunos años después, la guerra y las malas cosechas pusieron al marqués en una situación económica muy delicada. En esto llegó al palacio un caballero florentino, que deseaba comprar la finca y fijar su residencia en aquel hermoso lugar. El marqués, para quien ese trato significaba mucho, encargó a su mujer que alojara al forastero en la ya mencionada habitación, que en aquella época no estaba ocupada y a la que se había dotado con un mobiliario magnífico, el más bello que pueda imaginarse. Sin embargo, el matrimonio quedó profundamente consternado cuando el caballero fue a verlos en medio de la noche, pálido y con el semblante descompuesto, jurando por lo más sagrado que en la estancia había fantasmas y que un ser invisible se había levantado de un rincón de la habitación haciendo el mismo ruido que si estuviera tendido sobre un montón de paja, se había levantado, luego había atravesado la habitación lenta y trabajosamente, con pasos bien audibles, y se había desplomado detrás de la estufa entre terribles gemidos y estertores.
Aunque sintió un escalofrío de terror, el marqués echó a risa lo que contaba el caballero y anunció jovialmente que, si eso le tranquilizaba, se levantaría inmediatamente y pasaría la noche con él en la habitación. Sin embargo, el caballero le rogó que le permitiese acomodarse en una butaca de su dormitorio y, en cuanto se hizo de día, mandó enganchar los caballos, se despidió y partió.
Este suceso, que no pasó en absoluto desapercibido, espantó a otros compradores, lo cual contrarió enormemente al marqués. Tanta atención despertó que entre el propio servicio doméstico cundió el inquietante rumor de que en aquella habitación rondaban fantasmas a medianoche. El marqués, que estaba dispuesto a acabar de raíz con esas absurdas habladurías, decidió investigar por sí mismo lo que ocurría en la estancia. Para ello, una tarde ordenó que le preparasen una cama en la mencionada habitación y aguardó, sin dormir, hasta la medianoche. Sonó la hora de los espíritus y el marqués quedó hondamente conmocionado al oír aquel inexplicable ruido; era como si una persona se levantara de un montón depaja crujiente, atravesara la habitación y se desplomara detrás de la estufa gimiendo y suspirando. Al abandonar la estancia a la mañana siguiente, fue a ver a la marquesa, que quiso saber inmediatamente cuál había sido el resultado de sus pesquisas. Él miró en derredor con miedo, inseguro, y después de trancar la puerta declaró que los que hablaban de fantasmas tenían razón. Ella se asustó como nunca, y le rogó que, antes de contárselo a nadie, repitiese la prueba otra vez, con más sangre fría y en su compañía. El caso es que, a la noche siguiente, el matrimonio tuvo oportunidad de escuchar una vez más aquel ruido inexplicable, fantasmal, junto con un fiel criado que los había acompañado. Sólo la apremiante necesidad de desprenderse del palacio costase lo que costase les permitió disimular en presencia de su sirviente el espanto que se apoderó de ellos y achacar aquellos ruidos a un incidente fortuito, sin mayor transcendencia, al tiempo que aseguraban que tarde o temprano acabarían por descubrir la causa. A la tercera noche, dispuestos ambos a llegar al fondo del asunto, volvieron a subir la escalera con el corazón palpitante para dirigirse a la habitación de invitados. Allí, delante de la puerta, encontraron por casualidad al perro de la casa, que se había soltado de la cadena. Casi sin pensarlo, tal vez porque inconscientemente les tranquilizaba saber que en la habitación había otro ser vivo aparte de ellos mismos, hicieron entrar al perro. Pusieron dos candelabros encendidos sobre la mesa. La marquesa no quiso desvestirse; el marqués llevaba una espada y una pistola que había sacado del armario. Hacia las once, cuando cada cual está sentado sobre su cama y tratan de distraerse conversando, el perro se tiende en el centro de la habitación con la cabeza y las patas encogidas y se queda dormido. A continuación, justo cuando suenan las campanadas de medianoche, vuelve a oírse aquel espantoso ruido. Alguien que nadie puede ver con sus ojos se levanta de aquel rincón de la estancia apoyándose sobre su muleta, la paja cruje bajo su peso, y entonces echa a andar paso a paso: ¡tap!, ¡tap! El perro despierta al oír las pisadas, se levanta del suelo en el acto y endereza las orejas, gruñendo y ladrando exactamente igual que si una persona fuera acercándose poco a poco hacia él, forzándole a retroceder hasta la estufa. Al verlo, la marquesa siente cómo se le eriza el cabello y sale precipitadamente de la habitación, mientras el marqués, que ha echado mano a la espada, pregunta a gritos quién va y, cuando nadie le responde, empieza a dar estocadas en el aire como si de pronto hubiera enloquecido. La marquesa, que ya ha llegado al patio, manda enganchar los caballos para partir hacia la ciudad cuanto antes; sin embargo, apenas ha hecho el equipaje con las cosas que ha ido recogiendo a toda prisa, cuando, al salir por la puerta con un áspero ruido de herraduras, ve el palacio ardiendo por los cuatro costados. Sobreexcitado por el miedo, el marqués ha tomado una vela y, harto de la vida, ha prendido fuego al edificio revestido de madera. En vano intentaron entrar en el palacio para salvar al infortunado, que ya había muerto de la manera más atroz. Todavía hoy pueden verse sus blancos huesos, reunidos por la gente del lugar, justo en el rincón donde yacía la mendiga de Locarno antes de que él le ordenase levantarse.
Texto cedido por Editorial Acantilado del Libro: von Kleist, Heinrich. Relatos Completos. Colección Narrativa Acantilado. Acantilado.
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Heinrich von Kleist (Frankfurt, 1777 - 1811). poeta, dramaturgo y novelista alemán, considerado uno de los principales escritores dramáticos del llamado romanticismo alemán y de toda la literatura alemana.
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