viernes. 24.01.2025
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Tachas 599 • El arte de amar • Jean Douchet [trad. Mariana Miracle]

Jean Douchet

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Tachas 599 • El arte de amar • Jean Douchet [trad. Mariana Miracle]

La crítica es el arte de amar. Es el fruto de una pasión que no se deja devorar por sí misma, sino que aspira al control de una vigilante lucidez. Consiste en una búsqueda incansable de armonía en el interior del dúo pasión/lucidez. Si uno de esos dos términos predomina sobre el otro, la crítica pierde gran parte de su valor. Es necesario, al menos, que posea esos dos motores. Es evidente que entre sus propósitos no está el de entretener al lector con esas chácharas que proliferan en numerosas revistas, cuyos autores no tienen de críticos más que el nombre y, degradando la palabra, envilecen su función y rebajan a los que la practican. Considerar el cine (ya que es de este arte del que estamos hablando) como un tema de conversación, y sólo como tal, me parece incalificable. Considerarlo únicamente como un objeto de interés personal (un medio de sustento, la ocasión de hacerse un nombre y conseguirlo, la posibilidad de vender un guión o de venderse), o utilizarlo para llevar a cabo una lucha ideológica, política, religiosa, que le es totalmente ajena, en definitiva, inflar el ego, o hacerlo con una causa, por más noble que sea, incluso si se trata de la objeción de conciencia, o en detrimento del cine, revela una deshonestidad intelectual profunda. El arte exige de la crítica que le sirva y no que ésta se sirva de él. 

Y es que el arte necesita a la crítica de una forma vital. Sin ella no puede existir. Y la necesita de dos maneras. En primer lugar, una obra de arte se muere mientras no se inicie, por su intermedio, un contacto entre dos sensibilidades, la del artista que ha concebido la obra, y la del amateur que la aprecia. El hecho mismo de sentir profundamente una obra, para después propagar su entusiasmo, constituye una acción crítica, incluso si no es másque oral. Basta un solo amateur para restituir su verdadero valor a las obras ignoradas, tal como a los artistas olvidados. La existencia material de una obra de arte, en efecto, no vale nada en sí misma. ¿Qué significaba hasta 1952 para nosotros, los occidentales, Mizoguchi, el más grande quizá de todos los cineastas? Tal vez nada, o tan sólo un montón de películas tan perdidas en los estudios nipones como lo estuvo Angkor Vat en su jungla. El azar se ha dignado preservarlas, como lo hizo con Pompeya, la Venus de Milo, Vermeer o Vivaldi. El capricho hubiera podido también destruirlas. ¿Qué quedaría de ellas hoy en día? Ni siquiera un recuerdo; ni siquiera su idea. En efecto, lo único que importa es la repercusión que las obras, y en consecuencia el arte, provocan en la conciencia de los hombres. Es en ella y gracias a ella por lo que aquellas perviven.  

La mejor prueba de ello es que las obras mejor expuestas a la vista de todos, e incluso las más alabadas, son muy a menudo igual de desconocidas que sus homologas enterradas bajo tierra o perdidas en el fondo de un desván. También en este caso, si ni una sola sensibilidad ha sido percutida en lo más profundo de sí misma, si no ha extraído la vida ardiente contenida en la forma y no ha ayudado en absoluto a los otros a compartir su emoción, por mucho que sea mostrada al mayor número de público posible, la obra se desvanecerá tan rápidamente como un espejismo. La corta historia del cine abunda en ejemplos de películas vistas por millones de espectadores, y sin embargo, completamente desconocidas. Ha sido preciso descubrir a Murnau y a Keaton, igual que a Lang (segunda época), a Hitchcock, a Walsh, a Hawks, a Losey, etcétera. Inversamente, falsas glorias, como Clair, Feyder, Pudovkin, etc., se hunden progresivamente en la ciénaga de los merecidos olvidos estéticos. Considerada bajo este ángulo, de hecho el único posible, la crítica se convierte en sinónimo de invención en el sentido corriente del término y en el del descubrimiento. La verdadera crítica «inventa» una obra, como lo haríamos con un tesoro: capta, mantiene y prolonga su vitalidad. Descubre, por un incesante cuestionamiento, el valor de los artistas y del arte. Pertenece indisolublemente al terreno de la creación y, al ser ella misma un arte, se convierte en creadora. 

Ya que, y con ello abordo la segunda manera que tiene la crítica de ser necesaria al arte, se halla en el principio mismo de la actividad artística. «Todo arte debe criticar alguna cosa», dice Fritz Lang. Y es que el artista ocupa, ante el mundo, la misma posición que el amateur ante su obra.[1]

No puede sentir, en efecto, el mundo si no es como una obra, sea el producto de la naturaleza o del hombre. Ni siquiera puede rehuir las diferentes explicaciones de esta obra (el mundo) por sistemas cosmogónicos, filosóficos o religiosos, los cuales traducen, en las etapas sucesivas de la humanidad, momentos de una conciencia y de una sensibilidad colectiva. ¿Cómo podría evitar la sensibilidad del artista, cuya razón de ser es expresar la relación de su yo con el mundo y que recibe hasta en lo más profundo de su ser las impresiones externas, un cuestionamiento tanto del mundo como de su yo y de sus impresiones, puesto que concebir una forma constituye justamente un acto de aceptación o de rechazo? Para el artista, crear una forma es hacer pasar la totalidad sensible, consciente e inconsciente, de un sujeto receptivo (él mismo) a un objeto (la obra). Por un movimiento dialéctico más sentido que reflexionado (a pesar de que, en los más grandes, los dos vayan a la par), debe considerar tanto el tema, y pasar por el tamiz de las sensaciones que desea transmitir, es decir, criticar, como el objeto, y examinar la calidad de su percepción y de su expresión. Es el método sensible del conocimiento el que se resuelve en y por la forma. Ahora bien, la forma, que no pertenece al artista pero que exprime el arte por el que ha sentido la necesidad de expresarse (no cabe imaginar del mismo modo en la pintura que en la música, y un gran escritor no puede ser, en ningún caso, un gran cineasta, o a la inversa), es el elemento dinámico al que se libra totalmente el artista para dominarlo desde el interior, «formarlo» hasta que sea el signo sensible y evidente de una existencia única, la suya, para después abandonarla al correr de este arte del cual ha surgido y donde, desde ese momento, como ser vivo y singular, alcanzará su plenitud, solo e independiente. Una vez más, y por encima de todo, el artista necesitará ahí de la crítica. Ya que la tentación es fuerte, y son pocos los artistas que consiguen no ceder en algún momento de su carrera, y a veces para siempre, a arrancar la forma de su arte y apropiarse de ella, sin respetar la vida propia y específica de ese arte. Aquellos que cuestionan a Eisenstein, Welles o Resnais me comprenderán. El artista necesita ser un afluente que, por la calidad original de su fuente, enriquezca y modifique el grueso del río en el cual voluntariamente se ahoga para vivir mejor. Tiene que evitar esa tentación megalómana de captar las aguas del río para fabricar una magnífica pieza de agua en la que se obtiene un espejo que sólo refleja su propia imagen, orgullosa y solitaria. El esplendor aparente de una obra semejante no consigue disimular que, en este caso, se trata de un agua estancada. Para el artista, más aún que para el crítico, ¡qué peligrosa y difícil resulta esa búsqueda incesante de armonía entre su pasión y la lucidez! 

En cualquiera de los estadios en que lo examinemos, todo, en la actividad del artista, implica una actitud crítica. Y he omitido voluntariamente los momentos en los que esa actitud será manifiesta. Al someter las influencias estéticas u otras que experimenta, como sus propias obras acabadas, a un perpetuo y severo examen, aceptando o rechazando los elementos que le convienen o no, optando por tal o tal vía y, sobre todo, intentando alcanzar, sometiéndose a ello, la esencia de su arte, entabla un combate cuyo envite es el de la supervivencia de su sensibilidad, asegurada por la vida misma de su arte. Transmite a un rastro, dotado él mismo de una sensibilidad propia, el cuidado de perpetuar para siempre la riqueza de una conciencia íntima. 

A la crítica le corresponde descubrir su brillantez, y preocuparse por mantener la vitalidad de esa llama. ¿Cómo? Operando con el mismo procedimiento que ha permitido la eclosión de esa obra. Su sensibilidad no tiene que afrontar el mundo como lo ha de hacer la del artista, de donde resultará la creación de una obra, sino simplemente, sin claudicar en absoluto de sí misma, afrontar esta obra a partir de la cual descubrirá el mundo del artista. Lo ideal, evidentemente, sería remontar —siempre basándose, y del modo más estricto posible, en la forma del objeto, a falta de lo cual nos deslizamos irresistiblemente hacia el delirio interpretativo— al punto sensible, una especie de punto de fijación hacia el cual han convergido todas las impresiones extenores del artista y que ha impuesto un estilo único a los múltiples surgimientos de formas y de obras nuevas. En realidad, la crítica puede contar, en el mejor de los casos, con que llegará a cercar ese núcleo creador. Un centro vivo, complejo, único, que no es susceptible de ser encerrado en una definición. Pero a la crítica le basta con sugerir una idea lo más exacta posible. Ya que, en efecto, lo que debe intentar primero es descubrir en el objeto no el sujeto aparente, sino el verdadero sujeto creador, quiero decir, al artista en su totalidad, en tanto que ese objeto revela la situación del artista en relación con el mundo; después habrá que remontar del sujeto hacia el objeto para revelar la necesidad de su forma, no sólo en relación con el artista y su penetración del mundo, sino sobre todo en relación con su arte. La crítica no es otra cosa que una tentativa de comunión entre dos sensibilidades, la del autor y la del amateur, en y por la obra, en y por el arte específico de esa obra. 

Ya que, más allá del artista, la crítica aspira a comprender e incluso a explicar el arte. En su movimiento de ida y vuelta, en el que consiste su aproximación a una obra, tiende sobre todo a alcanzar el genio y la naturaleza de un arte. Es en nombre de éste como se explican sus admiraciones y sus rechazos. Por poco que sienta que el artista quiere imponerle la supervivencia de su sensibilidad a través de unos efectos deformantes, contrarios a la naturaleza de su arte, su propia sensibilidad se ofusca y rechaza la obra. No es que esa obra no pueda ser sometida a la exégesis, bien al contrario. Eisenstein, Welles o Resnais, por no hablar de Antonioni, Bergman, Fellini y otros, han hecho derramar más tinta que Walsh, Lang, Mizoguchi, Preminger o Hawks. 

Y es normal. Sólo hay que hacer el trayecto de ida, es decir, pasar del objeto al sujeto, puesto que el objeto no ha sido fabricado sino en función del sujeto, que es un amplio espejo que sólo reenvía la imagen trucada del autor y de su «visión» artificial del mundo. Ahora bien, la dificultad reside en el retomo, en la inteligencia de ese acuerdo armonioso y natural entre el artista, su obra y su arte. 

Revelar en qué sentido el artista enriquece su arte por su obra y cómo esa obra se ve enriquecida a su vez por el arte me parece que constituye, en definitiva, el escollo de la crítica. Ello puede percibirse, pero ¡cómo explicarlo! Llegada a este estadio, la crítica entra en el terreno de lo incomunicable. Se zambulle en el misterio mismo del arte. Entonces sólo queda una manera de hacerse entender, y aún a través de una postura negativa. Dada la imposibilidad de expresar con palabras en dónde hay arte en una obra, cuando realmente el arte está presente en esa obra, se ve forzada a demostrar que en tal otra no hay arte, o al contrario, si se equivoca, a descubrir arte allí donde no lo hay. En este sentido, las películas de Eisenstein, Welles y Resnais tienen una importancia capital. Son pan bendito para la crítica, y no es por casualidad por lo que a partir de ellos principalmente, sea a favor, sea en contra, aquélla intente definir lo que es el cine. Del mismo modo, cuando los cinéfilos rechazan a esos cineastas, están más unidos por sus rechazos que por sus admiraciones. Despreciar lo mismo implica gustos comunes, sensibilidades afines y una misma manera, a pesar de las variaciones personales, de aproximarse al arte. 

Sólo el artista demuestra lo que es el arte creando. El amateur y el crítico no pueden más que captar la idea, experimentar intuitivamente su naturaleza. He aquí una limitación que contradiría lo que avanzaba antes a propósito de la crítica creativa. Sin embargo, no exactamente, puesto que pienso que el artista es primero y ante todo un crítico… que ha alcanzado su objetivo, y que la crítica relacionada íntimamente con el arte sólo se realiza de manera plena en él. Una ojeada histórica sobre la evolución de las artes muestra de hecho que son los propios artistas los que segregan la crítica en tanto que función independiente. Al principio de un arte, o del renacimiento de un arte, crítica y arte se confunden. El verdadero creador es consciente de su arte y se somete a él. Incluso podemos decir que un Giotto, un Homero, como un Griffith, encuentran, por instinto y de entrada, la extensión y todas las posibilidades de su arte. La crítica empieza a despegarse del artista cuando se trata de profundizar ciertas vías simplemente esbozadas por los pioneros, o cuando técnicas nuevas vienen a modificar la concepción del arte y a abrir nuevas perspectivas. El artista siente entonces el deseo de trasladar su diálogo íntimo a la plaza pública. De interior, su crítica pasa a convertirse en exterior. 

Los primeros verdaderos críticos, como los primeros verdaderos teóricos, son los propios artistas. Fueron el Quattrocento en la pintura, la Pléiade en la literatura francesa, Monteverdi en la música. Fueron también, en el momento del romanticismo, Hugo, Delacroix y Berlioz, u hoy en día, Joyce, Schoenberg, Le Corbusier. Cada vez que el artista piensa en una concepción diferente de su arte, cada vez que debe forjar en el público una sensibilidad nueva a la cual se dirigirá su obra, vemos cómo deja las esferas olímpicas de la creación y entabla un combate, proclama sus admiraciones y expresa su desplacer. En fin, cuando se ha acostumbrado a una nueva manera de sentir, el artista se cobija de nuevo en su caparazón y deja en manos del amateur el cuidado de la crítica. Ésta, si se practica con nobleza, recupera su vocación primera, al convertirse ella misma en un arte. La sensibilidad del crítico en sus relaciones con el mundo se compromete por entero, frente a la obra, frente al mundo. Una crítica expresa tanto más, si no más, a su autor como al artista, a la obra y al arte de los cuales rinde cuentas. De ahí proviene el hecho de que la crítica sea a menudo tan incomprendida como el arte. 

(Texto aparecido por primera vez en Cahiers du cinéma, n° 126, diciembre de 1961. Traducción de Mariana Miracle.)




Jean Douchet.  (Arras, 1929 – Paris, 2019) crítico e historiador del cine, cineasta y profesor francés.


 

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[1]    Prefiero el término de amateur (el que ama) al de crítico. Porque un crítico titulado, por desgracia, no es necesariamente un amateur, mientras que el amateur, con su elección, aunque no sepa expresarse, revela una actitud crítica. A menos que su pasión, al convertirse en algo demasiado exclusivo, acabe con toda lucidez. Entonces dejará de ser un verdadero amateur para no ser más que un maníaco, es decir, un enfermo.